Se dice que la democracia está en crisis. Pero, ¿qué valor tiene hoy esta palabra? Un recorrido por los textos de don Giussani para redescubrir su significado y su valor en la actualidad
«Cuando una palabra se ha vuelto tan universalmente sagrada como lo es democracia para nosotros, yo empiezo a preguntarme si, al significar demasiadas cosas, sigue significando algo todavía» (Eliot, La idea de una sociedad cristiana). En efecto, cuanta más distancia se establece con respecto a palabras como “dictadura” o “racismo”, tanta más ansia existe por alinearse a favor de términos como “democracia”: incluso los regímenes menos creíbles del socialismo real como la Camboya de Pol Pot exhibían formalmente el término “democracia” en sus declaraciones oficiales.
Prescindiendo de estas paradojas históricas, la crisis de la representación y la deslegitimación del papel de la ciudadanía se han convertido hoy en día en factores preocupantes también en los regímenes democráticos modernos. En Harvard, por ejemplo, se ha llevado a cabo una investigación titulada “El elector que se desaparece”: el dato objeto de medición es el índice de helpness, es decir, el índice de impotencia de los electores en los procesos democráticos. Refiriéndose a esta situación, Dahrendorf y Crouch hablan ahora de “postdemocracia”, delineando un contexto de democracia incompleta, lejos del originario “gobierno del pueblo”. Otros, como Giddens, subrayan la necesidad de «democratizar la democracia». Se ha abierto una pregunta sobre el futuro de la democracia, y muchos coinciden en el hecho de que elecciones y parlamentos ya no satisfacen las necesidades de la decisión democrática.
Ante esta pregunta abierta sobre el destino de la democracia resulta útil volver a proponer algunos pasajes de don Giussani, que son de extraordinaria actualidad a la hora de recuperar para la experiencia de democracia su clave esencial.
Factor esencial
En L’avvenimento cristiano Giussani sintetiza de esta forma el factor que define una democracia sustancial: «La libertad de expresión, tanto de ideas como de obras, es cuestión de vida o muerte para una civilización; también lo es para la democracia. El carácter democrático de cualquier poder, su respeto por la libertad, se mide por el espacio que deja a la iniciativa social, que se sostiene de forma asociativa (la libertad de asociación es el derecho más antitético al poder)» (p. 91).
Podemos encontrar el fundamento de esta afirmación en algunos pasajes de El yo, el poder, las obras en los que Giussani precisa que una «cultura de la responsabilidad» debe «mantener vivo ese deseo original del hombre, del que brotan sus aspiraciones y valores, que consiste en su relación con el Infinito, cosa que hace de la persona sujeto verdadero y activo de la historia» (p. 154). Y por tanto, «lo fundamental en el hombre es eso que yo llamo deseo. El deseo es como una chispa que enciende el motor. Todos los movimientos humanos nacen de este fenómeno, de este dinamismo que constituye al hombre. El deseo enciende el motor del hombre. Y entonces se pone a buscar pan y agua, se pone a buscar trabajo, a buscar mujer, se pone a buscar un sillón más cómodo y un alojamiento más decente, se interesa en saber por qué algunos tienen mucho mientras otros no tienen nada, se interesa en saber por qué hay quienes son tratados de un modo correcto y él no, justo en virtud de que esos estímulos que lleva dentro y que la Biblia llama “corazón” se agrandan, se extienden a todo y maduran» (p. 159). Después especifica, respondiendo a la posible objeción del riesgo de una dictadura de los deseos: «Hay una palabra que corresponde a la idea verdadera del hombre y, por tanto, de una política verdadera: la palabra “libertad”. La libertad es lo contrario de lo que ha dicho usted antes (libertad de aborto, de divorcio, etc.) porque la libertad no es eso que define el poder a través de los medios de comunicación» (p. 162).
