«No hay que tratar de ser buenos, sino santos», solía repetir don Andrea Santoro, asesinado por un joven de dieciséis años el pasado 5 de febrero mientras rezaba arrodillado en su iglesia de Santa María en Trebisonda, a orillas del Mar Negro, en Turquía. Desde hacía cinco años era párroco “fidei donum” de esta pequeña comunidad, formada por una decena de católicos sobre una población de doscientos mil habitantes, de mayoría musulmana y con una fuerte presencia ortodoxa. En 1993 peregrinó por primera vez a Turquía, en aquella que él definía como «la gran tierra santa en donde Dios decidió comunicarse de forma especial al hombre». En muchas otras ocasiones viajó por Oriente Medio con la Obra Romana. Durante estos viajes se fue abriendo camino en él el deseo de cumplir su vocación sacerdotal en la tierra en donde el cristianismo dio sus primeros pasos. Era párroco en la parroquia de los santos Fabriano y Venancio de Roma cuando, en distintas ocasiones, pidió al cardenal Poletti y después al cardenal Ruini que le enviaran como sacerdote “fidei donum” a Turquía. «Este fue el ánimo –recordó el cardenal Ruini durante la homilía de su funeral– con el que don Andrea pidió ser enviado a Anatolia: quería ser una presencia creyente y amiga, favorecer un intercambio de dones, sobre todo espirituales, entre Oriente y Roma, entre cristianos, judíos y musulmanes». Partió en el año 2000. Su primer destino fue Urfa, cerca de Harrán, la tierra de origen de Abrahán. Hace tres años se trasladó a Trebisonda, a la parroquia de Santa María, “desprovista” de sacerdote desde hacía más de tres años. Allí siguió testimoniando, de forma silenciosa, sin gestos llamativos, sólo con su presencia, el amor de Jesús a los hombres. «A menudo me pregunto por qué estoy aquí –dijo durante un retiro espiritual–. Y entonces me viene a la mente la frase de san Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Estoy aquí para habitar entre estas personas y para permitir a Jesús que lo haga prestándole mi carne. Oriente Medio debe volver a ser habitado, como lo fue ayer, por Jesús: con largos silencios, con humildad y sencillez de vida, con obras de fe, con milagros de caridad, con la transparencia inerme del testimonio, con el don consciente de la vida». Y así fue.
Durante la audiencia del 8 de febrero, pocos días después de la muerte de don Andrea, Benedicto XVI dijo: «Que el Señor acoja el alma de este silencioso y valiente servidor del Evangelio y haga que el sacrificio de su vida contribuya a la causa del diálogo entre las religiones y de la paz entre los pueblos».
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