Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, pp.80-83
El capítulo vigesimoprimero del evangelio de Juan es un documento fascinante del nacimiento histórico de una nueva ética. La historia concreta que se relata es la clave de la concepción cristiana del hombre, de su moralidad en la relación con Dios, con la vida y con el mundo.
Los discípulos volvían, al alba, tras una larga noche en el lago en la que no habían pescado nada. Al acercarse a la orilla ven en la playa la figura de un hombre ocupado en encender un fuego. Después verían que sobre las brasas había pescado preparado para ellos, con el fin de saciar su hambre a esa temprana hora de la mañana. Tras un momento de intenso silencio, Juan le dice a Pedro: «¡Es el Señor!». Entonces se abren los ojos de todos, Pedro se tira al agua, tal y como está, y llega el primero a la orilla. Los demás le siguen. Hacen un corro, en silencio, en torno a Él: ninguno se atreve a preguntarle quién es porque todos saben que es el Señor. Sentados a comer, cruzan alguna que otra palabra entre ellos, pues todos están intimidados por la excepcional presencia de Jesús, Jesús resucitado, que ya se les había aparecido más veces.
Simón, cuyos muchos errores le habían convertido en el más humilde de ellos, sentado también en el suelo frente a la comida preparada por el Maestro, mira a su lado y con asombro y temor ve que se trata de Jesús. Entonces aparta la mirada y se queda así, cohibido. Pero Jesús le habla. Pedro piensa para sí: «¡Dios mío, Dios mío, cuántos reproches me merezco! Ahora me va a decir: “¿Por qué me has traicionado?”». La traición había sido su último gran error, pero toda su vida, aun dentro de su familiaridad con el Maestro, había sufrido tribulaciones debido a su carácter impetuoso, a su temperamento fuertemente instintivo, que le hacía lanzarse sin medir las consecuencias. Se juzgaba a sí mismo a la luz de esos defectos. Aquella traición final había sacado a relucir todos sus fallos: que él no valía nada, que era débil, débil hasta dar lástima. «Simón...» –¡quién sabe el escalofrío que debió recorrer su cuerpo mientras escuchaba esa palabra llegándole al corazón!– «Simón... –y en ese momento quiso levantar la mirada hacia Jesús–, ...¿me amas?». ¿Quién se podía esperar esa pregunta? ¿Quién habría sospechado algo así?
Pedro era un hombre de cuarenta o cincuenta años, con familia e hijos, y, sin embargo, ¡era como un niño frente al misterio de ese compañero con el que se había encontrado por azar! Imaginemos cómo se sentiría al verse traspasado por esa mirada que le conocía hasta el fondo. «Te llamarás Cefas» (cf. Jn 1,42): su fuerte carácter estaba plasmado en esa palabra, «piedra», y lo último que se podía esperar era lo que el misterio de Dios y el misterio de aquel Hombre –Hijo de Dios– iban a hacer con esa piedra, a sacar de aquella piedra. Desde el primer encuentro Él se había hecho dueño de su ánimo, había invadido su corazón. Con esa presencia en el corazón miraba Pedro a su mujer, a sus hijos, a los compañeros de trabajo, a amigos y extraños, a personas y multitudes, con la memoria continua de Él pensaba y se dormía. Aquel Hombre se había convertido para él en una revelación grande, inmensa, todavía por esclarecer.
«Simón, ¿me amas?». «Sí, Señor, yo te amo». ¿Cómo podía decir eso después de todo lo que había hecho? Ese «sí» era la afirmación de que reconocía en Él una excelencia suprema, una supremacía innegable, una simpatía que arrastraba a todas las demás. Todo quedaba recogido dentro de aquella mirada: era como si su coherencia y su incoherencia pasaran por fin a un segundo plano frente a una fidelidad que sentía como carne de su carne, frente a la forma de vida que aquel encuentro había plasmado en él.
