Dentro de unos días celebraremos el aniversario de la muerte de don Giussani. Ante esta fecha no podemos evitar que nos embargue la gratitud y la conmoción por su persona y su obra. Aunque le echamos de menos, no nos sentimos huérfanos. Más aún, todos experimentamos que hoy es más padre que nunca. A través de él, Cristo sigue obrando entre nosotros, como hemos comprobado este año por medio de muchos signos.
El aniversario de su muerte nos sitúa a todos ante su herencia, que no es sólo algo del pasado, sino un acontecimiento presente que sigue desafiando nuestra razón y nuestra libertad.
Sólo si se convierte en una experiencia personal y cotidiana el carisma seguirá fascinándonos cada vez más. Lo cual conlleva la urgencia de juzgar todo lo que sucede con ese criterio que Otro ha puesto en nosotros: el corazón. Seguir el juicio del corazón es seguir a Dios que nos crea con un conjunto de exigencias y evidencias que conforma nuestro rostro íntimo: la sed de verdad, belleza, justicia, etc. Hace falta tener sencillez y mucha lealtad con nosotros mismos para mantenernos firmes en el juicio que emerge con claridad de nuestro corazón. ¡Todo menos subjetivismo!
Esta sencillez nos permitió reconocer la excepcionalidad única de Cristo, y nos permite reconocerla continuamente en medio de las vicisitudes de la vida. Seguir el corazón quiere decir seguir la “correspondencia imposible” que hemos identificado en el encuentro con Cristo, obedecer a esa plenitud sorprendente que experimentamos.
Así seremos cada vez más hijos de don Giussani que –como dijo el entonces cardenal Ratzinger en la homilía de su funeral– «no quería vivir para sí mismo, sino que dio su vida y, justamente por eso, encontró la vida no sólo para sí, sino para muchos otros... Dando su vida ha dado un hermoso fruto –como vemos en este momento–, ha llegado a ser realmente padre de muchos y, precisamente por haber guiado a las personas no hacia sí mismo, sino hacia Cristo, ha conquistado los corazones, ha ayudado a mejorar el mundo, a abrir las puertas del mundo para el cielo».
Así se nos hará cada vez más evidente la racionalidad de la fe o, lo que es lo mismo, por qué merece la pena ser cristiano. «Tu gracia vale más que la vida».
En este momento dramático, vivir así es nuestra contribución a la Iglesia –en cuyo seno somos continuamente generados– y a nuestros hermanos los hombres.
Con amistad fraterna, Julián Carrón
Milán, 1 de febrero de 2006
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