En la pantalla del salón se proyecta un vídeo con imágenes de obras de caridad que asisten a chavales con dificultad, chicos abandonados o con familias deshechas a sus espaldas, víctimas de abusos o incomprensión. Son obras de caridad que pertenecen a la CDO en Nápoles, Padua, Turín, Varese, Pésaro y Forlí. Ofrecen a los chicos que no consiguen terminar sus estudios o no pueden seguir un ritmo “normal”, porque tienen “capacidades distintas”, una “oportunidad alternativa a la cárcel”. Pero también ayudan a los que quieren aprender un trabajo o a los que, simplemente, necesitan una pequeña ayuda para los exámenes. «En el colegio me aburría. Aquí en cambio me atienden con cariño. Si no entiendo una cosa me la vuelven a explicar. Me animan». «Aquí me han enseñado a afrontar los problemas; por mi carácter huiría». «¿Por qué crees que lo hacen?», pregunta el entrevistador. «Creo que porque nos quieren». Este es el quid: querer a la persona, acompañarla en sus dificultades, que para algunos son escollos enormes. Estos chicos necesitan compartir su vida con alguien que les ame... a través de la enseñanza de un oficio, por ejemplo. Para amar es preciso ser amados, alguien tiene que haberse apiadado de nuestros límites y miserias, pequeñas o grandes (pues de otra forma se trataría sólo de asistencia social). Ya se llamen Aslam, Cometa, In-Presa, Edimar, Centros de solidaridad, Plaza de los Oficios, Coop. Solidaridad, La Strada, L’imprevisto, Portofranco o Solidarietà Intrapresa, se trata siempre y únicamente de caridad.
Piernas que amputar, quemaduras provocadas por castigos de madres o hermanos, hombres medio devorados por cocodrilos. ¡Es la antesala del infierno! O las urgencias de un hospital. Andrea Rizzi, joven cirujano, vive desde hace algunos años en Uganda con su mujer y trabaja en el hospital de Hoima. Cuando uno tiene en mano los aperos del oficio le viene la tentación de creer que puede resolver casos desesperados, de ser un pequeño “colega de Dios”. Pero enseguida llega la derrota: la realidad te supera y desbarata a menudo tus intentos de organizarla. «Una tarde –cuenta– volví a casa con ganas de vomitar por todo lo que había visto. Me sentía como el que teniendo un colador en la mano, intenta tapar los agujeros: el agua se cuela lo mismo. “Nos volvemos a Italia”, le dije a mi mujer, y ella: “¿Crees que estás aquí para resolver los problemas de África? Recuerda por qué estamos aquí, piensa en el camino que nos ha traído hasta aquí. Piensa en todas las personas con las que hemos compartido nuestro deseo de venir a África, en las que están aquí en Uganda y comparten nuestra vida, el padre Tiboni, Pippo, Manolita y Stefano”». De esas palabras nació una intuición: «El primero que era objeto de caridad –explica Andrea– era yo, estaba allí porque alguien había sido caritativo conmigo cuando era un novato en medicina... Se me pedía amar el destino de las personas que tenía ante mi bisturí, aunque no pudiera salvarlas... Esta gente necesita como nosotros comprender y encontrar a alguien que testimonie que la vida tiene un sentido, que existe una belleza, una verdad y una razón para vivir, que tu marido y tu hijo tienen un valor. Hemos tenido la suerte de hallar el tesoro de la vida, se nos pide que lo demos a todos». Para vivir la caridad hace falta haberla recibido, y amar a las personas, una a una. En este punto no hay diferencia entre trabajar entre cocodrilos o en el hospital de Lodi.
La historia de Marcos y Cleuza Zerbini es ya conocida para los lectores de Huellas (ver junio 2005). Primero él y después ella cuentan cómo empezaron hace años a ocuparse de los favelados de Sâo Paulo, en Brasil. Comenzaron comprando terrenos para construir casas; obtuvieron del gobernador servicios básicos: agua, colegio, autobús; luego, muchas otras conquistas del Movimiento de los Trabajadores sin Tierra del que Cleuza es presidenta. Marcos: «La casa no bastaba: teníamos que formar comunidades antes que casas, para que las personas aprendiesen a amarse y respetarse, pero incluso tras haberlo logrado, nuestro corazón decía que no bastaba». Tres años y medio después, Cleuza conoce a un médico de CL: «Comprendimos que a todos estos esfuerzos les faltaba Cristo. Nuestro deseo de felicidad y el de toda nuestra gente se realiza plenamente en el encuentro con Él. El peso del trabajo se ha vuelto así más ligero, porque nuestra responsabilidad es responder a la llamada de Jesús. Y el resultado depende en última instancia de Dios, no de nosotros. Esa soledad que sentíamos ya no la experimento. Al conocer el movimiento he encontrado lo que siempre había buscado, el Dios vivo en mi vida. Y hoy mi trabajo se ha convertido en misión».
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