Meditación tras la lectio brevis de la Hora Tercia, al comienzo de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía. Roma, 3 de octubre de 2005
Queridos hermanos: Este texto de la hora Tercia de hoy implica cinco imperativos y una promesa. Tratemos de comprender un poco mejor qué quiere decirnos el Apóstol con estas palabras.
El primer imperativo es muy frecuente en las cartas de san Pablo, más aún, se podría decir que es casi el “cantus firmus” de su pensamiento: “gaudete”.
En una vida tan atormentada como la suya, una vida llena de persecuciones, de hambre, de sufrimientos de todo tipo, siempre está presente, sin embargo, una palabra clave: “gaudete”. Surge aquí la pregunta: ¿es posible mandar a la alegría? Queremos decir que la alegría viene o no viene, pero no puede imponerse como un deber. Y aquí nos ayuda pensar en el texto sobre la alegría más conocido de las cartas paulinas, el del domingo “Gaudete”, en el corazón de la liturgia de Adviento: «Gaudete, iterum dico, gaudete, quia Dominus prope est».
Gaudete
Aquí vemos el motivo por el cual san Pablo en todos sus sufrimientos, en todas sus tribulaciones, sólo podía decir a los demás “gaudete”; podía decirlo, porque en él mismo estaba presente la alegría: «Gaudete, Dominus enim prope est».
Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí; si estoy convencido de que aquel que me ama está cerca de mí, incluso en las situaciones de tribulación, en lo hondo del corazón reina una alegría que es mayor que todos los sufrimientos.
El Apóstol puede decir “gaudete” porque el Señor está cerca de cada uno de nosotros. Y así, en realidad, este imperativo es una invitación a sentir la presencia del Señor cerca de nosotros. Es una sensibilización ante la presencia del Señor. El Apóstol quiere que percibamos esta presencia, oculta pero muy real, de Cristo cerca de cada uno de nosotros. A cada uno de nosotros se dirigen las palabras del Apocalipsis: «Llamo a tu puerta, óyeme, ábreme».
Por tanto, es también una invitación a ser sensibles a esta presencia del Señor que llama a nuestra puerta. No debemos ser sordos a él; los oídos de nuestro corazón están tan llenos de muchos ruidos del mundo, que no podemos percibir esta presencia silenciosa que llama a nuestra puerta. Al mismo tiempo, analicemos si estamos realmente dispuestos a abrir las puertas de nuestro corazón; o, quizá, este corazón está tan lleno de otras muchas cosas, que no hay lugar en él para el Señor, y por el momento no tenemos tiempo para el Señor. Así, insensibles, sordos a su presencia, llenos de otras cosas, no percibimos lo esencial: él llama a nuestra puerta, está cerca de nosotros y así está cerca la verdadera alegría, que es más fuerte que todas las tristezas del mundo, de nuestra vida.
Por tanto, en el contexto de este primer imperativo, oremos así: «Señor, haznos sensibles a tu presencia; ayúdanos a escucharte, a no ser sordos a ti; ayúdanos a tener un corazón libre, abierto a ti».
Llamados a ser lo que somos
El segundo imperativo, «perfecti estote», tal como se lee en el texto latino, parece coincidir con las palabras finales del sermón de la Montaña: «Perfecti estote sicut Pater vester caelestis perfectus est». Estas palabras nos invitan a ser lo que somos: imágenes de Dios, seres creados en relación con el Señor, “espejo” en el que se refleja la luz del Señor. No vivir el cristianismo según la letra, no escuchar la sagrada Escritura según la letra es a menudo difícil, históricamente discutible; debemos ir más allá de la letra, de la realidad presente, hacia el Señor que nos habla y, así, a la unión con Dios. Pero si vemos el texto griego, encontramos otro verbo, «catartizesthe», y esta palabra significa rehacer, reparar un instrumento, hacer que de nuevo funcione bien. El ejemplo más frecuente para los Apóstoles es arreglar una red de pesca que ya no está en buenas condiciones, que ya casi no sirve; arreglar la red de modo que pueda servir de nuevo para la pesca, hacer que vuelva a ser un buen instrumento para esa labor.
