Homilía de monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, obispo de Huesca y de Jaca, en la clausura de los Ejercicios espirituales de la Fraternidad en España. Madrid, 8 de mayo de 2005
Casi al final ya de nuestra andadura pascual, la liturgia de la Iglesia nos presenta en este domingo una fiesta entrañable: la Ascensión de Jesús al cielo, su regreso junto al regazo del Padre. Aquellos discípulos sentían que se les partía el alma al oír de labios de Jesús que se marchaba, al verle realmente marchar. Porque fueron casi tres años increíbles, tres años de cielo en tierra. Tantas cosas que oyeron al Maestro que nadie las había dicho como Él. Tantos gestos de vida, de luminosa lumbre capaz de encender y exaltar todas sus preguntas juntas: las más verdaderas. ¿Quién no se iba a resistir a un adiós tan indeseado? ¿Cómo resignarse a semejante e inevitable despedida?
Sólo quien ha tenido que mover al viento el pañuelo de silencio murmurando un “hasta siempre” ante alguien que en verdad se ha querido, sabe algo de este embargo del alma en el trance de una separación. Todo esto nos recoge la escena de esta particular despedida. Habrá una especie de legítima tristeza en los rostros de los discípulos que miraban al cielo, mientras se arrugaban las entrañas cabizbajas de los amigos de Jesús.
Nos preparó para ese trance
Pero el Señor les preparó para ese trance. Sin banalizar el sentimiento noble, y sin plegarse al sentimentalismo inútil, Jesús les dilataría la mirada y el respiro a sus entristecidos amigos. Es bueno que yo me vaya, les dijo, para que vosotros podáis repartir por doquier cuanto habéis oído y cuanto habéis visto, y para que digáis en las azoteas de la historia cuanto yo os he susurrado en la intimidad de estos rincones.
La ascensión de Jesús no es un adiós sin más, no es una despedida que provoca la añoranza sentimental o la pena lastimera, sino que el marcharse del Señor inaugura un modo nuevo de Presencia suya en el mundo, y un modo nuevo también de ejercer su Misión. Es importante entender bien la aparente despedida de Jesús, porque su ascensión no significa, ni en el texto de este Evangelio de san Mateo, ni en la historia que durante dos mil años luego ha transcurrido, una evasión. Más bien Él comienza a estar... de otra manera.
Como dice bellamente San León Magno en una homilía sobre la ascensión del Señor: «Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre, como ahora que al Padre vuelve tampoco se alejará de sus discípulos». Él cuando se hizo hombre no perdió su divinidad (Filp 2,5ss), ni su intimidad con el Padre bienamado, ni su obediencia hasta el final más extremo y abandonado. Ahora que regresa junto a su Padre para sentarse a su derecha (expresión que indica igualdad), no perderá su humanidad, ni su comunión con los suyos todos a los que hizo hermanos.
Nos ha precedido
Nos ha dicho la oración colecta que la ascensión de Jesús es ya nuestra victoria, porque Él que es la cabeza de la Iglesia nos ha precedido a la gloria que nos aguarda a cuantos estamos llamados como miembros de su cuerpo. Por eso, la Ascensión de Jesús, es también algo de nuestra ascensión. Algo de nuestra humanidad ha llevado Él al corazón de Dios. Y algo de su Humanidad ha quedado aquí entre nosotros. Pero, sobre todo su Presencia resucitada es la que nos asegura lo que hemos cantado en el Aleluya: sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 19,20). Jesús no se ha marchado sin nosotros, y nosotros no nos hemos quedado sin Él.
La misión de Jesús, después de su resurrección se prolonga en la misión de sus discípulos, a los cuales entrega el testigo del encargo que recibiera Él de su Padre: ir a todo el mundo, y anunciar la Buena Noticia, como hemos escuchado en el Evangelio. Les constituye en prolongación de lo que Él empezó a decir y a manifestar en Galilea, y que ellos llevarán a todo el mundo, a toda la creación, hasta los confines últimos. Y harán esos signos que evocan el mundo nuevo esperado por los profetas que el mismo Jesús había ya manifestado. (...)
Él nos encarga su misión
Nosotros, que en este domingo celebramos la ascensión del Señor, somos precisamente los destinatarios de esta escena que ahora contemplamos dos mil años después. Como discípulos que somos de Jesús, Él nos encarga su misión, nos hace misioneros de su Buena Noticia enseñando lo que nosotros hemos aprendido, narrando lo que a nosotros nos ha acontecido, lo que nos ha devuelto la luz y la vida, lo «que hemos visto y oído» (1Jn 1,3), como decían los primeros cristianos. Y todo esto es posible, más allá de nuestras vacilaciones y dificultades, porque Jesús se ha comprometido con nosotros, con y a pesar de nuestra pequeñez. Es lo que celebramos los cristianos en la Iglesia, cuerpo de Jesús en plenitud (Ef 1,23). Él no se ha marchado, vive en nosotros y a través nuestro: «ellos fueron y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban» (Mc 16,20).
