¿Se puede (¿¡verdaderamente!?) vivir así?
BUR Rizzoli, Milán 2002, pp. 337-338
La verdad más fascinante de una mujer o de una música o de algo que es bello es la de ser signo de algo distinto. Cuando el hombre lo presiente –como lo sintió Leopardi en el culmen de su trayectoria humana en el himno A su dama–, inmediatamente dispone su ánimo a esperar otra cosa. Incluso ante lo que puede aferrar, espera otra cosa. Agarra lo que puede agarrar, pero espera otra cosa. Su esperanza no está en lo que puede aferrar, sino en algo distinto.
Algo distinto... Así, una vez, hablando por la tarde, una tarde oscura en vísperas de su Pasión, dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6); Yo soy la belleza, Yo soy la verdad, la vida que buscas, Yo soy lo que tu corazón anhela.
La esperanza, por tanto, que Cristo despierta y acrecienta, es la esperanza humana que, por gracia, queda libre de la ilusión que provocan todas las cosas y que siempre defrauda; no porque las cosas sean malas, negativas en sí mismas, sino porque su bondad consiste en que remiten a otra cosa, pues de lo contrario acaban convirtiéndose en un ídolo. La esperanza cristiana es la esperanza del deseo humano y lleva, en su contenido, un mundo distinto. No “otro mundo”, ¡este mundo! donde el rostro de la mujer adquiere una significación más intensa, donde la música se hace más fascinante, donde la belleza de la naturaleza cobra una mayor verdad. Todo se torna más y a la vez otra cosa.
Jesús, tú eres algo distinto y más grande de aquello en lo que humanamente yo identifico, o identificaría, mi esperanza; pero tú estás fuera de aquello en lo que yo identifico mi esperanza, tú estás dentro de este rostro, tú estás dentro de esta naturaleza hermosa, tú estás dentro de esta música, tú estás dentro –encarnado–, estás “en”. La palabra cristiana es la palabra humana a la que se le ha revelado, desvelado, su verdadero objeto, que no anula nada, que no desecha nada, sino que de todo desvela la verdad: revela que todo es signo de Ti. El signo es por su naturaleza provisional, excepto el que te lleva a Cristo. Cuando el signo es signo de Cristo, permanece, al igual que Cristo, para la eternidad. La eternidad se asoma en el rostro de la mujer amada, la eternidad se asoma en el panorama de la naturaleza que contemplas con veneración, la eternidad se asoma en las notas de la música que te gusta. La esperanza cristiana es que todo se transforme así.
* «Ya, como ahora, me oprimía el pecho»; el verso pertenece a la poesía: «La noche del día de fiesta» de Giacomo Leopardi, en Cantos, Cátedra, Madrid 1998, pp. 238-241.
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