Otro ejemplo: con un instrumento musical de cuerdas, que tiene una cuerda rota, no se puede tocar bien una pieza musical. Así, en este imperativo nuestra alma es como una red apostólica que, sin embargo, a menudo casi no sirve, porque está desgarrada por nuestras intenciones; o como un instrumento musical en el que, por desgracia, alguna cuerda está rota y, por tanto, la música de Dios, que debería sonar en lo más hondo de nuestra alma, ya no resuena bien. Arreglar este instrumento, conocer las laceraciones, las destrucciones, las negligencias, lo descuidado que está, y tratar de que este instrumento sea perfecto, sea completo, de modo que cumpla el fin para el que el Señor lo ha creado.
Y así este imperativo puede ser también una invitación al examen regular de conciencia, para ver cómo está mi instrumento, hasta qué punto está descuidado, o ya no funciona, para tratar de que vuelva a funcionar. Es también una invitación al sacramento de la Reconciliación, en el que Dios mismo arregla este instrumento y nos da de nuevo la plenitud, la perfección, la funcionalidad, para que en esta alma pueda resonar la alabanza a Dios.
La corrección fraterna
Luego, «exhortamini invicem». La corrección fraterna es una obra de misericordia. Ninguno de nosotros se ve bien a sí mismo, nadie ve bien sus faltas. Por eso, es un acto de amor, para complementarnos unos a otros, para ayudarnos a vernos mejor, a corregirnos. Pienso que precisamente una de las funciones de la colegialidad es la de ayudarnos, también en el sentido del imperativo anterior, a conocer las lagunas que nosotros mismos no queremos ver –«ab occultis meis munda me», dice el Salmo–, a ayudarnos a abrirnos y a ver estas cosas.
Naturalmente, esta gran obra de misericordia, ayudarnos unos a otros para que cada uno pueda recuperar realmente su integridad, para que vuelva a funcionar como instrumento de Dios, exige mucha humildad y mucho amor. Sólo si viene de un corazón humilde, que no se pone por encima del otro, que no se cree mejor que el otro, sino sólo humilde instrumento para ayudarse recíprocamente. Sólo si se siente esta profunda y verdadera humildad, si se siente que estas palabras vienen del amor común, del afecto colegial en el que queremos juntos servir a Dios, podemos ayudarnos en este sentido con un gran acto de amor.
También aquí el texto griego añade algún matiz; la palabra griega es «paracaleisthe»e; es la misma raíz de la que viene también la palabra «Paracletos, paraclesis», consolar. No sólo corregir, sino también consolar, compartir los sufrimientos del otro, ayudarle en sus dificultades. Y también esto me parece un gran acto de verdadero afecto colegial. En las numerosas situaciones difíciles que se presentan hoy en nuestra pastoral, hay quien se encuentra realmente un poco desesperado, no ve cómo puede salir adelante. En ese momento necesita consuelo, necesita a alguien que le acompañe en su soledad interior y realice la obra del Espíritu Santo, del Consolador: darle ánimo, estar a su lado, apoyarnos recíprocamente, con la ayuda del Espíritu Santo mismo, que es el gran Paráclito, el Consolador, nuestro Abogado que nos ayuda. Por tanto, es una invitación a realizar nosotros mismos «ad invicem» la obra del Espíritu Santo Paráclito.
Tened la misma sensibilidad
«Idem sapite»: esta expresión deriva de la palabra latina “sapor”, sabor: Tened el mismo sabor por las cosas, tened la misma visión fundamental de la realidad, con todas las diferencias, que no sólo son legítimas, sino también necesarias; pero tened «eundem saporem», tened la misma sensibilidad. El texto griego dice «froneite» lo mismo, es decir, tened fundamentalmente el mismo pensamiento. Para tener fundamentalmente un pensamiento común que nos ayude a guiar juntos la santa Iglesia, debemos compartir la fe, que ninguno de nosotros ha inventado, sino que es la fe de la Iglesia, nuestro fundamento común, sobre el que estamos y trabajamos.
