Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles 5 de octubre comenta la segunda parte del Salmo 134 (13-21)
El Salmo 134, canto de tono pascual, nos es presentado por la Liturgia de las Vísperas en dos pasajes distintos. Acabamos de escuchar la segunda parte (cf. vv. 13-21), sellada por el aleluya, la exclamación de alabanza al Señor con la que había comenzado el Salmo. Después de haber conmemorado en la primera parte del himno el acontecimiento del Éxodo, corazón de la celebración pascual de Israel, ahora el salmista pone en confrontación de manera incisiva dos visiones religiosas diferentes. Por un lado, se presenta la figura del Dios vivo y personal, que está en el centro de la auténtica fe (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica, el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que «guía» a sus fieles, se «compadece» de ellos, apoyándoles con la potencia de su amor.
Una religiosidad desviada y engañosa
Por otro lado aparece la idolatría (cf. vv. 15-18), expresión de una religiosidad desviada y engañosa. Del hecho, el ídolo no es más que «hechura de manos humanas», un producto de deseos humanos; es por tanto incapaz de superar los límites de la criatura. Ciertamente tiene una forma humana con boca, ojos, oídos, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente como una estatua inanimada (cf. Sal 113B,4-8).
El destino de quien adora a estas realidades muertas es el de hacerse semejante a ellas, impotente, frágil, inerte. En estos versículos se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en la «obra de sus manos», poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en la materia. Por desgracia, le sucede lo que ya describía eficazmente el profeta Isaías: «A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá: “¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?”» (Is 44, 20).
Un abrazo de salvación
El salmo 134, tras esta meditación sobre la verdadera y la falsa religión, sobre la fe genuina en el Señor del universo y de la historia y sobre la idolatría concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que presenta una serie de figuras presentes en el culto realizado en el templo de Sión (cf. Sal 113B, 9-13).
Desde toda la comunidad reunida en el templo se eleva a Dios creador del universo y salvador de su pueblo una bendición conjunta, expresada en la diversidad de sus voces y en la humildad de a fe. La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la Palabra divina que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero es también el ámbito desde el que se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que encuentra su cumplimiento precisamente en la celebración litúrgica.
Tienen ojos, pero no ven
Al comentar los versículos de este Salmo sobre los ídolos y la semejanza que adquieren quienes confían en ellos (cf. Sal 134, 15-18), san Agustín observa: «De hecho, creedlo, hermanos, se graba en ellos una cierta semejanza a sus ídolos: no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen oídos, pero escuchan lo que les grita Dios: “Quien tiene oídos para oír que escuche”. Tienen ojos, pero no ven: es decir los ojos del cuerpo, pero no los ojos de la fe». Del mismo modo, «tienen nariz pero no perciben el olor. No son capaces de percibir ese olor del que habla el apóstol: somos el buen olor de Cristo en todo lugar (cf. 2Co 2,15). ¿De qué les sirve tener nariz, si con ella no pueden respirar el suave perfume de Cristo?».
De todas estas piedras surgen hijos de Abrahán
Es verdad, reconoce Agustín, permanecen todavía personas ligadas a la idolatría; «sin embargo, cada día hay personas que, convencidas de los milagros de Cristo Señor, abrazan la fe. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices que antes estaban obturadas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se estiran los pies de los cojos. De todas estas piedras surgen hijos de Abrahán (cf. Mt 3, 9). A todos estos, por tanto, hay que decirles: “Casa de Israel, bendice al Señor”. ¡Bendecid al Señor, vosotros, pueblos todos! Esto significa “Casa de Israel”. ¡Bendecidle, vosotros, prelados de la Iglesia! Esto significa “Casa de Aarón”. ¡Bendecidle, ministros! Esto significa “Casa de Leví”. Y, ¿qué decir de las demás naciones? “Fieles del Señor, bendecid al Señor”».
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