Publicamos los apuntes de la presentación del libro de Massimo Borghesi El sujeto ausente. Educación y escuela entre el nihilismo y la memoria, que tuvo lugar en el marco de la campaña a favor de la educación
El problema que nos ocupa es el problema educativo, haciendo especial hincapié en la disyuntiva entre el nihilismo y la memoria en la que se encuentra la “escuela” hoy. Como vemos todos los días en las noticias y en la prensa, la educación constituye un problema central en nuestro tiempo. El mundo contemporáneo se halla impotente ante lo que denomina “nihilismo”, aunque un término más exacto podría ser una especie de indiferencia o apatía que afecta al hombre europeo.
Dos vertientes opuestas
Se trata de un fenómeno social que se ha puesto de manifiesto en Francia e Inglaterra, pero también en el mundo islámico. Abdullah de Jordania en el Corriere della Sera aseveraba recientemente: «El problema del islam es un problema de educación». Porque los terroristas son, en el fondo, los nihilistas islámicos, los herejes del islam. Según dice el rey de Jordania, en las mezquitas y las escuelas ocurre que los jóvenes no son educados en el verdadero sentido del islam.
Podemos observar, en efecto, que el problema educativo se evidencia hoy en dos vertientes opuestas: por una parte, una posición fundamentalista, que justifica la violencia contra culturas distintas de la propia y por otra, más comúnmente, un escepticismo difundido que renuncia a cualquier valor y que se podría identificar con una indiferencia hacia la propia vida y hacia la vida de los demás. Ambas favorecen la desintegración social y el conflicto.
Escepticismo y tolerancia
Según cierta corriente de pensamiento, el escepticismo debería favorecer el diálogo; como se suele decir «cuando no hay verdad somos todos tolerantes». Sin embargo, la realidad demuestra que sólo la búsqueda apasionada de la verdad mueve hacia la unidad. En este sentido, sólo el deseo de la verdad educa, como escribe Savater en su libro, El valor de educar: «Es totalmente cierto que existe una crisis de las disciplinas humanísticas, el relativismo postmoderno que ataca el concepto de verdad es un signo evidente de ello». No hay educación si no hay verdad que transmitir. No se puede enseñar nada si ni siquiera el maestro cree en la verdad de lo que pretende transmitir. La escuela hoy, de hecho, no educa en este deseo de verdad. Esto, a mi juicio, se da por dos motivos.
En primer lugar, por la crisis de la tradición humanística, de la tradición cultural que constituía el contenido de la enseñanza escolar hace 20 ó 30 años en Europa.
En segundo lugar, por la crisis de la figura del maestro. Hoy no tenemos maestros, han desaparecido de nuestras aulas; tan sólo tenemos técnicos de la información, pero no hay nadie que transmita lo que ha descubierto y experimentado como el significado de la vida.
Una distancia abismal
La escuela hoy no informa de manera seria, rigurosa, de modo que la ignorancia crece progresivamente de una generación a otra. Al cabo de muchos años de estudio, después de todo el recorrido escolar, nadie lee un libro. En la universidad los estudiantes no saben redactar y el problema principal del docente acaba siendo el de corregir la forma lingüística de las tesis. Los doctorandos no saben utilizar los puntos y las comas. La juventud de hoy –diría yo con cierto humor– es “bergsoniana”, se expresa con un fluir continuo, interminable, sin puntuación. Hay que saber parar de vez en cuando, poner un punto, acabar una afirmación.
Si la escuela no informa, tampoco forma. Existe una distancia abismal entre conocimiento e interés, entre la escuela y el mundo de la vida. La escuela es el lugar de la lectura y de la escritura, es un lugar aburrido, mientras que en el exterior está el mundo de la imagen, el mundo mediático tan fascinante. ¿Cómo superar esta separación cada vez mayor?
Educar en la memoria
Se dan dos opciones: por un lado están los que dicen que hay que volver a las raíces, a la memoria histórica, a una pertenencia; por otro, los que predican el “universalismo democrático”, cuya tarea educativa es cortar lazos y raíces. Al final se crea una tensión, una dialéctica entre los que distinguen y separan en virtud de una pertenencia particular y los que buscan la uniformidad formal que acomune a todos. En realidad, podemos caer en el juego de opuestos, mientras deberíamos ir más allá de esta falsa oposición. Esto será posible sólo si recuperamos una noción de “memoria” que no sea tirana, porque la educación en la memoria puede ser también la manipulación de la memoria. ¡Cuántos libros de historia se rescriben a partir de un discurso puramente político! El verdadero problema estriba en educar en una memoria auténtica que no sirva al resentimiento o al odio. En Italia, sólo ahora, al cabo de 50 años, se puede hablar tranquilamente, sin matarse unos a otros, sobre fascismo y antifascismo.
