Desde hace meses, tanto en España como en Italia, aunque por motivos diferentes, se ha despertado un debate sobre el “valor público” de la fe, es decir, sobre la influencia que la fe cristiana tiene sobre la capacidad de razonar e incidir en la convivencia civil. Se trata de un debate que siempre nos ha interesado profundamente. Comunión y Liberación ha sido objeto de curiosidad y también de polémicas en este sentido: muchos nos miran con simpatía y otros con recelo, porque –en países secularizados– afirmamos que Dios está vivo, está presente y tiene que ver con todo.
Por ejemplo, en España, se ve que el apoyo de la Iglesia a la manifestación contra la LOE (Ley orgánica de educación), está escociendo en el PSOE más allá de lo previsible. Tanto que Pérez Rubalcaba, cerebro gris del gobierno Zapatero, ha dicho que si él acudiera a la Iglesia, buscaría ser confortado en la fe y no ser convocado a una manifestación callejera. Dejando aparte el cinismo que encierra la afirmación, podría servirnos como alusión a semejante debate.
En el extremo contrario de esta actitud, algunos intelectuales laicos han manifestado su discrepancia respecto de posturas laicistas o violentamente antirreligiosas al abordar ciertas cuestiones delicadas para el hombre. Por ejemplo, en Italia, a propósito del referéndum sobre la procreación, algunos de ellos han reconocido un mayor respeto por la razón y una conciencia más aguda de la situación cultural contemporánea en la postura de los católicos. Además, la entrada en escena de fenómenos vinculados a una presunta matriz religiosa, como el terrorismo fundamentalista islámico y la inmigración masiva, plantea cuestiones muy serias respecto de la identidad que se pretende defender. Múltiples hechos señalan el debilitamiento del tejido social, de la capacidad de convivencia y de tensión para servir al bien común.
En este contexto, han supuesto un factor de novedad las personas y el magisterio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, considerados unánimemente entre los escasos interlocutores autorizados por quienes sienten una responsabilidad frente a los graves problemas de nuestra época. Sabemos que el cristianismo se conoce y se comunica mediante una vida y no a través de los debates, por tanto no podemos esperar de ellos un crecimiento de la fe. Sin embargo, se hace patente en algunas intervenciones cómo el cristianismo ejerce una atracción fortísima sobre hombres que por su altura intelectual y humana, no se atrincheran detrás de prejuicios o de cálculos. ¿Por qué?
Lo ha indicado Benedicto XVI en dos ocasiones recientes: en una catequesis del miércoles y en un mensaje dirigido a los participantes en el congreso de Norcia.
Comentando el Salmo 134, el Papa se hizo eco de la apelación de Dios a Israel, que había elegido la idolatría. La disyuntiva verdadera no se plantea entre tener o no tener fe en Dios. La fe es un don, una gracia. La verdadera alternativa se da entre quien acepta, incluso dramáticamente, la hipótesis de que Dios exista, y quien la excluye a priori, quedando esclavo de los ídolos, «hechura de manos humanas». Hoy resulta evidente que existe un sinfín de ídolos que no satisfacen al corazón del hombre y lo dejan en una aturdida desesperación, indiferente a todo y a todos. Muchas personalidades del mundo laico han tocado con sus manos la ceguera de tantos ídolos. Y el mayor ídolo que el siglo pasado ha entronizado es precisamente el Estado.
Cuando el Papa señala que hay algo que está antes que el Estado, que existe un Padre que ha inscrito en la naturaleza de sus hijos algo inviolable, algunos predicadores laicos levantan gritos y barreras para no poner en tela de juicio sus certezas, como si nadie tuviera derecho a juzgarlas. En cambio los hombres libres, tengan o no tengan fe, que no cierran la puerta a la posibilidad de que suceda una novedad, reconocen en las palabras del Papa algo que es racionalmente verdadero y urgente.
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