Proponemos a continuación algunos pasajes de la lección de apertura de Julián Carrón
Esta es la urgencia del momento: la permanencia de la fe. Cada vez somos más conscientes de que la pregunta de Cristo no es en absoluto retórica. Existe un riesgo real de pérdida de la fe, de la percepción de su significado para la vida, un riesgo real de que la fe en Cristo sea cada vez más insignificante para la vida de muchas personas. (...)
Hoy somos más conscientes de la verdadera naturaleza de la crisis. No basta hablar de Nueva Evangelización sin preguntarse por el sujeto que la llevará a cabo. Sería ilusorio darlo por supuesto, pues son muchos los hombres y mujeres de Latinoamérica que creen ya saber lo que es el cristianismo y no tienen curiosidad alguna por conocerlo. Por ello no es suficiente una estrategia propagandista para atraerlos a la fe, ni siquiera un poco más de formación o de vida interior. Hay que empezar por despertar el interés por Jesucristo y su evangelio. (...)
Para ello contamos con un aliado. Todas las dificultades que vive el hombre de hoy no consiguen arrancar de su corazón la espera de su plenitud humana. Es la naturaleza misma del corazón la que le espolea a esperar. Pero, al mismo tiempo, con frecuencia la dificultad de encontrar una respuesta le hace dudar de la posibilidad de un destino positivo. El hombre de hoy tomará en serio la propuesta cristiana si la percibe como una respuesta significativa al grito de su necesidad humana. Por esto, el desafío que debemos afrontar en el anuncio consiste en vivir el contenido de la fe de tal modo que muestre la relevancia antropológica, es decir, su sobreabundante correspondencia a las exigencias originales del corazón.
El desinterés del que estamos hablando no afecta sólo a la fe cristiana, afecta a toda la realidad. El verdadero alcance de la encrucijada en que nos encontramos lo ha identificado eficazmente la filósofa española María Zambrano: «Lo que está en crisis es el nexo misterioso que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo sustento». Si la realidad es el sustento del yo, no resulta difícil comprender la gravedad de la situación cuando es el mismo nexo con la realidad lo que está en crisis. Sin relación con una realidad que suscite el interés de la persona, la consecuencia inevitable es la ausencia de deseo. La nada no despierta ningún interés. Este es el nihilismo hoy tan extendido. (...)
El yo se despierta por el atractivo de la realidad. Nos sorprendemos interesados cuando aparece ante nosotros algo que nos fascina y atrae, sacándonos de nuestra apatía. Como nos ha recordado Fides et Ratio, la aventura humana arranca del asombro suscitado en el hombre por la realidad: «el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte su destino». Si naciésemos en este instante con la conciencia que tenemos ahora y al abrir por primera vez los ojos lo primero que viéramos fuera el Everest, estaríamos dominados por el asombro, nos quedaríamos “prendidos”, fascinados por la presencia de la realidad. (...)
Pero no nos quedamos inmovilizados ante la imponencia de la realidad; más bien, al contrario, es su presencia la que nos pone en movimiento. (...)
Si uno no interrumpe el dinamismo que la realidad pone en marcha en el hombre, si uno no se separa de sí mismo cortando su vínculo con ella, el hombre está llamado a dar una respuesta a su pregunta por la totalidad. Cuanto más indaga en la realidad, más se topa el hombre con el misterio. (...) Interrumpir la dinámica puesta en marcha por la realidad tiene como consecuencia que pierdo lo mejor de la realidad, que lleva siempre a la profundidad de la apariencia, y la vida se marchita entre las manos. (...)
Solo Dios corresponde a la exigencia de totalidad del corazón humano. (...)
Una vaga religiosidad no es capaz de despertar al sujeto. El ejemplo más evidente son las sectas, que no consiguen despertar la razón y la libertad del hombre que participa en ellas hasta el punto de generar una mentalidad y un afecto nuevos. Como quien está aún esperando a que se desvele el rostro de la persona amada. Mientras permanece desconocido, la persona sigue moviéndose como le apetece. Sólo cuando la persona amada aparece el hombre tiene la claridad y la energía afectiva necesarias para una adhesión que implique todo su yo. Es ella la que permite al hombre ser verdaderamente con todo su ser. (...) Por eso tiene razón Montale cuando dice: «Un imprevisto es la única esperanza».
