Viaje a la Pequeña Casa de la Divina Providencia, fundada en 1800 por san José Benito Cottolengo para hospedar a enfermos mentales y minusválidos. Una ciudadela de la caridad edificada a partir de una única razón, Cristo, que constituye un ejemplo luminoso de progreso verdadero en la noche de la barbarie
Pasar una mañana con el padre Cármine Arice es como ser tomados de la mano y conducidos al corazón de aquella colosal obra de caridad que es el Cottolengo de Turín. «El recorrido que hago con vosotros por estos 90.000 metros cuadrados (esa es la dimensión actual de la Pequeña Casa de la Divina Providencia en Turín) es también para dar gracias a don Giussani...». Los carismas crean afinidad en la historia, afirmaba Juan Pablo II. Pasando por los patios y entrando en los diversos pabellones que forman esta “ciudadela de la Caridad” se divisan rostros llenos de alegría, ya sean en los que hoy llamamos “minusválidos” o en las monjas que les asisten con un amor sin límites, es decir, radicado en una única razón: Cristo. «Al inicio se lavaban a mano miles de sábanas –dice el padre Cármine–, es más, el Cottolengo fundó una Familia religiosa sólo para estos servicios: la Monjas de Santa Marta. Un día, un visitante al pasar vio a una monja que estrujaba unos paños y le dijo: «Hermana, yo no haría ese trabajo ni por todo el oro del mundo». «Yo tampoco –replicó sonriendo la hermana–, de hecho lo hago sólo por amor de Dios».
Las “buenas hijas”
Son más de dos mil estas hermanas del Cottolengo que cada día traen del Laus Perennis (la adoración perpetua del Santísimo Sacramento, querida por el mismo san Benito Cottolengo) la fuerza connatural a su vocación: servir y amar a Cristo en las criaturas que de otro modo podrían acabar como Terri Schiavo. «Desde los tiempos del Tercer Reich ningún disminuido inocente había sido condenado a muerte», escribía en Il Foglio Giuliano Ferrara. Lamentablemente esto sucede en nuestro mundo pagano y progresista. Sin embargo, el Cottolengo de Turín alberga la Familia de los Santos Inocentes, donde se hospedan mujeres desauciadas y enfermas mentales que –conforme a la voluntad del fundador– reciben al llegar el nombre de “buenas hijas”. Esta respuesta de civilización, de verdadero y auténtico progreso en la noche de la barbarie que nos envuelve, este milagro de humanidad tiene una única explicación y forma de vida: la santidad de un sacerdote que creó una Pequeña Casa regida por la caridad. Este hombre es san José Benito Cottolengo (1786-1842). Escribiendo al Rey en marzo de 1837 decía de sí mismo y de su obra: «En la Pequeña Casa yo siempre me imaginé como una pura nada y nada se hizo en ella por mí, Soli Deo honor, et gloria y a la Caridad de los benefactores...». En la entrada de la Pequeña Casa campea la inscripción Charitas Christi urget nos (2Co 5, 14), palabras de san Pablo que provocaron tanto a Cottolengo que las escogió como lema de su obra. Hoy existen un centenar de Pequeñas Casas repartidas por el mundo entero, desde Italia a Florida, desde Kenia a la India, desde Tanzania a Ecuador. Todo ello ha nacido del corazón de un sacerdote humilde, sencillo, alegre, que trataba de entender siempre la voluntad de Dios sobre él, dejándose guiar por la Divina Providencia.
El encuentro que le cambiaría la vida
Nació en Bra (Cuneo) en 1786, tres años antes de que tuviera lugar la Revolución francesa; contemporáneo del santo cura de Ars y el primero de la fila de aquel grupo que hizo de Turín la capital de los santos en el siglo XIX. Canónigo de la iglesia del Corpus Domini de Turín, Cottolengo atravesó una crisis espiritual... «Él, normalmente tan alegre –recuerda el padre Cármine– se volvió taciturno hasta tal punto que un hermano le regaló la vida de san Vicente de Paúl diciéndole: “Léela, así tendremos algo de que hablar en la mesa”». Pero el Señor lo estaba preparando para un encuentro que le cambiaría la vida entera. El 2 de septiembre de 1827 Cottolengo es llamado para llevar los últimos sacramentos a Juana Gonnet, una mujer que durante un viaje de Milán a Lión, había tenido que detenerse en Turín, y se hospedaba en un tugurio a muy pocos metros de la iglesia del Corpus Domini. Madre de cinco niños, se encontraba en el sexto mes de un nuevo embarazo; afectada por una enfermedad pulmonar, tras haber sido rechazada en dos hospitales, en ese escuálido refugio se le extrajo del útero a la niña todavía viva, y la mujer murió entre atroces dolores. Aquella muerte provocó tanto al sacerdote Cottolengo que corrió a rezar ante el cuadro de la Virgen de Gracia; con el corazón estremecido ordenó al sacristán que hiciera tocar las campanas. La gente comenzó a acudir; el canónigo recitaba las letanías lauretanas y, al terminar, exclamó: «La gracia se ha otorgado... Hemos recibido una gracia. ¡Bendita sea la Virgen!». Asimismo manifestó a los presentes la intención de fundar la Pequeña Casa de la Divina Providencia bajo la protección de san Vicente de Paúl. La Obra había nacido. Muy pronto un grupo de mujeres se unió a él para cuidar de los pobres enfermos que no encontraban auxilio en los hospitales de Turín. Eran simples voluntarias laicas, primer núcleo de lo que sería la inmensa familia de las Hermanas del Cottolengo. Poco después fundó los Hermanos, laicos religiosos; después la Congregación de los sacerdotes de la Santísima Trinidad. Cottolengo reconocía que santo Tomás de Aquino le había ayudado en sus estudios y quiso dedicarle un seminario para la formación de sacerdotes disponibles tanto para las diócesis, como para la misión y la Pequeña Casa.
