Incluso en el alba del tercer milenio la naturaleza desencadena sobre nosotros su furia y arrebata a sus víctimas. Y no solo en los grandes desastres como el terrible tsunami del 26 de diciembre: estamos acostumbrados a oír hablar de inundaciones, enfermedades, terremotos, incendios. Basta con pensar que solo a causa de los rayos mueren al año más de mil personas. Pero los elementos naturales que causan muerte (el fuego, el agua, el movimiento de la corteza terrestre) son los mismos a los que debemos la vida. Los terremotos en particular están profundamente asociados a la posibilidad de nuestra existencia. La actividad sísmica es la manifestación directa de los movimientos lentos y poderosos de las placas de la corteza terrestre que discurren sobre los estratos que están debajo del manto. Ningún otro planeta del sistema solar tiene una estructura geológica como esta, y este es uno de los motivos de la capacidad extraordinaria de la Tierra para mantener estable su temperatura media en los miles de millones de años necesarios para la evolución biológica. De forma paradójica, y si dispusiésemos de instrumentos lo suficientemente sensibles, un indicio para la búsqueda de planetas extrasolares capaces de hospedar vida podría ser el de revelar actividades sísmicas en su superficie.
El evento sísmico que ha azotado el sudeste asiático es enorme: magnitud 9.0, el cuarto en orden de intensidad en este siglo. En menos de cuatro minutos una vasta área del fondo oceánico se ha elevado una decena de metros liberando una energía de un millardo de millardos de Julios, el equivalente a 23.000 bombas atómicas. Pero incluso estos números de vértigo son una minucia con respecto a las energías que están normalmente en acción a nivel planetario, de forma que la Tierra en su conjunto no se ha resentido por ello. Se ha hablado mucho de los cambios permanentes como consecuencia del tsunami indochino, pero el desplazamiento del eje terrestre (tres diezmillonésimas de grado) y la ralentización de la duración del día (dos millonésimas de segundo) están por debajo de las fluctuaciones normales, insignificantes a nivel global, incluso demasiado pequeñas para ser medidas.
Un encrespamiento del océano, un soplo imperceptible sobre la piel de nuestro planeta es suficiente para desbaratar nuestra supervivencia. Fenómenos como éste muestran la fragilidad y la delicadeza de ese mundo que damos por descontado todos los días. La normalidad en el universo no es un mar tranquilo en el que pulula la vida. Por el contrario, es un desierto ilimitado de espacios inmóviles o bien una liberación de fuerzas irresistibles. La explosión de una supernova cercana podría llevar a una extinción total en un instante, pero son precisamente estas explosiones estelares las que en un pasado lejano hicieron que se produjeran el carbono, el oxígeno y otros elementos esenciales para nosotros y para cualquier organismo. La vida terrestre subsiste en un nicho delicadísimo modelado de forma prodigiosa aprovechando los productos de toda la historia cósmica.
La naturaleza por tanto no es cruel, sino providencial, pero al mismo tiempo es imperfecta, peligrosa, sabe ser violenta. Quizá esto marca un problema para esas concepciones filosóficas o religiosas que más o menos explícitamente identifican a la naturaleza con la divinidad, generando algunas posiciones ideológicas actualmente en boga. En la tradición judeo-cristiana, en cambio, la naturaleza no es Dios: la naturaleza es creación de Dios, “algo bueno”, pero que está marcada misteriosamente por el mal, sujeta a la “corrupción” y a la imperfección de lo inacabado. La naturaleza es el espejo de la condición del hombre, es decir, de cada uno de nosotros: bien intencionados pero imperfectos, frágiles, un poco malos y a veces capaces de acciones terribles. Ningún hombre razonable espera la salvación de las fuerzas de la creación o de las capacidades humanas. Ante el desencadenarse de la naturaleza y ante la miseria de nuestro límite, la pregunta profunda tiene que ver con el sentido de la existencia, una pregunta a la que solo una Presencia más poderosa que la tempestad y mejor que nosotros puede responder. Y compartir este sentido de la vida es lo que nos mueve a sostener a los supervivientes, y nos hace cercano el dolor de cada madre desesperada y de cada niño que se ha quedado solo en esas playas devastadas.
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