De hecho no hubo ningún reproche. Resonó la misma pregunta: «Simón, ¿me amas?». Seguro, pero tímido y temblando, respondió de nuevo: «Sí, te amo». Pero la tercera vez, la tercera vez que Jesús le dirigió la misma pregunta, tuvo que pedirle al mismo Jesús que se lo confirmara: «Sí, Señor, tú lo sabes, tú sabes que te amo. Mi entera preferencia, la preferencia de mi alma, toda la preferencia de mi corazón es para Ti. Tú eres la preferencia absoluta de mi vida, el bien supremo de las cosas. Yo no lo sé, no sé cómo, no sé cómo decirlo y no sé cómo es así, pero a pesar de todo lo que he hecho, a pesar de todo lo que pueda hacer todavía, yo Te amo».
Este «sí» es el origen de la moralidad, el primer aliento de moralidad en el desierto árido del instinto y de la pura reacción. La moralidad hunde sus raíces en ese «sí» de Simón, un «sí» que puede arraigar en la tierra del hombre solamente gracias a una Presencia dominante, que se comprende, se acepta, se abraza y a la que se sirve con todo el empuje de nuestro corazón, el cual sólo así puede volver a ser como el de un niño. Sin Presencia no hay gesto moral, no hay moralidad.
Pero, ¿por qué el «sí» de Simón a Jesús es el origen de la moralidad? ¿No están antes los criterios de coherencia e incoherencia?
Pedro había caído mil veces y, sin embargo, sentía una simpatía enorme hacia Cristo. Constataba que todo en él tendía hacia Cristo, que todo estaba encerrado en esos ojos, en ese rostro y en ese corazón. Los pecados cometidos no podían constituir una objeción y, menos aún, toda su inimaginable incoherencia futura: Cristo era la fuente, el lugar de su esperanza. Aunque le hubieran objetado todo lo que había hecho y lo que habría podido hacer, Cristo seguía siendo, en medio de la niebla de esas objeciones, la fuente de luz de su esperanza. Y Le estimaba por encima de cualquier otra cosa, desde el primer momento en que se había sentido mirado por Él: Le amaba por esto.
«Sí, Señor, Tú sabes que eres el objeto último de mi simpatía, de mi máxima estima»: así nace la moralidad. Y, sin embargo, la expresión es genérica: «Sí, te amo»; pero es tan genérica como capaz de engendrar el cambio de vida que perseguimos. «Quien tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo como Él es puro» (1 Jn 3,3). Nosotros tenemos nuestra esperanza puesta en Cristo, en esa Presencia que, por muy distraídos y desmemoriados que estemos, no conseguiremos eliminar de la tierra de nuestro corazón –por lo menos no completamente– debido a toda la tradición mediante la cual ha llegado Él hasta nosotros. Tengo esperanza en Él antes incluso de contar mis errores y mis virtudes. Aquí no cuentan los cálculos numéricos. En la relación con Él no tiene importancia el número, no cuenta el peso medido y mensurable y tampoco cuenta todo el mal que podamos realizar en el futuro; no consigue usurpar el lugar principal que ocupa ante los ojos de Cristo el «sí» de Simón cuando yo lo repito. Entonces nace un torbellino desde el fondo de nosotros, como un aliento que sale del pecho y embriaga a nuestra persona haciéndola actuar, haciendo que desee obrar de una manera más justa: surge, brota del fondo de nuestro corazón la flor del deseo de justicia, de amor verdadero, auténtico, de ser capaces de gratuidad. Igual que el comienzo de cada uno de nuestros movimientos no es un análisis de lo que ven los ojos, sino un abrazo a lo que el corazón espera, tampoco la perfección es el cumplimiento de las leyes, sino la adhesión a una Presencia.
Sólo quienes viven esta esperanza en Cristo se mantienen toda su vida en la ascesis, en el esfuerzo por tender hacia el bien. Y aunque tengan contradicciones manifiestas, desean el bien. Éste vence siempre, ya que es la última palabra sobre ellos mismos, sobre la jornada transcurrida, sobre lo que se hace, sobre lo que se ha hecho y sobre lo que se hará. El hombre que vive esta esperanza en Cristo es capaz de mantenerse en la ascesis. La moralidad es una tensión continua hacia la «perfección» que nace de un acontecimiento en el que está señalada la relación con lo divino, con el Misterio.
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