Relato del último encuentro entre monseñor Eugenio Corecco y don Luigi Giussani. Lugano, Curia episcopal, 20 de febrero de 1995
Fue sin duda una de las gracias más grandes e inmerecidas de mi vida: haber sido testigo del último encuentro entre don Luigi Giussani y el obispo Eugenio Corecco, que vivía en el sufrimiento y en la fe los últimos días de su existencia terrena.
Tuvo lugar el lunes 20 de febrero de 1995. Yo había llegado a la Curia la tarde anterior. Don Giussani llegó a las diez de la mañana. Le acompañé a la habitación del obispo Eugenio. Don Giussani se acercó a la cama y se arrodilló para besar el anillo del obispo, creo que tres veces.
Yo hice ademán de retirarme para dejarles solos, pero monseñor Corecco me pidió que me quedara. Creo que tenía miedo de la somnolencia que le asaltaba continuamente, y mi presencia alivió a ambos: el obispo sabía que don Giussani no se quedaríaa solo mientras él perdía la conciencia, y don Giussani podría conversar conmigo.
Durante aquella hora mantuve con don Giussani un diálogo extremadamente rico y profundo, de cuyo contenido ofrezco algunas briznas.
Me contó la primera vez que vio a ese joven sacerdote suizo en un retiro pascual del movimiento, en Varigotti, apoyado en una columna de la sala o de la iglesia en la que se encontraban. Mientras hablaba, Giussani se preguntaba cómo reaccionaría este cura, y temía las críticas que sin duda expresaría. Sin embargo encontró en don Eugenio una apertura y una escucha atenta y humilde, y esto le sorprendió mucho.
Durante aquella hora don Giussani subrayó en muchas ocasiones la increíble fecundidad que para la Diócesis estaba revelando el sufrimiento y la enfermedad de monseñor Corecco. Decía: «Lo esencial para un obispo, para un pastor, para un abad, es la caridad. Es la caridad lo que fecunda, lo que cambia y convierte al pueblo, empezando quizá por dos o tres personas».
Hablamos también del monasterio, de su papel en la Iglesia, y de las casas de los Memores Domini como lugares de caridad. Me habló también del comienzo de presencia del movimiento de Comunión y Liberación en Siberia. Me dijo: «La caridad es lo único que regenera el amor. El mundo no perdona. La caridad comienza siempre amando». Respondí que don Eugenio había sido esto para mí, para nosotros que vivíamos con él: comenzaba de nuevo siempre amándonos, a pesar de todo. «Al comienzo del cristianismo –señaló Giussani– lo que convirtió al mundo fue el milagro». Osé precisar: «El milagro y la caridad». Rebatió sonriendo: «¡La caridad es el milagro!». «Es verdad –le respondí–, no hay milagro mayor que descubrir en uno mismo la caridad, un amor que antes no estaba». Don Giussani me dijo: «Tienes razón, me lo decías en tu primera carta». Confieso que tuve un mal pensamiento: «¡No es posible que se acuerde!». Pero después pude verificarlo ¡y me di cuenta de que se acordaba de mi primera carta mejor que yo!
Entonces el obispo Eugenio dijo, como para excusarse por su somnolencia, que aquel día estaba cansado. Giussani le dijo: «Es la experiencia del límite. Pero el limite ha sido vencido. Cristo ha vencido a la nada. Es lo que me llena de asombro cuando leo la página más impresionante de la Biblia, el primer capítulo del libro de la Sabiduría».
Después hablamos de la relación límite-eternidad, del límite, que es el punto en el que el hombre tiene experiencia de lo Eterno, del Rostro bueno del Misterio, de la Trinidad. Lo que le impresionaba particularmente a Giussani del primer capítulo del libro de la Sabiduría era el final, en el que se dice que Dios no ha creado la muerte, que ha creado todo para la existencia, y sin embargo los impíos eligen la muerte (cfr. Sb 1,13-16). Le dije que esto me hacía pensar en lo que Jesús dijo a los judíos en el capítulo 5 de Juan: «pero no queréis venir a mí para tener vida» (Jn 5,40).
Refiero estos pasajes de diálogo porque se desarrollaban como al borde del abismo de la prueba por la que pasaba el obispo Eugenio, que constantemente se hacía patente ante nosotros. Conversábamos sentados ambos a la izquierda del obispo, que yacía en su cama, y sus pérdidas de conciencia lo hacían todavía más presente, porque le veíamos en el albor de la agonía. Por eso nos hablábamos mirándole más a él que entre nosotros. Y todo lo que nos decíamos no era para ocupar el silencio en el que nos dejaba el obispo, sino como para entrar en él y escuchar su mensaje.
En un momento determinado propuse rezar un misterio del Rosario, y el obispo asintió enseguida. Después del primer misterio gozoso, monseñor Corecco me hizo una señal para que continuara, y así rezamos tres misterios. Rezar el rosario con don Giussani respondiendo y con don Eugenio que trataba de unirse a nosotros fue un momento de gran paz. De vez en cuando Giussani se llevaba la mano a los ojos, visiblemente emocionado. Durante la conversación me dijo, entre otras cosas: «Dios se manifiesta en la fragilidad. En el seminario había un sacerdote anciano que nos repetía cada día: “El que reza se salva”, y yo le hice caso siempre».
Giussani se tenía que marchar a las once. Monseñor Corecco se había dormido y le desperté. Don Giussani estaba conmovido hasta las lágrimas, y le decía al obispo: «Te pido, te ruego en nombre de todos, tennos presentes en tu ofrecimiento. Lo que tú vives es perfecto, es perfecto, ¡no falta nada!». Ambos se abrazaron llorando. Don Giussani añadió con la voz rota por el llanto: «Eugenio, ¿puedo volver? ¿Te importa si vuelvo la semana que viene?». El obispo asintió, pero no consiguió hablar.
Salimos de la habitación y del despacho. Don Giussani lloraba; gruesas lágrimas le corrían por la cara. Se detuvo en la puerta de la antesala en donde se hallaban dos o tres personas y repitió: «Lo que vive es ya perfecto, ¡y es de una fecundidad increíble!».
* Abad de la abadia cisterciense de Hauterive (Svizzera)
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