Al leer el manifiesto de la campaña Tiempo de educar, una profesora de la ESO recuerda un encuentro que desde hace cuarenta años yacía sepultado como una semilla bajo tierra. El resultado sorprendente y misterioso de una educación
El pasado noviembre, después de haber leído el manifiesto de la campaña Tiempo de educar y al constatar que compartía sus valores a partir de mi experiencia de docente de la ESO, quise preguntar si el movimiento de CL estaba presente en mi zona. Conocí así a los amigos del grupo de Ivrea y empecé a participar en sus reuniones. Me recibieron enseguida con gran calor y simpatía. Ellos me animaron a que escribiera un breve recuerdo de don Giussani, a quien tuve la suerte de conocer hace muchos años.
Primeros años Sesenta, Liceo Berchet de Milán. Clase de religión diferente de las demás, siempre muy animada, llena de debate, nunca aburrida o banal, nunca clase en el sentido tradicional del término. Recuerdo a don Giussani ante todo como una persona entusiasta, que sabía implicarnos, que nos obligaba a pensar. Nos ponía a cada uno frente nuestra responsabilidad, era preciso elegir, decidir. «Cristo ha venido y no puedes no tenerlo en cuenta»: estas palabras centrales de su enseñanza se quedaron grabadas en mi mente y en mi corazón. Nos proponía pasajes de autores antiguos y modernos, escritores, poetas, filósofos que, fueran o no cristianos, se plantearon las preguntas fundamentales, a veces sin encontrar respuestas en la fe.
En aquel entonces, yo formaba parte de esa mitad de la clase que, definiéndose marxista, consideraba la religión “el opio del pueblo” y polemizaba continuamente con el profesor.
Nuestra utopía era la sociedad nueva y justa que había que construir cambiando el mundo; eso en el fondo nos resultaba muy lejano y no nos implicaba directamente; creímos ser concretos, pero en realidad sólo se habló (¡por suerte!) de revolución, para luego seguir viviendo nuestra tranquila vida de estudiantes burgueses.
¡Cuánto más real y concreta era la propuesta de don Giussani! ¡Cuánto más radical habría sido aceptarla! Habría implicado un cambio verdadero, a partir de nosotros mismos, y justamente fue esto, en el fondo, lo que me asustó.
Me definía agnóstica; jamás hubiera dicho atea, porque ese término siempre me impresionó mucho: “sin Dios” me evocaba un peso enorme, una gran soledad, un vacío, una falta incolmable y además asumida por voluntad propia. Pero también en aquel agnosticismo veo la presunción de querer arrinconar un problema fundamental creyendo poder prescindir de él, pensando que sería posible evitar el compromiso, no elegir. No entendía que abstenerse del juicio es ya una elección.
Don Giussani nos ofrecía una propuesta concreta, quería despertar algo en nosotros, sacudir nuestra conciencia, hacernos responsables de nuestras elecciones. Muchos lo siguieron desde el principio, entendiendo la importancia y la suerte de vivir aquel encuentro. Ahora lamento no haber sido una de ellos.
Sin embargo, pienso que si, en un determinado momento de mi vida, he podido afrontar de nuevo el problema, ha sido también porque algunas palabras de don Giussani se me quedaron en el corazón y dieron su fruto.
Con simpatía.
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