Equipe del CLU, febrero de 1987
El efecto Chernobyl
Quisiera empezar esta conversación haciendo una observación acerca de la diferencia que encuentro entre los jóvenes actuales y aquellos que encontraba hace treinta años. Me parece que la diferencia estriba en una debilidad de conciencia que muestran los jóvenes de hoy; en una debilidad que no es ética, sino relativa al dinamismo mismo de la conciencia.
No en vano, después de tantos años, hemos vuelto a plantear el influjo nefasto y decisivo del poder, de la mentalidad común, dominante, dominante en el sentido literal del término.
Es como si los jóvenes de hoy hubiesen sido alcanzados por las radiaciones de Chernobyl, por una especie de explosión nuclear: el organismo estructuralmente se presenta a la vista igual que antes, pero dinámicamente no es así; hay como un plagio fisiológico operado por esta mentalidad dominante.
Es como si no hubiera ya ninguna evidencia real excepto la moda, lo cual es un concepto y un instrumento del poder.
De esta manera cuesta mucho más que el anuncio cristiano se convierta en vida y en convicción, en experiencia. No se asimila verdaderamente lo que se escucha y lo que se ve: lo que nos rodea, la mentalidad dominante, la cultura omniinvasora, el poder consiguen una extrañeza con nosotros mismos. Por un lado, nos quedamos en lo abstracto en la relación con nosotros mismos y afectivamente descargados (como una pila que en lugar de durar horas funcione solamente unos minutos); y, por otro, por contraste, nos refugiamos en la comunidad para buscar protección.
La persona se halla a sí misma en un encuentro vivo
Si es cierto que la evidencia preponderante hoy es la moda,¿dónde puede la persona volver a hallarse a sí misma? ¿Dónde puede encontrar su identidad propia y original? La que voy a dar es una respuesta que no afecta solamente la situación actual; es una regla, una ley universal (desde que el hombre existe y existirá): la persona se halla a sí misma en un encuentro vivo. Esto es, mediante el encuentro con una presencia que nos impacta y, suscitando un atractivo, nos provoca a reconocer que nuestro «corazón» –con las exigencias que lo constituyen– existe.
El yo se halla a sí mismo en el encuentro con una presencia que conlleva esta afirmación: «¡Existe aquello de lo que está hecho tu corazón! Mira, por ejemplo, en mí existe». Porque, paradójicamente, la originalidad de nuestro corazón emerge cuando nos percatamos de que tenemos “algo” en común con todos los demás hombres (esto es lo que verdaderamente nos pone en relación con cualquiera y hace que no sintamos que nadie es ajeno a nosotros mismos).
El hombre descubre su propia identidad original topándose con una presencia que suscita un atractivo y provoca un despertar del corazón, una sacudida llena de racionabilidad en cuanto pone de manifiesto una correspondencia con las exigencias que nos constituyen, según la totalidad de sus dimensiones, desde el nacimiento hasta la muerte.
La persona se descubre, por tanto, cuando en ella se abre camino una presencia que corresponde a la naturaleza exigencial de la vida. De este modo el hombre ya nunca está solo. Normalmente, el hombre vive dentro de la realidad común, pero su «yo» está solo y trata de huir de la soledad mediante la imaginación y los discursos.
Esta presencia que corresponde a la vida es lo contrario de una imaginación. El encuentro que le permite al yo de descubrirse a sí mismo no es un encuentro “cultural”, sino viviente; no es un discurso, sino un hecho, pero un «hecho viviente», que se puede descubrir incluso escuchando a uno que habla, pero que al hablar te pone en relación con algo vivo y no con una ideología o con un discurso privado de vida.
Insisto, no se trata de un encuentro cultural, sino existencial. Dicho encuentro tiene dos características que constituyen su verificación inconfundible. La dramaticidad y la alegría. El encuentro introduce en la vida una dramaticidad que consiste en que nos provoca a cambiar y a tratar de responder a ese reto. A la vez, introduce una gota al menos de alegría, incluso en la condición más amarga o en la evidencia de la propia mezquindad. Por utilizar otra expresión, lo que debe suceder para que el yo tome conciencia de sí mismo es un encuentro evangélico, capaz de reconstituir la vitalidad humana, como el encuentro de Cristo con Zaqueo.
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