Un misionero de Bangkok relata el testimonio dramático de una monja javeriana que trabaja para ayudar a los supervivientes del maremoto. El dolor y la espera de quienes lo han perdido todo pide que alguien pueda devolverles una razón para vivir
No podemos imaginar lo que significa la fuerza espantosa de centenares de bombas atómicas transmitida a las olas del mar, una fuerza que las empuja a una velocidad de cientos de kilómetros por hora y que las hace levantarse a 10 o 15 metros de altura. Con una potencia así el agua ha tenido la energía suficiente para barrer todo lo que encontraba en su camino y trasportarlo a 3 Km de la playa. Sor Ángela Bertelli, de Carpi, misionera javeriana que se encuentra en Tailandia desde hace tres años, trata de explicar de esta forma lo que ha sucedido y que ahora tiene ante sus ojos. Pero la gente a la que visita sor Ángela todos los días en la multitud de pequeños campos de refugiados habilitados por el ejército tailandés, tiene el corazón todavía más destrozado que los pueblos barridos por el tsunami el pasado 26 de diciembre. Como Giampen, una chica de 26 años que ha perdido a sus dos hijos. Ella y su marido se salvaron porque aquella mañana habían salido de casa un momento. Estaban lo suficientemente lejos como para salvarse, pero demasiado cerca como para evitar ver la casa y los niños barridos por el mar. Inconsolable. Sor Ángela trata de sostenerla, de escucharla, de hacer que se desahogue, hace lo que puede, porque una madre que pierde a sus hijos tiene una herida que ya no se puede curar.
Giampen y los demás
Sor Ángela divide su tiempo entre ella y otras personas que, como Giampen, han perdido a alguien, o bien han perdido todo. Como una familia cercana: se han salvado el padre y uno solo de los hijos. O como esa otra madre, que en el momento del tsunami estrechó contra su pecho a sus dos hijos: la fuerza del mar le arrancó al más pequeño y no volvió a verle. También hay historias que han terminado bien, como la de ese padre que había salido a pescar con su barca, como todos los días. Aquel domingo se había llevado también a sus dos hijos. Se hallaban a 3 Km de la orilla cuando vieron acercarse la primera ola a una velocidad brutal. Intuyendo el peligro, el padre puso el chaleco salvavidas a sus hijos y a sí mismo. Sacudidos por la furia de la ola, en pocos segundos se volvieron a encontrar encaramados en lo alto de una palmera, aterrorizados, heridos, pero vivos.
Hay muchas personas que han perdido familiares, otras han perdido su casa y ese poco o mucho que tenían; pero todos necesitan tan solo una cosa en este momento: necesitan de alguien que se ocupe de su desesperación, de su dolor. Que les dé, en definitiva, una esperanza y un motivo para seguir hacia delante y volver a comenzar de nuevo. Son budistas, y para ellos Dios existe, pero es alguien que no se interesa por sus vidas. Hace pocos días que sor Ángela ha llegado a Takuap Pa, un pueblo cerca de Kao Lak, la zona más afectada, más incluso que Puket. Kao Lak, famoso por sus grandes y nuevos hoteles, es hoy más famoso si cabe por el hotel Sofitel, que se ha convertido en la tumba de centenares de turistas escandinavos.
Llamada a las congregaciones
El obispo de Suratthani, la diócesis del sur, de la que dependen los cinco mil católicos esparcidos por un territorio de 900 Km, ha pedido ayuda a todas las congregaciones presentes en Tailandia. Sor Ángela, que habitualmente trabaja en un suburbio de Bangkok, explica a los niños y adultos a los que desde hace más de un año ayuda la razón por la que tenía que marcharse. Había personas que tenían más necesidad que ellos. En cuanto llega al pueblo de Takup Pa, se da cuenta enseguida de que la organización es estupenda: el Rey de Tailandia ha tomado bajo su cuidado y protección a todos los huérfanos, los soldados han utilizado todos los medios a su disposición para habilitar en tiempo récord campamentos en torno a cada hospital o escuela. Las organizaciones humanitarias del mundo han hecho llegar médicos y enfermeras para atender a los heridos, batallones de voluntarios se afanan por limpiar todo de barro, de agua y de escombros. Los muertos han sido reunidos desde hace días, aunque de vez en cuando el mar devuelve alguno de los cuerpos de las personas que abarrotan las listas de desaparecidos. Desde los centros operativos de socorro, sin embargo, nadie ha pensado en que muchos de los supervivientes tienen necesidad no sólo del alimento diario, sino sobre todo de la compañía de alguien que les escuche, de alguien al que puedan confiarse. Porque, ¿cómo es posible volver a empezar después de todo lo que ha sucedido, si no se tiene una razón para vivir? Esto es lo que trata de hacer sor Ángela, recorriendo con paciencia los campos de refugiados para estar con estas personas. Si están todavía demasiado conmocionadas como para hablar con ella, ella se sienta a su lado y espera con paciencia incluso durante horas. Giampen, el nombre de la joven madre, quiere decir en tailandés “necesaria”. Así trata sor Ángela de explicar el motivo para seguir hacia delante: esta madre, aunque haya perdido a sus hijos, es todavía importante, es necesaria para ayudar a ese padre que ha perdido a su mujer y que ahora no puede cuidar de su hijo porque tiene que empezar a pensar en reconstruir su casa.
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