En la Plaza de San Pedro
Es dulcemente inevitable el que esta escena litúrgica cobre precisamente para nosotros este año una ambientación especial, y que aquella despedida de Jesús y sus discípulos sea para nosotros una luz llena de esperanza que nos permite vivir un doble adiós de dos padres particularmente significativos. Efectivamente, el día 22 de febrero en Milán, y el día 2 de abril en Roma, nos convocaban dos adioses que con toda gratitud y con sereno dolor vivíamos al despedir a don Giussani y a Juan Pablo II que han supuesto en la historia de nuestras vidas personales y en la de nuestra entera Fraternidad un regalo inmenso y decisivo.
Tengo grabada en mi memoria la escena de don Giussani en la Plaza de San Pedro durante la vigilia de Pentecostés el 30 de mayo de 1998, cuando arrodillado ante Juan Pablo II le dijo tantas cosas en el cruce de sus miradas: era como el homenaje rendido de un hijo de Dios y de la Iglesia, que le decía al sucesor de Pedro, «en la simplicidad de mi corazón te he dado todo con alegría». Es una de las oraciones más bellas de la Biblia, del rey David, que recogerá la liturgia ambrosiana.
Una verdadera alegría
Quiso la Providencia que fuera el cardenal Joseph Ratzinger quien presidiera los funerales de don Gius y del Papa, y con enorme sencillez enhebró en sendas homilías una visión cristiana de la muerte de ambos. Para uno y para otro tuvo palabras de gratitud, y de uno y de otro dedujo una tarea a heredar. Es significativo que nuestro actual Papa Benedicto XVI nos haya acompañado precisamente en estos momentos recordándonos de don Gius cómo había crecido en una casa pobre de pan pero rica de música, de modo que desde el comienzo había sido tocado y herido por el deseo de la belleza, no de una belleza cualquiera, banal, sino la belleza infinita que se encierra en Cristo, el camino de la vida y de la verdadera alegría. Cuando escuché estas palabras del entonces cardenal Ratzinger, me pareció que estaba subrayando la razón por la que en nosotros es posible la esperanza que no defrauda.
Una belleza, un camino y una verdadera alegría que no concluyen con la fugacidad inevitable de una carne. La esperanza que no defrauda se abraza al instante de eternidad que Dios ha querido introducir en nuestra carne fugaz. Por esta razón no estamos presos de la tristeza ni de la nostalgia, sino que también a nosotros se nos da un motivo grande para seguir tocados y heridos por esa Belleza, para hacer ese Camino de vida y para adentrarnos en la verdadera alegría.
Una paternidad que actúa
Será imborrable el paso de don Gius, el paso de Juan Pablo II. Dios ha querido unir a esos dos nombres tantas gracias por las que nosotros hemos sido y seguiremos siendo bendecidos. Pero ellos han sido también ascendidos junto a Dios –así lo creemos y así lo pedimos–. Su paternidad no ha entrado en un limbo neutro y solitario, sino que actúa sobre quienes fuimos inmerecidamente constituidos en sus hijos, en los que hemos recibido por su mediación esa vida que nos ha llenado de alegría y ha encendido la esperanza. Esto, la tradición cristiana lo ha llamado siempre la “comunión de los santos”. (...)
Id por todo el mundo
Los ángeles arrancarán a los discípulos boquiabiertos de su inmovilismo, para decirles lo mismo que les dijo Jesús: no os quedéis mirando al cielo, ahí parados (cf. Hch 1,11). Hay mucho que hacer. La tarea ha comenzado. Hemos de acercarnos a este mundo y a esta creación de hoy, con sus luces y sombras, sus trampas y descubrimientos, sus generosidades y heridas... tan diversas y tan dolientes tantas veces, y allí ser una prolongación de la alegría cristiana, del gusto por la vida que trajo el Señor.
Es aquí donde cobra una preciosa actualidad lo que el Papa Juan Pablo II nos decía en el lejano 1984: «Id por todo el mundo es lo que Cristo dijo a sus discípulos. Y yo os repito: “id por todo el mundo a llevar la verdad, la belleza y la paz, que se encuentran en Cristo Redentor”».
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