El principio de subsidiariedad
El primado de la sociedad como condición para una cultura de la responsabilidad se indica por tanto como esencial para la democracia: «El poder tiene que ver con los hombres. Y el hombre es más complejo que la lista analítica de necesidades que los sociólogos o psicólogos de turno establecen. Por ejemplo, el hombre tiene necesidad absoluta de crear, de algún modo, su propia realidad inmediata; para entender bien esto pensad qué sucedería si el Estado os impusiese la mujer y la familia, los hijos que tener, dónde vivir, etc. ¡Sería un infierno! Porque el hombre es protagonista de sí mismo. Debemos tener presente que el poder guía una sociedad humana, es decir, una sociedad compleja, formada por hombres. El hombre no puede reducirse a ningún esquema analítico. La sabiduría con que la doctrina social de la Iglesia invita al poder a solicitar, a ayudar y, por tanto, a valorar las iniciativas y el protagonismo de la gente, ha acuñado un principio que Juan XXIII primero, y Pablo VI después, han repetido continuamente: el principio de subsidiariedad... El poder, que está hecho para servir (principio de subsidiariedad), puede convertirse con suma facilidad –por la propia naturaleza del hombre– en tirano o déspota, aunque no llegue a crear las cámaras de gas de Auschwitz o los lagers soviéticos» (161-162).
Del espacio reconocido a una cultura de la responsabilidad nace el criterio para juzgar el poder y los proyectos políticos, hasta llegar a distinguir la alternativa: «O construir como resultado de un compromiso analítico y edificante del hombre en el presente, para encontrar lo que permite esperar la satisfacción de su deseo, o bien dedicarse a una construcción política futura partiendo de una concepción preestablecida, de un programa ideológico (una concepción de la realidad que parte de determinadas preocupaciones intelectuales) que analiza y utiliza la realidad conforme a esa pre-comprensión y, por tanto, la violenta. Siempre pongo un ejemplo límite dramático, sobre todo en estos tiempos: ¿no podría ejercerse el poder totalmente, de acuerdo con esas ideas previas, para crear una humanidad fresca, con energía productiva, sin las cargas de la vejez? Y, por tanto, ¿quién podría impedir a este poder hacer una ley general para la eutanasia a los treinta años? ¿Quién se lo podría impedir? Nadie ni nada. Hay diferencia entre los proyectos sobre el hombre que nacen de aquello de lo que él está hecho (deseo, exigencia, urgencia, evidencia, corazón) y los proyectos políticos construidos a partir de una concepción del hombre y de su relación con el mundo inventada por los intelectuales» (p. 160).
Falsa democracia
En El camino a la verdad es una experiencia (pp. 136-139) don Giussani especifica la esencia de la democracia: «En su espíritu, la democracia no es principalmente una técnica social, un mecanismo determinado de relaciones externas... El espíritu de una auténtica democracia, en cambio, moviliza la actitud de cada uno en el respeto activo hacia el otro, en una correspondencia que tiende a afirmar los valores y la libertad del otro. Este modo de relación entre los hombres que la democracia tiende a instaurar se podría llamar “diálogo”... Pero el diálogo consiste en la propuesta que hago al otro de lo que yo vivo y en la atención a lo que el otro vive, por una estima de su humanidad y por un amor a él que no implica en absoluto una duda de mí mismo, ni tampoco la rebaja de lo que yo soy». «Lo que tenemos en común con el otro no hay que buscarlo tanto en su ideología cuanto en la estructura natal... en los criterios originales que le hacen ser un hombre igual que nosotros» Desde este punto de vista, Giussani revoluciona esa enraizada tendencia a considerar «el relativismo como esa concepción del mundo que presupone la idea democrática» (Kelsen). Giussani habla a este respecto de “falsa democracia”, especificando que «la democracia no puede basarse interiormente sobre una determinada cantidad de ideología común, sino en la caridad, es decir, en el amor del hombre adecuadamente motivado por su relación con Dios». De aquí la convivencia como «comunión entre las distintas libertades ideológicamente comprometidas», la necesidad de que el «contrato social (Constitución)» tienda a «dar normas cada vez más perfectas que eduquen y aseguren a los hombres en la convivencia como comunión», y por tanto el pluralismo como «norma ideal»
*Vicepresidente de la Fundación para la Subsidiariedad
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