Los orígenes de la pretensión cristiana. Curso básico de cristianismo 2, Encuentro, Madrid 2001, pp. 40-41
Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos humanos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dispares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. La llanura está atestada de un sinfín de obras en las que se desarrolla un febril trabajo. En un determinado momento llega un hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y, llegado un momento, grita: «¡Parad!». Poco a poco, empezando por los que se hallan más cerca, todos van suspendiendo el trabajo y le miran. Él dice: «Sois grandes, y nobles; vuestro esfuerzo es sublime, pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que una vuestra tierra con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el destino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el destino».
Intentemos imaginar la reacción de toda esa gente ante semejantes afirmaciones. En primer lugar los arquitectos, los maestros de obra, los mejores oficiales instintivamente se encontrarán diciendo a sus obreros: «No detengáis el trabajo; ánimo, volvamos a la obra. ¿No os dais cuenta de que este hombre es un loco?». «Cierto, está loco», respondería como un eco la gente. «Se ve que está loco», comentarían reemprendiendo el trabajo según la orden de sus jefes. Solamente algunos no apartan de él la mirada, están hondamente impresionados; no obedecen como la masa a sus jefes, se acercan a él y le siguen.
Bien, esta forma fantástica resume lo que ha sucedido en la historia, lo que sucede en la historia todavía.
Llegados a este punto, ya no nos hallamos ante un problema de orden teórico (filosófico o moral), sino ante un problema histórico. La primera pregunta a la que debemos respondernos no es: «¿Es razonable o justo lo que dice el anuncio cristiano?», sino: «¿Es cierto que ha sucedido o no?», «¿es cierto que Dios ha intervenido?».
Querría indicar, aunque queda implícito en todo lo dicho hasta ahora, la diferencia de método que requiere afrontar la «nueva» pregunta. Dicha diferencia se puede enunciar así: mientras que el descubrimiento de la existencia de un quid misterioso, del dios, el hombre puede y debe lograrlo a través de una percepción analítica de la experiencia que hace de lo real (y hemos visto cómo la historia puede documentar con creces que es así como se logra normalmente), el problema del que ahora estamos hablando, al ser un hecho histórico, no puede ser comprobado con la reflexión analítica sobre la estructura de la propia relación con lo real. Es un hecho que ha acaecido en el tiempo o no: o es o no es, o se ha verificado o no se ha verificado. O es efectivamente un acontecimiento surgido en la existencia del hombre dentro de la historia, y requiere por lo tanto la constatación de todo suceso, o queda como una idea. Ante esta hipótesis el método no es otro que el del registro histórico de un hecho objetivo.
La pregunta: «¿Es cierto que Dios ha intervenido en la historia?» se ve entonces reducida sobre todo a referirse a esa pretensión sin parangón posible que constituye el contenido de un mensaje muy claro; se ve obligada a convertirse en esta otra pregunta: «¿Quién es Jesús?». El cristianismo surge como respuesta a esta pregunta.
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