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PALABRA ENTRE NOSOTROS

El jubileo y la vida

Luigi Giussani

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani en la preparación del Jubileo de la Redención.
Duomo de Palmanova, 15 de junio de 1983


Todos sabemos que el primer gesto oficial y clamoroso del pontificado de Juan Pablo II fue la encíclica que empezaba con las palabras Redemptor hominis, Jesús Redentor del hombre. ‘Redentor’ del hombre significa en primer lugar que Cristo asegura el significado de la vida y, por tanto, revela su destino y nos otorga la fuerza para alcanzarlo. Antiguamente se decía: «Es Redentor porque es salvador del alma, porque salva el alma». Sin embargo, el Papa no utiliza la expresión «salvar el alma», sino «Salvador del hombre». Y el hombre indudablemente lleva lo eterno en sus entrañas, en su naturaleza inmortal, pero antes que nada, debe recorrer su camino en esta tierra, debe vivir su existencia en el tiempo y en el espacio.
Cristo Redentor del hombre no es sólo Aquel que asegura al hombre su destino eterno, la salvación eterna, como decía el catecismo antiguo, sino Aquel que salva, es decir, redime la vida del hombre en la tierra, la vida del hombre que camina, del hombre que se levanta por la mañana, va a trabajar y se acuesta por la noche: Cristo es el Salvador del hombre entero, hoy y mañana. Tal vez antes se subrayaba exclusivamente el mañana; pero el presente, ¿para qué se nos da sino para el mañana? ¿Qué implica un camino sino su fin, su meta, su destino? Creo que el hombre de hoy tiene necesidad de percibir completa la propuesta y de comprender ante todo qué significa que Cristo es el Salvador de su vida presente.
Los venecianos, que construyeron Palmanova como una fortificación frente al peligro turco y al imperialismo nórdico, definían esta ciudad como propugnaculum Patriae, propugnaculum Italiae e propugnaculum Fidei: avanzadilla en defensa de la Patria, de nuestro Friuli, de Italia y de la fe. A nosotros nos resulta extraña esta unidad profunda que en la conciencia cristiana antes era habitual, porque la fe, que vibra en la conciencia de la persona, se convierte siempre en luz y energía para las relaciones y, por eso, es fuente de vida social, uniendo en el tiempo el destino del individuo al de su gente, su pueblo.
Creo que nadie ha manifestado esta visión unitaria como Juan Pablo II - porque la posee hasta la médula y en el corazón -. La posee en el fondo de su corazón porque a la fe, en la tradición polaca, nunca le ha faltado esta unidad, esta profundidad y unidad de concepción.

Destino de felicidad
Querría primero detenerme en el aspecto tradicional, inmediato y último de la primera encíclica de Juan Pablo II. Cristo Redentor del hombre, como aquel que salva al hombre y su destino; porque, como dice el gran filósofo judío americano Heschel, al hombre no le interesa tanto profundizar en sus orígenes como comprender bien dónde va a acabar, cuál es su destino.
Si una mujer fuese tan reflexiva como para preguntarse al dar a luz a su hijo, mirándolo entre sus brazos por primera vez, dónde acabará, cuál es su destino, qué será de él, si en medio de la intensa emoción de ese momento pensara esto, le asaltaría un temor imprevisto porque no puede protegerlo, porque no puede proteger a su criatura de todo como lo hacía en su seno. Me acuerdo de una señora que venía a confesarse hace muchos años todas las semanas; tenía una niña. Durante una temporada dejó de venir. Cuando volvió me dijo: «He tenido mi segundo hijo». Y antes de que le diera la enhorabuena me dijo: «¿Sabe cuál fue el primer sentimiento que tuve en cuanto me di cuenta de que había nacido? No pensé si estaba bien, si había sido un niño o una niña, sino: “ya empieza a alejarse”». Este es el sentimiento más dramático que, consciente o inconscientemente, nace en el corazón de una mujer que acaba de ser madre porque, a medida que el tiempo pasa, esa criatura tan suya parece que cada vez es menos suya, precisamente porque no está en sus manos su destino. Por tanto si una mujer al tener un hijo pensase: “¿Dónde acabará?”, y no existiera un destino de felicidad, sería un delito tener hijos, porque no sólo es un delito matar, también lo es empujar a alguien a una situación mortal; sin un destino de felicidad no solo sería un delito infligir penas y dolores a un ser vivo, también lo sería colocarlo en situaciones en las que pudiera padecer dolores incluso atroces.
¿Quién lo sabe con certeza o quién lo puede evitar? ¿Quién puede hacer un proyecto que no implique esta posibilidad? Lo único que hace razonable el nacimiento de alguien es el anuncio y la seguridad de un buen fin, el fin bueno o, como he dicho antes, la palabra que sólo la fe pronuncia con seriedad, la más sería de la vida que fuera de la fe se desvanece y vacía todo su contenido: la palabra ‘felicidad’.
Sólo la seguridad de un destino de felicidad hace razonable ser madre. ¿Y hay un gesto más natural que el de ser madre? ¡No! Por tanto no existe nada más necesario, más acorde, más cercano a la carne de una madre, y por tanto a la expresión más original de la naturaleza, que aquella voz que ha entrado en el mundo y que no lo abandonará nunca: nadie podrá eliminar del oído del hombre esta voz “física” que asegura al hombre un destino feliz. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero - dijo una vez esta voz entre la gente que le rodeaba en una plaza -, si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?»1. Este es el valor supremo de la persona que una madre, en la práctica, siente y percibe cuando mira y se dirige a su hijo - aunque tenga siete hijos o doce, porque es inconfundible el «tú» que dirige a cada uno. ¡Lo que ella advierte que es el carácter irreducible de este misterio que es el destino de felicidad que constituye al hombre!