El espléndido poema de La Iliada es un ejemplo, un paradigma de memoria autentica, porque Homero habla de griegos y troyanos acomunados por la misma condición humana: el destino mortal condiciona tristemente a todos por igual. Por ello, La Iliada contiene un profundo mensaje humano que alcanza al hombre de todos los tiempos.
Una universalidad orgánica
La cuestión es cultivar una identidad que se abra a la universalidad sin perderse a sí misma. Es la idea que expresa Guardini al hablar de “universalidad orgánica”. La universalidad orgánica nace de una posición particular que, madurando, profundiza en su identidad y a la vez se abre a la totalidad integrando todo lo que es bueno y verdadero. Una actitud orgánica nace de un particular que se abre a la universalidad; el inevitable juicio previo que todos tenemos debe compararse con todo lo que vamos conociendo. En efecto, cada cual parte de un pre-juicio que le viene de las opiniones de su familia y del entorno en el que vive, pero todo esto debe llegar a ser consciente en la relación que establecemos con la realidad. Es propia de la tradición europea occidental esta capacidad de un particular de abrirse a lo universal. En un espléndido libro, Europa, la vía romana, Rémi Brague, docente de filosofía en La Sorbona, explica cómo en Europa hubo dos culturas que siendo primarias se hicieron secundarias. Por una parte, la Roma antigua, que asimiló plenamente la cultura de la Grecia vencida; por otra, el cristianismo, que asimiló la condición judía, considerándose segunda tras el legado hebreo. Por tanto, Europa nace de esta relación entre Atenas-Roma y Jerusalén con la mediación cristiana. De tal modo que la “romanidad” llega a ser lo que llamamos Europa. En el siglo pasado comienza a utilizarse la palabra “Europa” entre los intelectuales. En realidad decir europeo es decir romano. La auténtica educación se inserta siempre en una tradición cultural.
La educación es siempre un abrazo a partir de una identidad, la comprensión de otro a partir de la conciencia de uno mismo. Para predicar el terrorismo hay que separarse de la tradición cultural y religiosa del propio país o del islam. El ideal no es formar tribus o guetos separados, lugares de identidades conflictivas. La educación debe favorecer la integración. 30Días acaba de publicar un artículo de un profesor de la universidad de Estambul que se titula: La figura de Cristo en el Islam, que ejemplifica esta capacidad de integración, un buen modo de establecer relaciones.
La crisis de la formación humanística
Vamos a abordar ahora el problema educativo clave hoy en día. La escuela en la actualidad ya no puede dar por supuesta la identidad de los estudiantes. Ya no dispone de una tradición cultural que pueda conformar la identidad de los jóvenes europeos. En los años 70 la identidad se formaba en virtud de la familia, y la escuela en cierto sentido podía limitar su tarea a proporcionar sólo información. Actualmente, la crisis de la familia es también crisis de identidad juvenil. El problema de la identidad entra apremiantemente dentro la escuela. La escuela reacciona multiplicando los cursos sobre educación: educación en la salud, educación sexual, educación en la ciudadanía... Esta fragmentación es un índice de la crisis de la escuela. La escuela multiplica cursos sobre educación porque ha fallado precisamente en el objetivo, que es educar; porque cuando se habla demasiado de algo es porque falta.
La escuela trata de dar una formación humanística, pero no lo consigue. Desde hace 30 años la formación humanística está “deconstruida” de forma radical. Es muy significativo que hace una semana, en Italia, en los periódicos salió una carta en la que una serie de intelectuales muy cercanos a la izquierda, de los cuales el más conocido es Umberto Eco, ha firmado un Manifiesto para pedir que se incluya el estudio de la Biblia en los colegios. Porque ya nadie conoce la historia sagrada. Sin la Biblia no se entiende nada de la tradición cultural europea; no se entiende un cuadro, una obra de arte, un libro.
También en la escuela privada católica la preocupación fundamental es de tipo técnico, a parte de una asignatura de moral que sirve de poco. El estudiante que sale de la escuela católica es prácticamente idéntico al que sale de la pública; a este respecto no podemos hacernos ilusiones. Por tanto la pregunta que se nos plantea es: ¿qué hemos de enseñar? Una tradición cultural. Pero, como dice Hannah Arendt, una tradición cultural «es un testamento que las generaciones pasadas entregan a las generaciones futuras». Hacer testamento significa hacer una selección de las cosas más importantes que se quieren transmitir. En la escuela, uno no puede aprenderlo todo, es imposible. Internet y el ordenador han resuelto el problema de la cantidad de información. El colegio debe servir para enseñar el núcleo vital de una tradición cultural y para aprender un método.