Religiosos y voluntarios
Algo fundamental en el carisma de Cottolengo es la idea de llamar a su obra “Familia”, “Casa” con la regla de una convivencia bajo el mismo techo. Están ya en camino a la santidad el venerable monseñor Francesco Paleari y el hermano Luigi Bordino, que participó en la campaña de Rusia y estuvo a un paso de la muerte en el lager de Kazajstán: dedicó toda su vida a los enfermos como signo de gratitud a Aquel que le había salvado. Poca gente sabe que dentro de la Pequeña Casa de Turín hay un monasterio de monjas contemplativas; existen otros similares en Cavoretto, Pralormo y Biella, en Piamonte; uno en Manziana, en la provincia de Roma, y otro en Toro, en África, con un número creciente de vocaciones. De las tres mil personas que viven cotidianamente en la Pequeña Casa de Turín muchos son religiosos y religiosas, hermanos laicos y voluntarios que cuidan de los enfermos hospedando a aquellos que no tendrían ninguna posibilidad de ser acogidos en otros lugares: los “idiotas”, los “deficientes” que Cottolengo llamaba “buenos hijos y buenas hijas”. Levantándoles de su estado de postración les daba demostraciones particulares de atención y de afecto, lo cual siguen haciendo hoy los religiosos y voluntarios del Cottolento. Al fundar esta nueva Familia, el santo estaba seguro de seguir las palabras de Cristo: «Lo que hagáis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40). Él consideraba los casos extremos, los más dolorosos, como «las letras de cambio de Dios a descontar en el banco de la Divina Providencia». El padre Cármine evoca un rasgo curioso de su fundador: nunca sabía cuánto dinero tenía ni cuántos eran los enfermos hospitalizados en la Pequeña Casa.
“Obrero” de la Divina Providencia
Se consideraba el “peón” de la Divina Providencia, atento a todo y a todos, sencillo, alegre, afable, insertado en de la realidad, puesto continuamente a prueba por el ambiente político, social e incluso eclesiástico. El 13 de abril de 1980 Juan Pablo II visitó el Cottolengo y el 2 de septiembre de 2002, 175 años después de aquel hecho que cambió la vida del santo, el Pontífice escribió una carta en la que destacaba que, si hubiera decaído la dimensión sobrenatural, el Cottolengo habría dejado de existir. Una obra de mera y simple filantropía social no podría perdurar en el tiempo. «Sólo el cristianismo –afirma el padre Cármine– reconoce que la persona humana tiene una dignidad absoluta desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Nos gusta repetir lo que decía la beata Madre Teresa de Calcuta: dejadles nacer, pues luego podréis confiárnoslos. Cottolengo servía al hombre en su cuerpo, pero le apremiaba mucho más su alma... Todos los días congregaba a los mendigos y, antes de repartir pan y sopa, les anunciaba el Evangelio... Todavía hoy, repartimos todos los días 500 comidas gratuitas a los mendigos». El tiempo ha volado. El recorrido a través de casas y patios ha terminado, porque otros asuntos urgentes esperan al padre Cármine. Es un hombre feliz, feliz de pertenecer totalmente a Jesús y a su padre fundador, feliz de ser amigo de todos estos hijos e hijas, ahora buenos gracias a los brazos de padres y madres que les aman por una única razón: porque ellos son los primeros amados por Cristo. A éstos Cottolengo les ha querido tanto que hoy en el mundo su nombre se identifica con el límite humano, físico o mental. Sin embargo, Cottolengo no es una institución, es él mismo, un cura sencillo abrasado por la caridad de Cristo.
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