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«Hacer memoria, no por nostalgia sino para despertar el deseo»

22/08/2017

Una fortísima tensión emotiva y un profundo silencio invadieron el auditorio del Meeting con motivo del encuentro con monseñor Pierbattista Pizzaballa, administrador apostólico del Patriarcado latino de Jerusalén, invitado a profundizar en el lema de este año, “Lo que heredaste de tus padres, vuelve a ganártelo para que sea tuyo”.

Pizzaballa definió nuestra época como «el tiempo de la posverdad», donde no hay lugar para Dios, de modo que la idea de hombre y mundo han cambiado radicalmente. Luego identificó un cambio en nuestra realidad de Iglesia, en un periodo poscristiano, consecuencia del hecho de que ya no hay transmisión familiar de la fe. Frente a este cambio, que no solo se da en Europa sino también en Oriente Medio, Pizzaballa señaló algunos puntos fundamentales. «El primero es reapropiarse de la tradición, con un espíritu cristiano. Lo que de hecho hemos recibido de nuestros padres en la fe es nada menos que la verdad sobre el hombre y sobre la historia. Para poseer tal herencia, es necesario que sea comprendida y comunicada mediante un lenguaje nuevo». Al citar las numerosas referencias bíblicas que emergen del lema del Meeting, Pizzaballa subrayó una fundamental, que corre el riesgo de quedar oscurecida: el “tú”. «Un “tú” que para ser un buen heredero debe ante todo hacerse adulto en la fe y en la vida social». Deteniéndose en la palabra “heredad”, especificó de qué modo en el lenguaje bíblico esta no supone solo un paso jurídico, sino más bien un don estable, que no puede perderse y cuyo único propietario es el Señor. Pero para entrar en contacto con la heredad, el primer paso es la memoria, «no una memoria contaminada sino la memoria del don cuyo único autor es Dios, aquello que nos hace vivir».

Volver a ganarse la herencia de los padres significa entrar en posesión de lo único que ya es nuestro. Pero es tarea del heredero acogerlo y personalizarlo. En este sentido, el obispo presentó dos parábolas del Evangelio (la de los talentos y la del tesoro y la perla preciosa) que expresan el significado profundo de poseer y personalidad. De hecho, ambas subrayan que quien posee la herencia tiene necesariamente la tarea de ponerse en juego, corriendo tal vez el riesgo de perderlo todo. De tal modo, no solo se reciben los elogios del dueño sino que se entra a formar parte de su alegría y por tanto de su vida.

Según Pizzaballa, hoy rechazamos lo que hemos recibido, «considerándolo una carga pesada», o nos defendemos «de las instancias de la modernidad, reclamándonos a la tradición de manera nostálgica». Contra el «delirio de la contemporaneidad, que nos pide ser padres de nosotros mismos, debemos hacer memoria de una promesa recibida y transmitida por los padres, porque una sociedad que olvida a sus padres es una sociedad de huérfanos, no de hijos». ¿Pero qué recibimos de esta “promesa que nos precede”? ¿Cuál es el corazón de esta herencia? Pizzaballa da una respuesta que es la clave de su intervención: «Lo que cuenta es la transmisión del deseo de una generación a otra. Por tanto, hacer memoria, no por nostalgia sino para despertar el deseo. Es la manera en que nuestros padres han testimoniado que se puede vivir con ímpetu, con satisfacción». Hay que encontrar los modos de comunicar tal belleza, «porque el hombre contemporáneo, inconscientemente, está esperando esa “buena noticia” que le revela a sí mismo».

Los cristianos deben preguntarse si su “hacer memoria” se corresponde con el deseo de los padres, «que puede convertirlos en protagonistas de la construcción del nuevo mundo al que pertenecen, invirtiendo los talentos que han recibido como don, sin sentirse perdidos porque el viejo mundo se está agotando». A este respecto, el personaje ejemplar fue san Benito. En el siglo VI, ante un imperio que se desmoronaba, se retiró a una vida ermitaña y creó un movimiento que plasmó el mundo antiguo con su testimonio. «Cualquiera que mirara a san Benito y a sus monjes veía en ellos reflejado el deseo infinito de amor y belleza que todo hombre lleva en su corazón, pero que solo el encuentro con testigos sabe desenterrar».

Solo un adulto «es capaz de recibir, elaborar e invertir. Esta gran operación de personalizar la herencia recibida pasa por los pequeños eventos que suceden en la vida. A menudo perdemos tiempo esperando grandes ocasiones, pero la diferencia no está en la entidad del evento sino en implicarse con la conciencia de que lo que está en juego es la vida, sin miedo a perder los afectos, la dignidad, el trabajo, la vida». El miedo a perder el “talento” nos lleva a perder el verdadero tesoro, demasiado a menudo identificado «con una herencia de valores sublimes, de buena ética, cuando en cambio nuestra heredad es la Pascua, de la que nosotros y el mundo tenemos tanta sed». ¿Cómo podemos entender que estamos viviendo por el tesoro más justo? «El signo es la alegría, la alegría de quien ha encontrado la perla preciosa y entonces va y lo vende todo».

Monseñor Pizzaballa terminó refiriéndose a su experiencia como obispo en Oriente Medio, donde las comunidades cristianas están reducidas a cenizas y los pocos cristianos que quedan están a punto de irse también ellos. En este contexto, un joven cristiano palestino que ha estudiado en Europa llamó su atención porque le dijo: «Ligar nuestra esperanza y nuestro futuro a soluciones políticas o sociales solo creará frustración. Lo que salvará al cristianismo será el arraigo en Cristo». Los cristianos están llamados a evangelizar y testimoniar lo bello, lo bueno y lo verdadero que existen en el Evangelio y en la tradición, sin lamentarse por lo que se ha perdido. «Hay que ser capaces de un anuncio comprensible y atractivo. No sirve hablar de valores cristianos sin decir que Cristo es lo mejor que podemos encontrar. Nada de muros que separen porque no hay nada que no se puede valorar desde la experiencia del Evangelio».

Con un tierno tirón de orejas a un público que encontraba problemas ante ciertas preguntas sobre las Sagradas Escrituras («Debéis leer la Biblia…»), Pizzaballa llegó a la conclusión recordando que la Jerusalén celeste del Apocalipsis es una construcción común entre Dios y el hombre. «Por eso, Dios nos entrega sus talentos, a nosotros nos toca la tarea de convertirlos en ladrillos de la nueva Jerusalén».