El 25 de enero ha sido publicada la primera encíclica de Benedicto XVI, dividida en dos partes. La primera, sobre la esencia del amor: “La unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación”. La segunda sobre la caridad eclesial: “Caritas. El ejercicio del amor por parte de la Iglesia como Comunidad de Amor”
La primera encíclica de un papa, al menos en los últimos tiempos, ha sido siempre una encíclica programática. Muchos recuerdan la Redemptor Hominis de Juan Pablo II, que don Giussani escogió como texto de trabajo para la escuela de comunidad durante el curso de un año y sobre él volvió y comentó repetidamente, deteniéndose fundamentalmente en la expresión: Cristo, centro del cosmos y de la historia.
Los que tienen más edad puede que también recuerden la Ecclesiam Suam de Pablo VI, que Giussani incluyó, de forma antológica, entre los textos de meditación durante los Ejercicios espirituales en Varigotti en septiembre de 1963, pocas semanas después de su publicación. Se trata de textos programáticos porque de una forma u otra se encontraba en ellos una lectura sobre la situación presente de la Iglesia y del mundo y un programa de acción para el futuro. Benedicto XVI ha querido cambiar de registro o al menos así ha parecido en el primer anuncio de una encíclica sobre la caridad. ¿En qué sentido la caridad podría ser un programa? ¿En qué sentido guardaría relación con los hombres de todo el mundo en la actualidad?
Si intentamos entender en profundidad la intención del Papa, descubriremos que, en realidad, ahí donde parece no perderse en un análisis del tiempo presente, comprende su necesidad más profunda: la reconciliación entre los deseos del hombre y el amor, que hoy en día parecen estar irremediablemente separados. Anders Nygren, en un libro merecidamente famoso publicado en 1930, había escrito que entre el agapé cristiano (agapé es el término griego que San Pablo y San Juan emplearon para denominar el amor de Dios) y el eros griego (eros es, al contrario, entre otros, el término platónico que describe el amor como atracción, sobre todo entre personas) no existía posibilidad de encuentro.
El deseo
Se planteaban así las premisas de una separación entre la vida, constituida de infinitos deseos, y Dios, que, según Nygren, quería reinar sobre la muerte de nuestros deseos. ¿Es así el cristianismo? ¿Es esto lo que la Iglesia quiere para sus hijos y para los hombres de la tierra? La Encíclica parte de este punto, para invertir radicalmente la hipótesis de Nygren, que ya había atravesado el mundo occidental, desde finales del Medievo, con el “dolce stil novo” y su amor angelical, su amor “en la distancia”. Deseo es una palabra muy querida por Joseph Ratzinger y revela las cuestiones hacia las que dirige su atención: los Padres, en particular Agustín, y el hombre contemporáneo. Agustín había hecho del deseo uno de los ejes fundamentales de su filosofía y su teología. No podía ser de otro modo. Él sintió como pocos la vibración en todas sus cuerdas de los deseos humanos y enfocó todo su camino de búsqueda de la verdad y del bien como ansiosa e inquieta peregrinación hacia un lugar, un “tú” en el que hallar respuesta. El deseo, o el eros, es, de hecho, el amor en cuanto que éste siente en sí la ausencia de lo amado: es el amor que quiere tener aquello que le falta, que se pone en camino y acepta la lucha. «¿Es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia? ¿O es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad?», se preguntaba Eliot, en su, para nosotros, conocida obra. Toda la encíclica del Papa se sitúa en el arco de esta pregunta. Es indudable, por una parte, que, por ejemplo, siguiendo a Aristóteles, el Medievo cristiano occidental había vivido una fractura entre eros y agapé, entre amor como deseo pasional y amor como don gratuito de sí mismo, o caridad.
Eros y agapé
Pero la Edad Media no fue tan sólo esto: basta pensar en los Padres orientales, en los grandes místicos como san Bernardo o Guillermo de Saint Thierry, en san Francisco o en los poetas como Dante. El Papa llega a afirmar que debe atribuirse a la revelación cristiana, preparada en el Antiguo Testamento, la destrucción de la progresiva fractura entre eros y agapé y el haber mostrado su íntima necesidad recíproca. El centro de la encíclica consiste, pues, en una lectura de la historia de la salvación, con el mismo lenguaje empleado por los profetas bíblicos, que remite a las dimensiones constitutivas del amor. El eros es amor en cuanto deseo pasional de un bien que falta, deseo dirigido, en tensión, hacia a la unión con éste. Desde el momento en que Dios creó al hombre, se puede decir que el eros entró en Dios, que siente en sí mismo la nostalgia de nuestro retorno a Él y reclama con pasión la respuesta de nuestro corazón. Basta pensar en las parábolas del capítulo 15 del evangelio de Lucas: la oveja perdida y el hijo pródigo. Un amante desea el amor de la amada. Esta verdad le es revelada al hombre progresivamente a través de la historia de la alianza entre Dios y el pueblo que ha elegido el amor escogido y total. A partir del profeta Oseas, la Biblia nos presenta el drama del amor entre Dios y el pueblo de Israel con imágenes de turbadora intensidad. El Cantar de los Cantares es, entre otros, el libro bíblico en el que la naturaleza “erótica” de la relación entre Dios y la criatura encuentra su expresión suprema. Si el amor es entendido como eros y deseo de unión con lo amado, se hace claro cómo sólo con la encarnación del Verbo se revela plenamente el eros de Dios por el hombre. Pero este eros es, al mismo tiempo, agapé, don de sí mismo, pues es un amor que desciende a la búsqueda del amado y se sacrifica por el hombre hasta el don supremo de la vida. Ante Cristo se hacen comprensibles las palabras del Cantar sobre el mal y la muerte del otro: fuerte como la muerte es el amor, tenaz como los infiernos y la envidia.
Caridad, don de sí mismo
En la Eucaristía es –prosigue el Papa– donde, de forma eminente, contemplamos y descubrimos el misterio del eros-agapé de Dios por el hombre. La imagen del entusiasmo de Dios por Israel se convierte en una realidad previamente inimaginable. Gracias al don que Dios hace de sí mismo, entramos en comunión con su cuerpo y su sangre, nos unimos a su vida. Se hace patente en esto la familiaridad del papa Ratzinger con el misterio eucarístico, que se revela como la clave para la comprensión de todo su magisterio actual. Se entiende, así, que la auténtica caridad cristiana, lejos de contraponerse al eros, es, en realidad, su cumplimiento. Sólo porque el hombre (en la comunión cristiana) experimenta hacia sí el amor apasionado de Dios por él puede donarse libremente al prójimo, al percibir en el prójimo la imagen del “Predilecto”: Jesucristo. Así concluye la primera parte de la encíclica del Papa.
El ejercicio de la caridad
La segunda parte, dedicada al ejercicio de la caridad por la Iglesia, toma en consideración las estructuras caritativas nacidas en el curso de estos siglos en el seno de la comunidad eclesial, en particular Cáritas. En su intervención improvisada del 18 de enero, el Papa –refiriéndose expresamente a esta segunda parte de la encíclica– ha mantenido que la Iglesia, «también como Iglesia, como comunidad, de modo institucional, debe amar. Y esta “Caritas” no es una pura organización, similar a otras organizaciones filantrópicas, sino una expresión necesaria del acto más profundo del amor personal con el que Dios nos ha creado». * Huellas abordará la segunda parte de la Encíclica en el próximo número, proponiendo testimonios de personas y obras que se han confrontado con el contenido de la encíclica.
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