A los 250 años del nacimiento, un retrato de uno de los más grandes genios de la historia de la música, que ocultaba a los demás sus verdaderos sentimientos tras una máscara jocosa y teatrera, pero que supo unir el cielo y la tierra con su música
1756-2006: ¡Wolfgang cumple 250 años!
El eterno niño que estuvo en boca de todo el mundo desde antes de los seis años, que creciendo dejó boquiabiertos a príncipes, emperadores y papas, y al final de su vida encontró descanso en una fosa común, no ha dejado de influir a lo largo de estos dos siglos y medio en la conciencia cultural europea y en la de cada uno de nosotros.
Sí, porque su actitud irresistiblemente positiva hacia las cosas, su valor a la hora de resaltar los límites y la grandeza del hombre y, sobre todo, su asombrosa capacidad de plasmar juntas esas dos cimas contradictorias, nobleza y miseria, bondad y malicia, misericordia y pecado, sin exasperar la una contra la otra, sin borrar un dato para exaltar el otro, son el sello de su personalidad. Es el mismo sello de la tradición cristiana auténtica. He aquí el misterio de su excelencia: todo lo que es humano (realmente todo) es querido, ante nuestro asombro, por el Misterio que se hace compañero de camino del hombre.
Somos deudores de Wolfgang porque, gracias a él, el Misterio se ha revestido de “música”.
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