Historia sin hombres, literatura sin autor
¿Dónde está hoy el testamento de nuestra cultura? La crisis del testamento es la crisis de la tradición humanística. Tras la II Guerra Mundial en Europa, al menos durante dos o tres generaciones, la escuela tenía una clara orientación humanista nacida del encuentro entre la cultura clásica, la judeo-cristiana y la de la Ilustración. No voy a explicar cómo tuvo lugar la transformación, pero el hecho es que han cambiado los manuales escolares. En los libros de historia han desaparecido los hombres. Se hace una lectura de la historia científica, técnica, objetivante. Este es uno de los motivos más graves de la falta de interés de los alumnos por la historia, porque nadie puede interesarse por hechos del pasado si no tienen relación con la propia humanidad, si no se conoce a las personas que han hecho la historia que se estudia. Un libro de historia sin hombres es algo aburrido, anónimo. Hemos perdido la dimensión narrativa. Un libro de literatura del que sólo se presenta un análisis de las estructuras lingüísticas pierde la vida; la literatura ha sido de alguna manera “esterilizada” y ya no se estudian los clásicos tratando de encontrar una correspondencia existencial con la propia experiencia humana.
La clave del interés
La clave del interés sigue siendo la pregunta sobre el sentido de la vida. La fórmula lingüística es lo que menos importa y, sin embargo, se ha convertido en lo primordial. En definitiva, ha desaparecido el hombre, y ha desaparecido lo que es eterno en el hombre. Ya no se reconoce ese núcleo eterno de lo humano, ese conjunto de exigencias y evidencias que nos ponen en contacto con los hombres del pasado; se crea una fractura entre pasado y presente, una incomunicación. ¿Qué interés tengo en estudiar el hombre de la antigüedad, el hombre de la Edad Media, el hombre de hace dos siglos? ¿Qué es lo que me puede interesar si es un hombre definitivamente pasado, que no tiene ninguna analogía conmigo? Aquello no es historia, sino prehistoria, y entonces se crea una fractura que constituye el problema cultural de hoy en día. Es paradójico cómo produce el relativismo cultural la cerrazón de la cultura. Cada cultura se convierte en una prisión; cada sociedad crea su propio círculo en el que se encierra como en una prisión. ¿Qué interés tiene estudiar a Homero, Virgilio, Dante, Cervantes o Lope de Vega? Hemos vaciado la historia y disuelto la literatura en la crítica literaria. En resumen, el viento del desierto ha barrido cualquier rastro de vida.
La figura del maestro
El formalismo no educa. No es capaz de indicar lo universal en lo particular, es decir, carece del realismo por el cual el yo limitado tiene un sentido infinito. Lo finito es efímero, mortal, pero con una importancia infinita. Occidente no es Oriente. Occidente considera lo finito como muestra del infinito y su realismo es una luz que ilumina las cosas finitas.
Con un hombre que piensa así es posible experimentar una correspondencia. El llanto de Príamo ante su hijo muerto puede continuar correspondiendo hoy a mi experiencia humana. Es posible reconocerse con un hombre del pasado cuando se comprende su humanidad. Este reconocimiento exige la figura del maestro, necesita de ella. Hoy han desaparecido los maestros, que son aquellos que narran, que te muestran el mundo. El nihilismo es el tiempo sin maestros. Maestro es el que indica la correspondencia entre el pasado y el presente; maestro es el que actualiza el pasado mostrando interés por ti y de este modo comunica un método, una correspondencia entre el pasado y el presente.
El que al ser interrogado responde
Homero, Dante, Shakespeare... en todos los clásicos el misterio de la existencia se ilumina. El hombre es parte de este misterio. Es el punto de la naturaleza en que surge la pregunta sobre el ser. El punto de la inquietud, la inquietud que constituye el yo. El maestro educa si despierta esta inquietud. A través de la tradición, la educación enseña a plantearse la pregunta por el sentido del mundo y de la existencia. Como lo era el gran Sócrates, maestro es el que enseña a preguntarse, quien despierta al joven del sueño y lo pone en contacto con la realidad, quien comunica una pasión, un sentimiento de la vida que lo abre al mundo según una “curiositas” que no se detiene hasta el final. Una valoración de la realidad no sólo a través de la escritura sino también de la palabra. El maestro, como afirma Platón en el Fedón, es «el que al ser interrogado responde». Lo escrito, el libro, no responde, pero la respuesta del maestro, a través de la palabra, es siempre nueva. Tanto la escritura como la palabra están al servicio de la visión: el maestro debe abrir, de algún modo, los ojos de sus estudiantes para hacerles percibir lo que él ve.
Se los juzgaba dignos de descubrir el mundo
El maestro introduce en la experiencia del mundo y de la realidad, hace ver el misterio del mundo. En este sentido ver es descubrir, como escribía Péguy.
Concluyo con una cita de Albert Camus, tomada de obra póstuma El primer hombre. Recordando la figura de su maestro de la escuela elemental, escribe: «Con el señor Bernard [la clase] era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo. [Y los chicos] sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con sencillez en su vida personal, la vivía con ellos» (Tusquet, febrero 2001, p.128).
(apuntes no revisados por el autor)
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