Por amor a cada hombre
Me acuerdo y me acordaré siempre (a mis amigos jóvenes se lo cuento de vez en cuando) de una vez que fui a visitar una misión en el Amazonas, en el Ecuador, un territorio inmenso que los Padres del PIME cubrían por zonas; cada uno tenía asignada una zona, y así en un año veían por lo menos una vez a todos los habitantes de ese territorio en el que no hay carreteras, sólo ríos en la selva, y que siendo casi tan grande como Italia, contaba con sesenta mil habitantes. Cuando uno de estos padres iba, como ellos lo llamaban en “tesoblica”, recibía la absolución in articulo mortis, porque ese viaje por la selva plagada de serpientes y de otros animales suponía un peligro mortal. Un día un tal padre Titta que iba empezar su visita me dijo: «ven también tú». Yo no entendí que era una broma, respondí inmediatamente que sí y me fui con él. Llegó la noche y le vi ponerse unas botas que le llegaban hasta la cadera y después, sonriendo, se metió en un pantano. El fango le llegaba por encima de las rodillas. Tardaba un minuto en avanzar un metro y tenía ya una nube de insectos molestándole. Yo estaba quieto mirándole y me dijo: «No puedes seguir». Tenía que pasarse ocho horas por la noche en esa difícil operación para ir a ver a uno sólo, al que llamaban “caboclo” (uno de esos indígenas que viven extrayendo el caucho de los árboles para ganarse unos pocos céntimos), para ir a ver a uno, ¡solamente a uno! Yo me veo ahora en aquella situación, mientras el padre misionero se marchaba y de vez en cuando se volvía para saludarme con una sonrisa irónica y yo pensaba: «Soporta toda esta dificultad, arriesga su vida para ir a ver a un hombre al que tal vez nunca ha visto y que no volverá a ver, ¡a un sólo hombre!». Y a la puesta de sol, recuerdo que tenía ante mis ojos mucho más que la luz cegadora, tenía la idea grande que me embargó el alma: «¿Qué es el cristianismo? Es el amor al hombre, no a la humanidad, sino al hombre, a cada hombre concreto».
Como dice el Papa - que cuando habla de humanidad repite siempre: «Hablo de cada hombre», y de vez en cuando dice «tú» -, el cristianismo es el amor al hombre que sólo Dios podría tener, que puede tener (un amor más grande que el de una madre). «Cristo, Dios hecho hombre por amor al hombre, ha dado su vida por mí y ha muerto por mí»2, decía san Pablo. No existe ninguna realidad humana, ninguna empresa humana que mire al hombre de esta manera, que mire al hombre como persona y que mire a la persona como un ser que tiene un destino incomparable, irreducible, un destino eterno. Todo lo que el hombre hace por otro hombre, incluso en el mejor de los casos, no escapa a lo que observaba un filósofo laico como Kant: «El hombre no puede hacer algo por otro hombre sin que exista un mínimo de interés, un criterio de contrapartida, una expectativa».
La pureza absoluta, la verdadera gratuidad, se llama «caridad», en el sentido literal de la palabra, porque en griego gratuidad se dice charis. Esto sólo es posible para quien trata verdaderamente de seguir a Cristo como ese padre que todavía llevo en mi mente. Cristo es la salvación del hombre, Aquel que asegura a una madre que va a tener un hijo la racionalidad de ese acontecimiento, Aquel que asegura al hombre la eternidad de su destino y el cumplimiento de su inagotable sed de perfección o de satisfacción (dos palabras que el latín quieren decir lo mismo), o de felicidad.