Por tanto, es una invitación a insertarnos siempre de nuevo en este pensamiento común, en esta fe que nos precede. «Ne respicias peccata nostra sed fidem Ecclesiae tuae»: lo que el Señor busca en nosotros es la fe de la Iglesia, y también el perdón de los pecados. Tener esta misma fe común. Podemos, debemos vivir esta fe, cada uno con su originalidad, pero sabiendo siempre que esta fe nos precede. Y debemos comunicar a todos los demás la fe común. Este elemento nos lleva ya a hablar del último imperativo, que nos da la paz profunda entre nosotros.
Y en este punto podemos pensar también en «touto froneite», en otro texto de la carta a los Filipenses, al inicio del gran himno sobre el Señor, donde el Apóstol nos dice: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo», entrad en la «fronesis», en el «fronein», en el pensar de Cristo. Así pues, podemos tener todos juntos la fe de la Iglesia, porque con esta fe entramos en los pensamientos, en los sentimientos del Señor. Pensar con Cristo.
Pensar con Cristo
Esta es la última consideración de esa exhortación del Apóstol: pensar con el pensamiento de Cristo. Y podemos hacerlo leyendo la sagrada Escritura, en la que los pensamientos de Cristo son Palabra, nos hablan. En este sentido, deberíamos ejercitarnos en la «lectio divina», descubrir en las Escrituras el pensamiento de Cristo, aprender a pensar con Cristo, a pensar con el pensamiento de Cristo para tener los mismos sentimientos de Cristo, para poder dar a los demás también el pensamiento de Cristo, los sentimientos de Cristo.
Así el último imperativo: «Pacem habete» (en griego, eireneuete), es casi la síntesis de los cuatro imperativos anteriores. Estando en unión con Dios, que es nuestra paz, con Cristo, que nos dijo: «pacem dabo vobis», estamos en paz interior, porque estar en el pensamiento de Cristo unifica nuestro ser. Las dificultades, los contrastes de nuestra alma se unen; estamos unidos al original, a Aquel de quien somos imagen con el pensamiento de Cristo. Así nace la paz interior, y sólo si tenemos una profunda paz interior podemos ser también personas de paz para los demás en el mundo.
Aquí nos preguntamos: ¿esa promesa está condicionada por los imperativos?; es decir, ¿este Dios de la paz está con nosotros sólo en la medida en que podemos realizar los imperativos? ¿Cómo es la relación entre imperativo y promesa?
Yo diría que es bilateral; es decir, la promesa precede a los imperativos, hace realizables los imperativos y sigue también a esa realización de los imperativos. Antes de que nosotros hagamos algo, el Dios del amor y de la paz se ha abierto a nosotros, está con nosotros. En la Revelación que comenzó en el Antiguo Testamento, Dios vino a nosotros con su amor, con su paz.
Emmanuel
Y, finalmente, en la Encarnación se hizo Dios con nosotros, Emmanuel. Con nosotros está este Dios de la paz que se hizo carne con nuestra carne, sangre de nuestra sangre. Es hombre con nosotros y abraza todo el ser humano. En la crucifixión, y en el descenso al lugar de la muerte, se hizo totalmente uno con nosotros, nos precede con su amor, abraza ante todo nuestro obrar. Y este es nuestro gran consuelo. Dios nos precede. Ya lo ha hecho todo. Nos ha dado paz, perdón y amor. Está con nosotros. Y sólo porque está con nosotros, porque en el bautismo hemos recibido su gracia, en la confirmación el Espíritu Santo y en el sacramento del Orden su misión, podemos ahora actuar nosotros, cooperar con su presencia que nos precede. Todo este actuar nuestro del que hablan los cinco imperativos es cooperar, colaborar con el Dios de la paz, que está con nosotros.
Pero, por otra parte, vale en la medida en que realmente entramos en esta presencia que ha donado, en este don ya presente en nuestro ser. Crece naturalmente su presencia, su estar con nosotros. Pidamos al Señor que nos enseñe a colaborar con su gracia precedente y que así esté realmente siempre con nosotros. Amén.
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