El imprevisto ha sucedido en Jesucristo, el Verbo encarnado. Con Él, el Misterio ha entrado en la historia convirtiéndose en compañía del hombre y proponiéndose como respuesta a su exigencia de felicidad: quien le sigue tendrá el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19, 29). El hombre de hoy se interesará por el cristianismo si éste cumple la promesa con la que se presenta y consigue sacar a la persona del letargo en que se encuentra. Es en el terreno de la realidad donde el cristianismo es llamado a mostrar su verdad. Si aquellos que entran en contacto con él no experimentan la novedad que promete quedarán decepcionados.
La desgracia es que muchos de los que se acercan aún a la Iglesia en busca de una respuesta, se encuentran con versiones reducidas del cristianismo. (...)
En efecto, para muchos cristianos el cristianismo es más nocional que real: un conjunto de nociones tradicionales sin referencia a la vida real. Podemos imaginar qué interés podrá tener este cristianismo reducido a marco nocional tradicional para el hombre que anda entre lo real, que se debate en el drama del vivir cotidiano. (...) Esta falta de experiencia personal del acontecimiento cristiano incapacita para comprenderlo. (...)
Como recientemente nos ha recordado el Papa Benedicto XVI, «La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito». En lugar de nociones abstractas el drama de un Dios que en Jesucristo se implica con la humanidad doliente hasta dar su vida por ella.
No menor difusión entre nosotros tiene la reducción del cristianismo a ética, a valores. Ha sido una tentación antigua. Ya San Agustín lo reprochaba a los pelagianos: «Este el horrendo y oculto veneno de vuestro error: que pretendéis hacer consistir la gracia de Cristo en su ejemplo y no en el don de su Persona». Pero lo que eran casos aislados en el pasado, se ha convertido en mentalidad bastante extendida gracias a las vicisitudes históricas de la época moderna. (...)
Que el diagnóstico no ha cambiado mucho lo muestra el hecho de que recientemente Benedicto XVI haya reconocido que «la idea genéricamente difusa es que los cristianos deben observar una inmensidad de mandamientos, prohibiciones, principios y que, por tanto, es algo fatigoso y opresivo de vivir, que se es más libres sin todos estos fardos pesados. En cambio, yo quisiera aclarar que ser sostenidos por un gran Amor y por una Revelación no es un fardo, sino alas».
No fueron ninguna de estas dos versiones, nocional o ética, las que despertaron el interés por el cristianismo hace 2.000 años, o hace 500 años para vosotros, ni lo serán ahora para nosotros y nuestros contemporáneos, ni siquiera para aquellos que continúan siendo cristianos. El cristianismo solo conseguirá interesarles si acontece algo imprevisto que aporte una novedad a la vida dándoles alas para vivir. Como nos ha recordado Benedicto XVI en su primera encíclica Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».
Ninguna argumentación puede convencer a alguien de que Cristo sigue presente, si no lo reconoce en su experiencia. (...)
Jesús no ahorró a nadie la libertad. La promesa del ciento por uno la condicionó a su seguimiento. Ninguno puede cambiar el método que él mismo eligió. Por esta razón la comunidad cristiana condensó en estas palabras toda la Tradición apostólica: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, la Palabra de la Vida –pues la Vida se hizo visible–, os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,1-3). La convicción cierta de la Iglesia se ofrecía a la razón y la libertad de quienes la encontraban como una hipótesis a verificar para que pudieran comprobarla y descubrir su verdad, de tal modo que algún día pudiera afirmar lo que decían las gentes de su pueblo a la mujer samaritana que les había hablado de Jesús, tras su verificación personal en la convivencia con él: «Ya no creemos por lo que tú nos has dicho, sino por lo que nosotros hemos visto y oído» (Jn 4, 42).
Sin correr el riesgo de la libertad, es decir, de la comprobación de la verdad cristiana en la vida, no se alcanzará jamás una certeza digna de la fe.
No resulta extraño que muchos de nuestros contemporáneos la abandonen sin sentir que pierden algo interesante.
¡Qué diferente es la audacia de Jesús que apuesta todo a la libertad pura, desafiando a los suyos cuando todos le abandonan! «¿También vosotros queréis iros?» (Jn 6,67), les espeta sin ahorrarles el empeño de su razón y su libertad.
Para poder llevar a cabo esa verificación de la Tradición cristiana hoy es necesario un requisito indispensable: que se pueda encontrar a Cristo en el presente. (...)
En este momento en que el deterioro del hombre avanza y no existen instancias verdaderamente educativas en condiciones de generar este sujeto, la Iglesia tiene la oportunidad de mostrar su verdadero rostro, la potencia de la vida que corre por sus venas. Basta que no traicione su auténtica naturaleza y testimonie el cristianismo como un acontecimiento capaz de interesar al hombre hasta darle una conciencia de sí y de la realidad que lo convierta en verdadero protagonista de la historia.
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