Sin duda, el dato más impresionante es el de los “huérfanos de la yihad”. Solo en Alepo serían dos mil, en los cálculos más optimistas. Podrían llegar a ser hasta tres veces más. Niños, hijos de los foreign fighters, traídos al mundo por mujeres, ellas también extranjeras, que llegaron a Siria para contribuir a la segunda generación de combatientes del Estado islámico. Ahora que sus padres han muerto o se han retirado, estos pequeños viven en campos de refugiados con o sin sus madres.
Así lo contó el pasado 20 de septiembre monseñor George Abou Khazen, vicario apostólico de Alepo, que testimonió en el Centro Cultural de Milán la situación que vive la ciudad liberada el pasado mes de diciembre, después de cuatro años y medio de asedio. El encuentro, organizado con la colaboración de la Asociación Pro Terra Santa (ATS), dedicada a ayudar a las obras de la Custodia, llevaba por título “La esperanza entre los escombros”. Estos huérfanos, niños de menos de cinco años, son la encarnación de esta esperanza dentro de la contradicción. Que existan, que tengan toda una vida por delante, es una semilla muy positiva, al margen de todo lo demás. Pero constituyen uno de los desafíos más vertiginosos a los que el país tiene que hacer frente. En el islam, la adopción es casi imposible y Siria no tiene orfanatos para acogerlos. Nadie sabe imaginar un futuro para ellos.
«La liberación de Alepo ha marcado una nueva etapa de la guerra», explicó Abu Khazen. «Ha sido un incentivo para esperar que el resto del país también pueda ser liberado de los grupos terroristas. Y ha alejado el fantasma de una futura división de Siria. Nosotros todavía esperamos la creación de un estado moderno y pluralista, donde los diversos grupos étnico-religiosos puedan convivir pacíficamente».
El obispo contó que el temor era que Alepo pasara bajo control de Turquía. En estos momentos, el ejército regular apoyado por las fuerzas rusas sigue ganando terreno y ha liberado gran parte de la ciudad de Deir ez-Zor, al este del país, vía de acceso a los pozos de petróleo, cuyo aprovechamiento dará oxígeno a la economía siria bajo embargo internacional.
«En Alepo existe un gran deseo de volver a empezar una vida normal. Aunque la nuestra es una ciudad traumatizada. Quien no ha visto morir ante sus propios ojos a algún familiar o amigo, ha vivido directamente la experiencia de los bombardeos indiscriminados, la falta de electricidad y agua».
El obispo mostró imágenes de Alepo antes y después del asedio: las ruinas de la gran mezquita omeya, cuyo majestuoso minarete fue destruido por los terroristas justo antes de retirarse, la gran catedral maronita, hoy sin techo, los palacios entre escombros… «Estamos asistiendo al retorno de varias familias, pero no muchas. Vuelven los desplazados internos y algunos desde el Líbano. Muchos todavía no se fían. Muchas casas, que habían comprado antes de la guerra, han quedado destruidas y la gente no tiene dónde volver».
Pero entre manos no solo está pendiente la reconstrucción de los edificios, sino también la de la gente, las personas y las relaciones. Giacomo Gentile, de ATS, moderados del encuentro, habló de tres millones de niños que nunca han vivido en tiempos de paz. «La última vez que estuve en Siria, las maestras me contaron que algunos alumnos, cuando les preguntaban “¿Qué quieres hacer de mayor?”, respondían “Ser niño”». «Nosotros intentamos hacer todo lo que podemos», añadió Abu Khazen. «En el colegio de Tierra Santa, una gran estructura de Alepo, hemos hecho un campo de fútbol, otro de baloncesto y una piscina para enseñar a los niños a nadar. Algunos adultos no lo entendían. Decían: “Ahora lo que hace falta es comida…”. Yo respondía que la piscina en este momento era tan importante como la iglesia, porque hace falta reconstruir lo humano, y lo humano también pasa por esto».
Otro obstáculo a la reconstrucción del país es la tentación de venganza. «El perdón es una virtud propiamente cristiana, y es la única manera de frenar la espiral de violencia. Una de nuestras misiones como cristianos hoy es mostrar el perdón. En el país hay gente que ha intuido la importancia de esta virtud. Como Ahmad Badreddine Hassoun, gran muftí de Siria. En 2014 mataron a un hijo suyo después de que él lanzara algunas críticas al gobierno. En el funeral, dijo: “Perdono a los asesinos de mi hijo y rezo para que mi esposa pueda hacer lo mismo”».
El muftí, igual que Abu Khazen, espera que Siria pueda dejar atrás la guerra y pueda convertirse en un país moderno y pluralista, donde, como en el pasado, puedan convivir los 23 grupos étnico-religiosos. Como antes, pero mejor que antes. «El muftí ha llegado a desear un estado laico, que no laicista. Queda el problema de la libertad de conciencia y la libertad religiosa, pero si llegamos ahí habrá valido la pena todo este sufrimiento».
¿Y los cristianos? ¿Qué futuro les espera? «La comunidad cristiana tiene muchísimas preguntas. La Iglesia del futuro tendrá otro rostro, respecto al que tenía antes de la guerra. Debemos intentar entenderlo. Por eso estamos organizando un sínodo entre las seis iglesias católicas de diversos ritos presentes en Alepo. Como logo de este encuentro hemos elegido la imagen de los discípulos de Emaús, confortados por la presencia de Jesús».
De vez en cuando, confesó el obispo, alguien le pregunta qué pasaría si los cristianos desaparecieran de Oriente Medio, y él responde: «Vosotros europeos tendríais a los talibanes a las puertas. Nuestra presencia en estas tierras es importante para todos. Es una misión que nosotros vivimos gustosos, testimoniamos a Cristo. Y os pedimos que recéis para que podamos llevar a Cristo a la gente. Pablo, el perseguidor de los cristianos, se convirtió justo a las puertas de Damasco, en Siria. Lo que sucedió una vez quién sabe si puede volver a repetirse».