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El obispo migrante

Luca Fiore
07/04/2017 - Un millón de cristianos en la tierra de los emires. Todos expatriados por motivos de trabajo. Es el “rebaño invisible” que cuida monseñor Paul Hinder: «Son mis maestros de fe». Como aquellas cuatro monjas convertidas en mártires en Yemen.
El cardenal Pietro Parolin y monseñor Paul Hinder inauguran la iglesia <br>de Sanit Paul con el jeque Nahyan bin Mubarak Al Nahyan, el 12 de junio de 2015.
El cardenal Pietro Parolin y monseñor Paul Hinder inauguran la iglesia
de Sanit Paul con el jeque Nahyan bin Mubarak Al Nahyan, el 12 de junio de 2015.

«Soy un obispo migrante de una Iglesia migrante», dice con educado acento germánico. Paul Hinder es capuchino suizo alemán, nacido en Lanterswil, un pueblo del cantón de Turgovia. El 22 de abril cumple 75 años, que para un obispo es una meta importante: tendrá que presentar su renuncia al Papa. Los últimos trece los ha pasado en Abu Dabi, sede del Vicariato apostólico de Arabia del Sur, que comprende Emiratos Árabes, Bahrein, Omán y Yemen. Todos países musulmanes (gobernados por la sharía), pero donde a los cristianos se les concede libertad de culto en lugares autorizados. Dubai es el símbolo del desarrollo de estos países. Un pueblo de pescadores que en cuarenta años se ha convertido en uno de los centros del business mundial. El capital procede del petróleo árabe, pero los brazos que amasan el cemento llegan del otro lado del océano. Sobre todo de la India, Filipinas, Pakistán, Corea del Sur. Cientos de miles de migrantes con pocos derechos y salarios famélicos. Entre ellos, muchísimos cristianos. Al menos un millón. Son el rebaño del que todos los días se ocupa monseñor Hinder. Y si en los Emiratos Árabes, Bahrein y Omán la vida de los cristianos es difícil pero sustancialmente tranquila, la situación en Yemen es dramática. Allí se vive la más clásica de las guerras olvidadas. Los cristianos que quedan son apenas unas decenas. Entre ellos, en Adén, hasta hace un año, había cinco hermanas de la Caridad y un sacerdote diocesano que se ocupaban de un grupo de discapacitados. La mañana del 4 de marzo de 2016 unos desconocidos se introdujeron en el centro de acogida, mataron a cuatro de las hermanas y secuestraron al padre Thomas Uzhunnalil. «Aquel», confiesa Hinder, «fue el momento más difícil».

¿Qué ha aprendido de estos años en Abu Dabi?
He tenido que aprender a ser obispo, y serlo en países muy especiales. Mis fieles han sido mi rebaño, pero también los maestros que me han ayudado a crecer en la fe. Vivir en un país tan diverso con personas culturalmente tan distantes me ha enriquecido mucho.

¿En qué sentido?
Aquí todos vienen de lejos, incluido el obispo. Somos una iglesia migrante. No hay seguro de ciudadanía, nadie sabe cuánto tiempo podrá quedarse en estos países. Esta dimensión me recuerda constantemente la experiencia del Éxodo, que es la historia de un pueblo migrante. Igual que Abrahán, a quien Dios dice: «Sal de tu tierra hacia la tierra que yo te mostraré». En este sentido, somos una Iglesia peregrina.

¿Qué características tiene este tipo de Iglesia?
Tenemos pocas parroquias en comparación con el número de fieles. En Abu Dabi, en la parroquia de Saint Joseph, tenemos 18 misas festivas. Celebramos en 18 idiomas distintos, pues hay noventa nacionalidades. Cada iglesia tiene a su alrededor un compound, que no solo se convierte en un punto de encuentro para la oración sino en un lugar donde la gente se encuentra y se siente como en casa. Es un lugar donde se practica la fe pero también se viven relaciones sociales con gente del propio país de origen o pertenecientes a otras culturas. Aunque no siempre es fácil participar en la vida de la comunidad.

¿Por qué?
Los que viven en residencias cercanas a los lugares de trabajo –aquí son pocos los que pueden permitirse tener coche– tienen que hacer los viernes 100, 150, a veces 300 kilómetros para venir a misa.

¿Qué otros desafíos hay?
Ante todo, mantener la fe en un contexto que, si bien no se puede definir de hostil, tampoco se puede considerar favorable. Vivir como una minoría en una sociedad tan fuertemente marcada por el islam no es sencillo. A veces da miedo retratarse por las posibles consecuencias a nivel profesional. Pero sobre esto, generalmente, me admira la fidelidad de nuestra gente, a pesar de todo. Está claro que depende del contexto. Hay quien está bien y quien tiene que luchar por sobrevivir. Todos tienen unos ingresos más o menos regulares, aunque modestos. Pero gran parte del dinero lo destinan a sus familias en sus países de origen. Luego, muchos viven una gran soledad. El esposo o la esposa están a miles de kilómetros y para nadie es fácil vivir el celibato en una situación así.

