Apuntes de una conversación con un grupo de universitarios.
Riccione, octubre de 1976; en Huellas, diciembre 2002, pp. II-IV
Una presencia es original cuando brota y cuando tiene su consistencia en la conciencia de su propia identidad y en el afecto a ella.
II - Identidad significa saber quiénes somos y por qué existimos, con una dignidad que nos da el derecho de esperar de nuestra presencia “algo mejor” para nuestra vida y para la vida del mundo.
Pero, ¿quiénes somos nosotros para tener derecho a esta esperanza, sin la cual nuestra vida cae en el mezquino aburguesamiento –cuyo criterio supremo es el seguro contra el riesgo–, o bien en una gris insatisfacción que pronto se transforma en quejas y acusaciones hacia los demás?
«Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 26-28). Sólo existe un pasaje que he repetido constantemente más que este anterior: «El que me siga recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
«Vosotros que habéis sido escogidos os habéis ensimismado con Cristo», «No me habéis elegido vosotros a mí sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Es una elección objetiva que no te puedes quitar de encima; es una penetración en tu ser que no depende de ti y frente a la que no cabe oponer resistencia. «Todos vosotros que habéis sido bautizados os habéis identificado con Cristo» y, por tanto, no existe ya ninguna diferencia entre vosotros, «ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer. Sois uno en Cristo Jesús»: ésta es nuestra identidad. La Carta a los Efesios dice textualmente: «Somos miembros los unos de los otros» (Ef 4, 25).
No existe nada culturalmente más revolucionario que esta concepción de la persona, cuyo significado y cuya consistencia son la unidad con Cristo, con Otro, y, a través de esto, la unidad con todos aquellos que Él escoge, los que el Padre la da en su poder.
Nuestra identidad es la incorporación a Cristo. Ser incorporados a Cristo es la dimensión que constituye a la persona. Cristo define mi personalidad y, por tanto, vosotros, que estáis hechos de Él, entráis necesariamente en la dimensión de mi personalidad. Ésta es la «nueva criatura» de la que habla el hermoso final de la Carta a los Gálatas (Ga 6, 15), el principio de la creación nueva de la que habla Santiago (St 1, 18).
«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» dice san Juan en su primera carta (1Jn 5, 4): la fe vence al mundo; es decir, demuestra su verdad sobre todas las ideologías y sobre todos los proyectos, sobre todas las formas de concebir lo humano, porque es la verdad estructural por la que el mundo ha sido hecho y es la verdad que se manifestará y que se instaurará al final de los tiempos. Porque es también el factor que mueve la historia y que cataliza el bien en el mundo, posibilitando así que éste sea más humano.
Tanto si uno está solo en su cuarto como si está con otros dos estudiando; tanto si somos cuatro en la universidad o estamos veinte en el bar, donde sea y como sea ésta es nuestra identidad. Entonces, el problema es la autoconciencia, el contenido de la conciencia de uno mismo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
El hombre nuevo –aquel hombre nuevo que fue el sueño del Che Guevara y que fue el falso pretexto de las revoluciones culturales con las que el poder intenta llevar de su mano al pueblo para dominarlo según su ideología, el auténtico hombre nuevo es éste– nace en el mundo, ante todo, no como resultado de una coherencia, sino a partir de una autoconciencia nueva.
III - Nuestra identidad se manifiesta en una experiencia nueva dentro de nosotros y entre nosotros. Es la nueva experiencia del afecto a Cristo y al misterio de la Iglesia, que en nuestra unidad encuentra su concreción más cercana. La identidad es una experiencia viva, la experiencia de una realidad interior y exterior a nosotros: el afecto a Cristo y a nuestra unidad.
La palabra ‘afecto’ es la más grande y la más comprensible de nuestra expresividad, y es más un “apego” que nace del juicio de valor por el reconocimiento de aquello que hay en nosotros y que está entre nosotros, que una propensión sentimental, efímera y voluble como una hoja abandonada al viento. Y, con la edad, este apego se hace más vehemente y ardiente, más poderoso en la fidelidad al juicio, esto es, en la fidelidad a la fe: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3, 7-9).
Esta experiencia viva de Cristo y de nuestra unidad es el lugar de la esperanza y es, por tanto, fuente de gusto por la vida; y, de este modo, hace posible la alegría; una alegría que no se ve obligada a olvidar o a censurar nada para tener consistencia; lugar que alimenta la sed de que la vida cambie, del deseo de que la propia vida sea coherente, que corresponda a lo que ella es en el fondo, que se más digna de la realidad que llevamos dentro.
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