Homilía de monseñor Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, en la misa celebrada con ocasión de los Ejercicios de la Fraternidad. Rímini, 30 de abril de 2005
«Aquella noche Pablo tuvo una visión: se le apareció un macedonio de pie que el rogaba: ven a Macedonia y ayúdanos».
Queridos hermanos, estas sencillas palabras narran uno de los mayores acontecimientos de la historia, en particular de la historia de nuestra Europa. Cuando san Pablo, obedeciendo a la visión que tuvo en sueños, se embarcó en Tróada con sus colaboradores hacia Macedonia «seguros de que Dios nos llamaba a predicarles el Evangelio», marcó el inicio de un mundo nuevo al introducir en la civilización el acontecimiento de la misión. La misión, es decir, el testimonio de algunos hombres de que existía una respuesta para la exigencia de significado que el hombre invoca y desea. Una respuesta que sirve para cualquier hombre sin importar bajo qué cielo, condición o latitud se encuentre, sencillamente porque es la respuesta verdadera.
La verdad de la propuesta cristiana se manifiesta en la misma exigencia que tiene de expresarse y proponerse a cada hombre. Cuando esta dimensión se oscurece, o lo que es aún peor, se niega, el cristianismo se vuelve inevitablemente una opinión que se puede juzgar de manera subjetiva, o bien se concibe como una creación, una producción del hombre.
El apóstol era muy consciente de ello cuando escribía a los corintios: «Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan» (1Co 15, 14-15). Si la predicación cristiana no da testimonio de un hecho que realmente ha sucedido, induce a una creencia que solo es expresión de los deseos y necesidades subjetivos del hombre, que afecta simplemente al ámbito subjetivo. El hombre permanece prisionero de sí mismo.
Pero, hay que reconocerlo, al hombre hoy no se le ayuda a salir de esta prisión. No lo hace cierta teología y catequesis muy sutil y astuta en su proceder y en su lenguaje, pero que no pocas veces deja al que la escucha en la incertidumbre sobre el punto fundamental: si Jesucristo es o no una persona real, que está viva hoy entre nosotros, y si es posible encontrarlo.
¿Cómo puede un hombre toparse hoy con la realidad de la que da testimonio el misionero y salir así de la prisión de su subjetividad?
¿Dónde puede encontrarse con el Hecho que hace que nuestra predicación sea verdadera? Es en la Iglesia donde puede darse este encuentro y es a través de la Iglesia como el hombre puede toparse con la Realidad del Resucitado. Dice santo Tomás que la fe no termina en la fórmula sino que alcanza la misma Realidad en la que se cree. Queridos míos, o la esperanza se funda en la Presencia que la genera o es un puro sueño y utopía. Y cuando nos despertamos los sueños se desvanecen: la vanidad de la fe (vanidad en el sentido paulino) genera una esperanza vacua. Anestesia «el dolor de vivir», lo cual no es digno del hombre.
«Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros». El encuentro con la persona del Resucitado que vive en la Iglesia genera una compañía, una amistad con Él, una pertenencia a Él que nos hace vivir y nos transforma en Él. Sucede una verdadera y auténtica regeneración de nuestra humanidad. San Gregorio Magno habla de Cristo como de una forma cui imprimimur.
Hay una señal que delata que Cristo ha impreso en nosotros su forma. La página del Evangelio de hoy nos indica de forma conmovedora que la señal es el odio del mundo. La realidad de Cristo presente en el mundo, su comunidad, la realidad de la Iglesia como tal es objeto del odio del mundo.
¿Por qué esta oposición? La razón es la pertenencia del discípulo del Señor a un universo que no se puede comparar con el universo mundano; el que pertenece a uno no pertenece al otro: «Como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia». La elección de Cristo nos saca del mundo, nos hace de una naturaleza diferente de la mundana: por esto el mundo no nos reconoce como suyos y nos odia.
Queridos hermanos, hay que tomarse en serio este pasaje evangélico, no podemos esquivarlo. No hace mucho tiempo se discutió si en Europa se da una verdadera y auténtica persecución de la Iglesia. A la luz del evangelio de hoy la cuestión se clarifica: el odio a la Iglesia existe siempre y se da en todas partes. Preguntarse si existe el odio a la caridad, a la humildad y a la castidad, a la glorificación de Cristo, único salvador del mundo, es una cuestión inútil. Pero no es inútil preguntarse si este odio se da hacia cada uno de nosotros como personas que glorifican a Cristo, que viven su mandamiento: si esto no sucede es porque pertenecemos al mundo. No es necesario ser odiado, ya me odio yo solo; no es necesario que la presencia cristiana sea perseguida, porque ya se ha autoliquidado y disuelto. Somos siervos que han querido ser más –más listos, más sabios– que su amo. Pero, no lo dudéis, cuando el siervo no quiere ser más que su amo es odiado y perseguido.
Queridos, esta es la primera vez que os encontráis viviendo vuestros Ejercicios espirituales desde la muerte de vuestro padre fundador, monseñor Giussani. Concluyo leyéndoos una reflexión suya que sintetiza, con la fuerza que solo posee el que ha recibido un carisma fundador, lo que he intentado humildemente deciros:
«“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn, 17,3) O esto es verdad o no lo es. Si no lo es, es la nada. La nada. Enfurécete cuanto quieras, hombre, podrás construir maniquíes pero no podrás evitar la nada que está tras ellos.
Para esto fue enviado Cristo, para eso ha sido enviado cada cristiano, es una batalla entre la verdad y el mal, entre Dios y Satanás, entre Dios y el “Enemigo” (como si nuestro yo fuera creador y pudiera competir con el “Creador”); es más bien algo que podemos incluso albergar en nosotros mismos, inducidos por Satanás, y realmente sufrir sus consecuencias: es desafiar a Dios, odiar a Dios, ¿por qué mataron a Jesús?, por un odio a la verdad. “Esta edad soberbia, /que de vacías esperanzas se alimenta, / ansiosa de vaciedades y de virtud enemiga; / necia, que clama por lo útil / y no ve que por esto siempre se convierte / la vida en más inútil” decía Leopardi en El pensamiento dominante, que describe mucho más nuestro tiempo que el suyo» (cf. Vita e pensiero LXXXVIII, n. 2 de marzo-abril de 2005, pp. 83-84).
Vosotros estáis aquí para que vuestra vida no se alimente de «vacías esperanzas», no esté «ansiosa de vaciedades»; para que sea una vida verdadera, real. La consistencia de la vida se mide por la pertenencia a Cristo.
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