¿Cómo ayuda la fe en circunstancias como estas?
Aquí o vas a la raíz o pierdes la fe. El otro día acogimos a dos sacerdotes de la India y me decían que la gente está más implicada en la vida de la comunidad que en su propia casa. La vida del migrante es así: te obliga a ir más a fondo. No digo que sea la condición ideal, pero mucha gente viene a rezar con nosotros en días laborales, muchos participan en grupos carismáticos, están acostumbrados a acercarse a la vida sacramental. Yo les miro y me siento pequeño ante esa intensidad de fe que, en su forma de expresarse, está muy lejos de la sobriedad suiza en la que me he criado. Al principio no fue fácil acostumbrarme, y todavía hoy, a veces, debo reconocer cierto freno porque se corre el riesgo de exagerar.

¿Cómo han cambiado las relaciones con el mundo musulmán en estos años?
La impresión es que, al menos para los Emiratos Árabes y Omán, la situación ha mejorado desde que llegué. Tal vez con el tiempo he reducido mis expectativas, pero con el tiempo también he aprendido la paciencia y la sigo aprendiendo. Hoy las relaciones con las autoridades son distintas, y también me siento más libre y más aceptado. Para un suizo, nunca es fácil moverse en un contexto monárquico.

Paciencia, ¿por qué?
Ha habido miles de dificultades, pero algo hemos podido hacer. En los últimos diez años hemos construido o reabierto siete iglesias. En los Emiratos hemos inaugurado dos nuevas escuelas y el emir de Ras al-Khaima nos ha donado un terreno enorme para construir otra. Es un gesto que al inicio de mi mandato habría imaginado imposible.

¿Escuelas para quién? ¿Para los hijos de los migrantes?
Sobre el papel están abiertas a todos, pero la mayoría atiende a los hijos de los cristianos. Aunque no solo, también vienen musulmanes, budistas e hinduistas. En algunas incluso tenemos alumnos de los propios Emiratos.

¿Qué impresión tiene, desde Abu Dabi, de las dificultades que vive Europa para encontrarse con el mundo musulmán?
Me llama la atención el clima de miedo que se está generando. Pero ese clima, que los partidos de extrema derecha contribuyen a alimentar, me parece injustificado. Ha habido progresos en el ámbito de la integración. También hay problemas, se han cometido errores, es cierto, pero se ha creado una atmósfera de sospecha que ve un terrorista detrás de cada musulmán. Hace falta más valor para entrar en relación con estas personas y conocer mejor su mundo.

¿Qué supuso para usted la tragedia de Adén?
Fue un golpe muy duro. Estaba en Suiza y tuve que ocuparme de poner a salvo a la hermana que sobrevivió. Hasta hoy seguimos sin saber exactamente quiénes fueron los responsables. Sabemos de un grupo radicalizado que hace referencia a un imán de la mezquita cerca del lugar donde estaban las hermanas. Yo sabía que para ellas era peligroso estar allí pero nunca me habría esperado un acto criminal así.

¿Son mártires?
Sí, el suyo es el testimonio de los mártires de la fe. Una fe que espero que dé frutos en el futuro. Pero no olvidemos a las otras doce personas asesinadas en el atentado, de las que solo una era cristiana; los otros eran musulmanes culpables de colaborar con esa obra de caridad. Siento que soy corresponsable de un drama que habría podido evitarse. Por otro lado, sigo convencido de que su presencia, su testimonio, era importante en un país destruido por una guerra que es civil pero también está causada por intervenciones externas.

La única superviviente fue sor Sally. ¿La ha visto?
Me ha dicho que está preparada para volver a Adén y que espera el día en que pueda hacerlo. Ella es sustancialmente la única testigo de lo que pasó. Hace unas semanas, en Amán (Jordania) celebré una misa en memoria de estas cuatro monjas junto a sus hermanas. A una docena de ellas las conocía porque habían estado antes en Yemen. Algunas de ellas trabajan en otros lugares, otras esperan poder volver a Adén.

¿Y el padre Thomas?
Pido al Señor que nos conceda la gracia de devolverlo a casa sano y salvo. Rezo por él todos los días e invito a todos a que lo hagan, pero no hago declaraciones sobre este caso para no dar signos equívocos a quien lo tenga prisionero.