Un hombrecillo solitario. Él lo sabía, pero no le importaba. Le bastó la Belleza que colmó su vacío, tal como atestiguan los sentimientos profundos del músico que revelan sus cartas
Hay un Mozart poco conocido, insatisfecho y serio, pensativo y animado por un intenso sentido religioso, que probablemente el aniversario del nacimiento, 1756, no nos contará. Es difícil descubrirlo leyendo su epistolario, porque las cartas de Mozart son como un paraje de arenas movedizas. Wolfgang se disfraza continuamente con máscaras diferentes, cambia de estilo según el interlocutor al que escribe. Modifica el lenguaje en virtud de los objetivos que pretende conseguir. Gran hombre de teatro, en el arte y en la vida.
Si escribe a su padre asume un tono serio, reverente, de buen hijo, educado y muy devoto. «Durante un largo período, incluso antes de casarnos, Constanza y yo acudimos a la Santa Misa, a confesarnos y a comulgar, y he constatado no haber rezado nunca con más fervor, no haberme confesado nunca con más devoción como cuando la tuve a mi lado, y también para ella fue así. En una palabra, estamos hechos el uno para el otro». A quien le pide prestado dinero, en cambio, escribe suplicante, humilde, formal, asumiendo un tono de recitativo acompañado. En cualquier ocasión, juega: ama las palabrotas, escribe las palabras al revés, las trunca a medias, cambia el orden, inventa nombres, frases en código, siglas, puntos suspensivos.
Imagen edulcorada
Después de su muerte, su mujer, Constanza, destruyó muchas de sus cartas para crear la imagen del eterno niño, imagen edulcorada, limpia, perfecta. Por ese motivo, también las cartas que han sobrevivido están llenas de borrones.
Otras cartas son invenciones modernas. Aquella famosa sobre la muerte, dirigida a Lorenzo Da Ponte, fechada en septiembre de 1791 («Ya no tengo nada que temer, ahora que mi hora ha llegado y estoy a punto de exhalar. Voy a acabar antes de haber gozado de mi talento. La vida me sonreía, mi carrera corría bajo buenos auspicios, pero nuestro destino no se puede cambiar. Nadie conoce sus días, hace falta resignarse, será lo que la Providencia disponga, voy a morir, he aquí mi canto fúnebre, no debo dejarlo imperfecto») no existe, nunca nadie la vio, y se ha transmitido durante siglos a partir de no sé qué fuente turbia.
Además, nunca sabremos si en sus cartas Mozart fingía o decía la verdad. Nadie ha escrito tanto y, sin embargo, nadie como él se esconde detrás de un río de tinta. Mozart pertenece al bando de los silenciosos. Cuanto más escribe, menos se deja capturar.
Un cierto vacío
Sin embargo, entre líneas, distraídamente, entre murmullos y un sinfín de banalidades, Mozart pone al desnudo su corazón. Así escribe a su mujer, el 7 de julio de 1791: «No logro explicarte mi impresión. Es un cierto vacío –que me hace daño–, un cierto deseo, que no se satisface nunca, y por lo tanto nunca interrumpe, dura siempre, más aún, se acrecienta día tras día. Si pienso en lo alegres e infantiles que fuimos juntos en Baden, qué horas tristes y aburridas en cambio paso aquí... Tampoco mi trabajo me consuela». Que Wolfgang afirme que tampoco su música le basta es algo absolutamente revolucionario... Emerge aquí un Mozart que se identifica plenamente con Don Giovanni: cuanto más cree agarrar la vida, más aumenta su sed. Cuanto más conquista, más siente la soledad que lo roza. Mozart sabe que ha recibido un don, la música, que ha llenado el vacío de una vida normal, deslucida, absolutamente banal. He aquí cómo describe uno de sus días: «El 27 a la Misa de siete y media o algo así, luego a casa de Lodron o algo así, luego no fui con los Mayr, que se quedaron en casa. Tarde padecida en casa de la condesa Wicka, jugando a las cartas o algo así. La mañana después llovió. Por la tarde el tiempo se serenó. ¡Ay, tiempo! ¡Ay, se serenó! ¡Ay, bonito! ¡Ay, tarde! ¡Ay, lluvia! ¡Ay, mañana!».
Talento dado por Dios
Los biógrafos que lo conocieron personalmente lo describen como un hombrecillo insignificante, solitario, taciturno. Él lo sabía, pero no le importaba. Le bastó con sacar partido de aquel talento que Dios le había concedido. Le bastó describir el dolor y el regocijo, la certeza, la fatiga del vivir, la vibración del corazón, los encantos del alma, como nadie supo jamás hacer. Mozart acontece, irrumpe, ahonda allí donde la técnica no puede llegar: en el Ser, en la muerte, en el hombre frente al Infinito. Mozart observa y describe lo humano con una fidelidad fortísima: siente que hay algo atractivo en la realidad y lo busca por doquier. Su música enciende nuestro deseo de vida y de belleza. Mozart afirma siempre algo distinto de sí mismo. Sólo describe lo que ha visto. No crea de la nada. Cuida de lo que hay: la fidelidad de un sirvo (Leporello), la dulzura de una mirada de mujer enamorada (el Agnus Dei de la Misa de la Coronación o la Condesa de Las bodas de Fígaro, son lo mismo), el Misterio de la Encarnación (en la Misa K 427). La belleza no le asusta ni incomoda nunca. No le incomodó jamás porque se sabía indigno de ella, inmoral, porque nunca la hubiera merecido (Giussani escribe al respecto: «Mozart es una figura llena de inoherencias y de limitaciones humanas»). En cambio, siempre buscó la belleza. Y cuando la encontró y la reconoció, no la abandonó jamás: el rostro (¡y la voz!) de las mujeres que pueblan su teatro; la tremenda majestad del Omnipotente, la fiebre de vida y de conocimiento de la Flauta Mágica. Mozart se fija en el atractivo de lo real y lo sigue.
Escuchando su música, Mozart nos hace querer a Cristo y a la Virgen como no ocurría desde hacía siglos. La música que ha escrito es la pregunta del Buen Ladrón, es la afirmación del centurión, es la mirada cariñosa de la Samaritana y el llanto de la Magdalena, figuras no definidas por sus límites, sino confiadas completamente a la Presencia extraordinaria que habían encontrado.
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