Crear huellas en la historia del mundo,
Encuentro, Madrid 1999, pp. 145-149
La mirada cristiana vibra por un impulso que le permite exaltar todo el bien que hay en todo aquello con lo que se encuentra, en la medida en que le hace reconocer que forma parte de ese designio cuya realización será completa en la eternidad y que nos ha sido revelado con Cristo.
El ecumenismo parte del acontecimiento de Cristo, que es el advenimiento de la verdad de todo lo que existe, de todo el tiempo y el espacio, de la historia. Es el acontecer de la verdad en el mundo: el Verbo se ha hecho carne, la verdad se ha vuelto presencia humana dentro de la historia y permanece en el presente. Esta Presencia penetra y abarca –tiende a hacerlo– toda la realidad. Cuando se tiene conciencia clara de la verdad suprema que es el rostro de Cristo, al mirar todo aquello con lo que nos encontramos se revela algo bueno. El ecumenismo no es, entonces, una tolerancia genérica que deja al otro todavía como un extraño, sino que es un amor a la verdad que está presente, aunque fuera un solo fragmento, en quienquiera que sea. Cada vez que el cristiano conoce una nueva realidad la aborda positivamente, porque en ella hay siempre algún reflejo de Cristo, algún reflejo de verdad.
Nada queda excluido de este abrazo positivo. Semejante universalidad es el resultado de la dimensión misionera que está implicada en la elección que hace Dios del bautizado y en el destino para que lo elige. La tarea del bautizado es la misión universal que Dios le comunica de participar en la gran misión de Cristo. Por eso, cuanto más dedicado a ella esté, más fuertemente tiende a descubrir el bien que queda en cualquier cosa, cualquier brizna o reflejo de verdad que haya en ella. Puesto que yo formo parte de la realidad de Cristo, miro las montañas, la mañana y la noche, toda la realidad, buscando ante todo en cada cosa que veo su raíz última. Y la persuasión de que la verdad está en mí, que está conmigo, me vuelve extremadamente positivo frente a todo: no equívoco, sino positivo. Si hay una milésima de verdad en algo, la afirmo. Nace así una aproximación «crítica» a la realidad conforme a lo que dice san Pablo: «pánta dokimázete, tò kalòn katéchete» (1 Ts 5,21), «valoradlo todo y quedaos con lo que vale», la belleza, la verdad, lo que corresponde al criterio original de nuestro corazón.
El acontecimiento de Cristo es la verdadera fuente de la actitud crítica, ya que ésta no significa descubrir los límites de las cosas, sino captar su valor. A propósito de esto hay un episodio que se atribuye a Cristo en un agraphon, según el cual, una vez que Jesús atravesaba el campo, vio el esqueleto seco de un perro. San Pedro, que iba por delante, le dijo: «Maestro, apártate»; pero Jesús, al contrario, siguió adelante y parándose a un paso del perro exclamó: «¡Qué dientes más blancos!» (cf. R. Dunkerley (ed.), The Unwritten Gospel. Ana and Agrapha of Jesus, Allen and Unwin, Londres 1925, p. 84). Era lo único bueno que quedaba en aquel cuerpo putrefacto. Los límites, aplastantes, saltan a los ojos de todos; el valor verdadero de las cosas, por el contrario, lo encuentran solamente quienes tienen la percepción del ser y del bien, los que hacen que emerja y que se ame el ser de todo, sin olvidar, cortar, borrar o negar nada, porque la crítica no es hostilidad hacia las cosas, sino amor a ellas.
(…) Hay, pues, una única fuente para tener una mirada positiva hacia todo. En cambio, el que sigue apegado a una identificación parcial, a «su» verdad, solamente puede estar frente a todo defendiendo lo que él dice, a menos que sea completamente escéptico o nihilista. Con frecuencia, quienes guían a los pueblos y tienen responsabilidades diversas, si tienen buen sentido favorecen cierto «ecumenismo», porque tienen miedo de la guerra y de la violencia que nacen inevitablemente cuando uno se afirma solamente a sí mismo. Y así parece que el reunirse intentando respetar cada uno el rostro del otro puede representar la realización de la eirene. Pero esto no es paz, es un equívoco. En efecto, resulta ser –en el mejor de los casos– tolerancia, es decir, en su raíz, indiferencia. Tal como se proclama ahora corrientemente, el término «ecumenismo» parece indicar la mejor expresión de la buena voluntad que tiene el que es bueno de corazón y está al mando de la gente, ya se trate de líderes religiosos o políticos. Este «ecumenismo», entendido como confraternización de las diversas tentativas filantrópicas que hay para construir el mundo, aparece actualmente como el enemigo principal de la identidad cristiana. Efectivamente, en el mejor de los casos es un intento de tolerancia donde cada uno está atento a sus intereses y toma de los demás lo que le conviene. Pero, si no se secundan más que los propios intereses particulares, se termina por mirar a los demás como enemigos potenciales de los cuales defenderse: y frente a lo que más interesa, se deja de hecho de ser tolerantes.
Por el contrario, el ecumenismo católico está abierto hacia todos y hacia todo, hasta los últimos matices, está dispuesto a exaltar con toda la generosidad posible incluso lo que tenga siquiera una lejana afinidad con lo verdadero. Pero es intransigente con los posibles equívocos. Si uno ha descubierto la verdad real, Cristo, avanza tranquilo en todo tipo de relación, seguro de que va a encontrar en cualquiera una parte de sí mismo.
El verdadero ecumenismo descubre siempre cosas nuevas, de modo que nunca hay una total repetición. Uno se ve arrastrado por el estupor totalizador que produce la belleza. De ella nacen continuamente imágenes de posibilidades insospechadas para reparar las casas destruidas y construir otras nuevas (cf. Is 58,12). Esta apertura hace que nos encontremos como en casa junto a cualquiera que conserve una brizna de verdad, que nos encontremos a gusto en todas partes. Es el concepto de catolicidad, ya no entendido geográficamente (tal como lo ha sido a partir del siglo XVI), sino definido ontológicamente por la verdad.
Dice La imitación de Cristo: «Ex uno Verbo omnia et unum loquuntur omnia, et hoc est Principium quod et loquitur nobis» («De una sola Palabra todo, y una sola Palabra proclama todo. Y esta Palabra es el Principio que habla dentro de nosotros», cf. La imitación de Cristo, Libro Primero, 3,8). No es posible encontrar otra cultura que defina con un abrazo tan unitario, tan potente y sin residuos, cualquier cosa. Jacopone da Todi decía en el siglo XIII que todo sucede para que podamos ir todos juntos al «reino celeste donde se cumple toda fiesta / por la que el corazón ha suspirado» (Jacopone da Todi, «Cántico de la Navidad de Jesucristo», Lauda LXIV, en Le Laude, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1989, p. 218). Y, de nuevo, en el verso más bello de la literatura italiana: «Amor, Amor, todas las cosas proclaman» (Jacopone da Todi, «Cántico de la Navidad de Jesucristo», Lauda XC, en Le Laude, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1989, p. 318). Debe entenderse la palabra Amor en su sentido último, es decir, como sinónimo de Cristo, del Dios que se ha inclinado sobre nosotros y nos ha abrazado. Todas las cosas juntas proclaman la verdad. Todas las cosas: las florecillas del campo, las hojas del árbol, la pinocha de todos los pinos de la tierra (¿¡Qué hará Dios para contarlos todos!?).
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