Una catedral llena de luz, donde se sentía el corazón de una "Iglesia de pueblo", acogió a miles de personas que se dieron cita para despedir al cardenal Scola y le daban las "gracias" por sus seis años de ministerio episcopal en Milán.
Entre las naves, tan llenas como el 25 de septiembre de 2011 -en un domingo de sol radiante, cuando entró solemnemente como pastor ambrosiano-, realmente parecía «que el tiempo vuela», como decía alguno. Quizás en su corazón pensaba lo mismo el ya arzobispo emérito al presidir la tradicional solemnidad de la natividad de la Virgen María el pasado 8 de septiembre, que marca el inicio del año pastoral y que esta vez ponía punto final a su generoso compromiso en la cátedra de Ambrosio y Carlos. Junto a él, en el altar mayor, su sucesor, monseñor Mario Enrico Delpini, el cardenal Renato Corti, una veintena de obispos, entre ellos algunos pastores de las diócesis lombardas, los auxiliares de Milán, los vicarios de la zona, sus más estrechos colaboradores en el gobierno de la Iglesia ambrosiana, los miembros del capítulo metropolitano, cientos de sacerdotes que no quisieron faltar en un momento tan importante, así como el alcalde de Milán, Giuseppe Sala, el presidente del Consejo Regional, Raffaele Cattaneo, y otras autoridades civiles y militares.
La homilía
Todo en la liturgia habla de solemnidad, pero cuando el cardenal cuenta que ha preparado su sermón a partir de «una pequeña confesión personal» sobre una imagen tradicional de María -ejemplo del buen amor universal- a la que tanto afecto tenían sus padres, la conmoción se hace palpable. «Doy gracias a la Iglesia ambrosiana que me ha generado en la fe y de la que he llegado a ser pastor».
Un "gracias" que quiere llegar a todos los carismas y categorías, hombres y mujeres de esta tierra ambrosiana, consagrados, sacerdotes, diáconos, jóvenes y ancianos, pero sobre todo a «los enfermos, a los pobres y a los excluidos». Todos aquellos a los que el entonces nuevo arzobispo, en la misa inaugural de su ministerio en Milán, dijo «os necesito» y a los que ahora dice: «os pido perdón por mis faltas y errores cometidos, os pido que me sostengáis con vuestra oración y afecto».
Un "gracias" nada formal y que Scola delinea o, mejor dicho, «nutre», como él dice, con dos contenidos precisos que han sido al mismo tiempo líneas guía de su episcopado. Ante todo, la convicción, obtenida de sus visitas pastorales, donde se ha encontrado con decenas de miles de fieles, «de que la Iglesia milanesa sigue siendo en sus raíces una Iglesia de pueblo. Claro que ya no es un árbol exuberante en hojas y frutos pero sus raíces siguen muy vivas, y mientras las raíces estén vivas el árbol puede volver a florecer. Si la Iglesia de Milán es una Iglesia de pueblo, cualquier hombre y mujer, en cualquier momento y condición, puede encontrar en ella su casa definitiva. Todos los hombres y mujeres que viven en territorio ambrosiano pueden experimentar el buen amor y encontrar el rostro de Jesús».
El cardenal destacó la esperanza que ha visto concretamente en los rostros de la gente durante sus 26 años de episcopado (el cardenal fue ordenado obispo el 21 de septiembre de 1991), siento pastor de la Iglesia de Grosseto, luego Patriarca de Venecia y finalmente arzobispo de Milán. Con hermosos recuerdos que no le permiten olvidar la enorme pobreza y marginación en que viven demasiados.
«He tenido la suerte de vivir mi ministerio en un momento en que, más allá de las contradicciones, conflictos o problemas que siguen atenazando a nuestra metrópolis, he podido ver no pocos elementos de despertar. Me resulta imposible callar que Milán mantiene una gran capacidad de acogida y que, más allá de comprensibles sacos de miedo, se abre cada vez más a los que son víctimas de diversas formas de exclusión, y que ha desarrollado el gusto del parangonarse y confrontarse entre quienes tienen visiones diferentes del mundo. Fenómenos estos aún más imponentes si tenemos en cuenta el proceso de mestizaje masivo que está teniendo lugar actualmente, también en nuestro territorio. Pero al mismo tiempo advierto la urgencia de decir con franqueza que esto no basta. Hace unos años, en un discurso de san Ambrosio, dije que en Milán faltaba alma. Algunos contestaron a esta afirmación mía. En parte tenían razón, de otro modo este crecimiento de la metrópolis sería inexplicable. Sin embargo, aún queda camino por recorrer».
Un camino que recorrer juntos, sin olvidar nunca que "Dios está con nosotros" porque «no siempre sabemos ver el enorme potencial de esperanza y construcción de vida buena, es decir bella, verdadera y justa, que tal memoria contiene. En consecuencia, a menudo no conseguimos hacérselo descubrir a los jóvenes». No en vano, las orientaciones pastorales propuestas a la diócesis para el Año de la Fe se titulaban “Al descubrimiento del Dios cercano”.
En resumen, un itinerario por el que caminar hacia el bien común, haciendo crecer la amistad cívica, construyendo vida buena, saliendo al gran campo que es el mundo, edificando un nuevo humanismo, dando un alma a la metrópolis, como pedía el cardenal ya en su discurso a la ciudad del año 2014, y amando a la ciudad y a su Iglesia.
Al terminar la homilía, la voz dejaba ver su conmoción al dirigir un ideal y «personal abrazo a todos. Mi temperamento no me hace esto demasiado fácil, sin embargo no puedo dejar de decirlo porque lo siento nacer en mi corazón. En verdad, el abrazo de un obispo es una bendición».