El testimonio del responsable de una unidad de enfermos en estado vegetativo permanente, que acoge a veinticinco “Terri Schiavo”: la persona tiene un valor absoluto, sea cual sea su condición de salud
Ciertamente no es por dinero o por hacer carrera profesional por lo que se ha implicado con enfermos en estado vegetativo permanente. Sin embargo, cuando nos habla de los últimos diez años de su vida laboral, al doctor Giovanni Battista Guizzetti, responsable de la unidad que acoge a estos pacientes en el centro Don Orione de Bérgamo, le brillan los ojos. «Hace diez años, cuando nació esta unidad –nos cuenta– se necesitaba a alguien que la dirigiera, pero ninguno de mis colegas dio su disponibilidad. El trabajo parecía poco interesante. Terminé siendo yo, y después de diez años puedo decir que ha sido, y continúa siendo, una aventura extraordinaria».
Doctor Guizzetti, los pacientes que usted trata han sufrido traumatismos graves. Después de la reanimación, o se recuperan o quedan en este estado de inconsciencia.
Sí, en mi unidad se acogen veinticinco “Terri Schiavo”, pacientes en estado vegetativo. Esta condición es el resultado de un daño grave del sistema nervioso central, en concreto de la corteza cerebral o de sus conexiones, un daño que la mayoría de las veces tiene origen traumático o anóxico, como el infarto cardíaco. Estos pacientes generan problemas asistenciales de bajo nivel tecnológico, pero que precisan un alto esfuerzo humano o asistencial. No están enchufados a ninguna máquina, tienen sólo un tubito en el estómago conectado a un frasco para la nutrición. La respiración, la función cardiaca, la digestiva, son autónomas. Tienen periodos de sueño y de vigilia igual que nosotros, pero son incapaces de deglutir y no parecen tener un contenido de conciencia. Antes de esta situación estaban en coma. Luego, en un momento dado, abren los ojos y desde entonces se encuentran en un estado vegetativo.
Para movilizar a cada uno de estos enfermos, es decir, para levantarlo de la cama, lavarlo, vestirlo y colocarlo en la silla de ruedas, dos enfermeras emplean 50 minutos todas las mañanas. Ésta es la atención de la que tienen necesidad: personas que tengan pasión por ellos. Y en unidades como la mía el 90 % del trabajo lo hacen las enfermeras. Si ayudas a una persona y la lavas y la vistes no la puedes tratar como una silla, sino que la acaricias, le hablas, la estimulas, le envías mensajes que son percibidos por su sistema nervioso. Es necesario que el personal paramédico descubra la belleza de este trabajo y se apasione por las personas (y gracias a Dios en mi sección se trabaja de este modo, con una pasión y una dedicación conmovedora). La realidad que tienen frente a ellos es de las más bellas y de las más duras al mismo tiempo, como la de una mujer que se encuentra en estado vegetativo desde que nació su hijo, y a la que su marido lleva todas las semanas el niño de tres años. Entre los 69 pacientes que hemos seguido durante estos años, 12 han retomado la conciencia. Esto, según mi opinión, es debido también al modo con el que son seguidos y cuidados, que llega a convertirse en acto terapéutico y de rehabilitación.
Hoy muchos no consideran estas vidas dignas de ser vividas. Como ha sucedido con Terri Schiavo.
Yo provengo, gracias a Dios, de una cultura cristiana, donde ninguno ha puesto nunca en discusión el valor absoluto de cada ser humano, sea cual sea la condición en la que se encuentre. Sin embargo me he debido pertrechar para llenar de razones esta conciencia. El encuentro con estos enfermos ha sido para mí una verdadera revolución. Viniendo de una universidad donde te enseñan que el acto médico es esencialmente curar, he tenido que cambiar radicalmente mi modo de concebir y de vivir mi forma de trabajar. Aquí de curar, no se habla. Se trata de hacerte cargo de una gran e inexpresable necesidad. Así uno se da trabajo: va a conocer a quien le puede ayudar, organiza congresos, se pone en movimiento dentro de las instituciones regionales para que se destinen fondos para ellos.
Hoy reina una cultura que dice que la persona se define por sus cualidades –entre las que está la conciencia–, por lo que quien no las posee (no pienso sólo en mis enfermos, sino también en los dementes, los enfermos psiquiátricos, los embriones o los fetos) no es considerado personas. Indudablemente la conciencia es una función importantísima, pero sigue siendo una función, y no puede definir al ser humano. Por otro lado, ahora se empieza a revisar la idea de que estos pacientes no tengan conciencia, porque ninguno puede afirmar de modo absoluto que estén siempre y del todo privados de ella, como ninguno puede decir de modo absoluto que no experimenten el dolor. Morir como ha muerto Terri Schiavo, es decir, morir de sed, es algo absolutamente atroz.
¿Qué significado tiene trabajar con ellos?
Estos pacientes te remiten continuamente al límite: la medicina tecnológica no consigue aceptar este límite y busca siempre superarlo, pero no es capaz; quizás lo puede cambiar de lugar, pero llega un momento en el que no puede avanzar más. La medicina no puede ignorar a estos enfermos, no puede proponer como solución al problema que plantean la muerte por deshidratación. Porque sería absolutamente inhumano y porque el paso siguiente podría ser rechazar el cuidado de todos los enfermos crónicos graves. Yo creo que una sociedad civil que se defina como tal debe saber encontrar los recursos para ofrecerles una asistencia adecuada. Tengamos en cuenta que estos enfermos son el “producto” de los progresos de la ciencia médica: hace cuarenta años no estaban, se morían antes. Las camas para estos enfermos se han ido creando. Hace cincuenta años las camas para los enfermos de SIDA no existían, hoy existen. Había camas para los tuberculosos, que hoy ya no tenemos.
Usted trata con los familiares...
La relación con ellos no es siempre fácil, porque siempre tienen una esperanza de curación enorme. Cuando tienes un hijo de veinte años... Pero son figuras indispensables: a menudo ocurre que una madre, un marido o una mujer te dicen: «Cuando escucha mi voz sonríe, cuando entro en su habitación vuelve los ojos hacia mí», mientras que el médico o la enfermera no consiguen percibir estos aspectos. Quien ha vivido veinte o treinta años con ellos tiene una capacidad de relacionarse completamente distinta. Captar una sonrisa, un movimiento de los labios que para ellos es familiar, es importantísimo.
Ahora en nuestro servicio organizamos todos los meses un momento de encuentro con los familiares y esto ayuda a crecer, a juzgar la condición del propio enfermo y a vivir con más serenidad la situación. Cuentan sus historias y sus dificultades.
La última vez, por ejemplo, hubo tres intervenciones: una madre habló de su sentimiento de culpabilidad por no haber hecho lo bastante por su hijo; otra dijo que estaba enfadada con el mundo, con el destino y con los médicos; por último otra madre, que al principio había insistido mucho pidiendo pruebas y tratamientos de rehabilitación –que llegado un punto son inútiles–, comentó: «Después de tanto años, al estar con vosotros he entendido que debo aceptar a mi hija tal como es, quererla, llevarla a distintos sitios, charlar con ella. No es fatalismo, sino aceptación».
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