Un acontecimiento que toca el tiempo, el instante
Por esto, aquella tarde en la sinagoga, cuando todos se había marchado escandalizados por lo que había dicho Cristo: «Comeréis mi carne», a la pregunta que rompió el silencio abrumador, frente a los pocos que habían quedado: «¿También vosotros queréis marcharos?», San Pedro respondió: «Aunque no entendemos lo que dices, si nos alejamos de ti, ¿dónde vamos a ir? Sólo tú tienes palabras que dan sentido a la vida»3.
Cristo es el redentor del hombre, no sólo en su salvación final, sino también durante este tiempo de existencia que atraviesa las situaciones más variadas, precisamente porque esta certeza hace descansar al alma, reconforta el alma, el corazón del hombre que cada día se pone en camino; porque no hay nada que le haga respirar ahora, en este preciso momento en el que uno lo piensa o lo escucha; no hay nada que le haga respirar, que le reconforte y que le de vida como este anuncio seguro y cierto: «venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré; cargad con mi yugo, porque mi yugo es suave y mi carga ligera»4. Por eso, desde el fondo del corazón, esta Redención toca el tiempo, toca el instante en cada situación.
No hay ninguna sugerencia, como ya he dicho, que nos haga respirar totalmente, a pleno pulmón, no existe ninguna promesa y ninguna alegría fuera del horizonte de esta certeza, porque la alegría que el hombre alcanza es una alegría falsa, no en el sentido malo del término, sino porque para mantenerse incluso unas pocas horas tiene necesidad de olvidar o de renegar de algo.
Pero frente a ese Hombre y a la promesa que Él encerraba (la gente iba detrás de Él por esto, por esta promesa que Él encerraba) la gente decía: «¡Este sí que habla con autoridad!»5. La autoridad, cada uno de nosotros lo sabe, es la experiencia de un encuentro que hace empezar de nuevo la vida, hace comprenderse más profundamente a uno mismo. Decían: «Nadie ha hablado nunca como este Hombre!»6, porque el gran criterio que aplicamos en la mezquindad de nuestras decisiones cotidianas (ir a ver una película, ir o no a clase, decidir quedarse en casa en vez de ir a trabajar) es único: es esta sed de felicidad la que nos empuja desde el fondo. Ninguna otra promesa abre el corazón y los pulmones, restaura. Dentro del clima que ella instaura incluso las fatigas se hacen tolerables.
Recuerdo ahora a una chica que murió hace algunas semanas; hasta hace tres o cuatro años se revelaba profundamente contra su vida, que había sido un martirio desde el punto de vista físico y familiar, pero después, al abrazar la fe, se había pacificado. Hace seis meses se le manifestó un cáncer y cuando lo supo con certeza llamó a todos los amigos que no veía desde hacía diez o veinte años diciéndoles: «Ven a verme porque dentro de poco moriré». Cuando le expresé cuánto me edificaba, me dijo: «Pero yo soy feliz y también a mis compañeros de trabajo les digo: “Vosotros, que sois inteligentes, no tenéis nada que llene el instante, que le dé alegría. Para mí el instante tiene sentido y yo sé qué quiere decir ofrecer”».
No existe ninguna promesa más humana que aquella. Por eso vale lo que decía san Pablo: la adhesión a Cristo, la Pietas (pietas es una palabra latina que significa la relación que nos vincula a los principios de nuestro ser y por eso se dice que se tiene piedad de los padres, pietas in parentes, o bien de la tierra, pietas in patria, o bien de Dios, pietas in Deum), es decir la relación con Cristo ad omnia utilis est7, es útil para todas las cosas, conteniendo en sí la promesa para los siglos futuros y para el presente. Esto es lo que Juan Pablo II tiene ante sus ojos al proponer a Cristo Redentor.

Una desproporción radical
Querría que lo entendiéramos mejor indicando los dos factores que Cristo, al entrar en nuestra vida, pone en juego. Cristo reclama al hombre a lo que muchos teólogos parecen haber olvidado después del Concilio Vaticano II (raramente se ha oído hablar de esto durante los veinte años después del Concilio): el hombre no es capaz por sí mismo de ser hombre. Yo lo explico a mis amigos jóvenes así: «Decidme si existen tres experiencias más humanas que éstas: el amor entre un hombre y una mujer, el amor de los padres hacia los hijos, y el amor, la pasión, por la vida de los hombres en general, es decir la política (la política es interesarse por los hombres para que vivan mejor). Decidme, por favor, si existen tres fuentes de egoísmo más grandes que éstas, porque el hombre en el fondo está dividido». La doctrina cristiana lo llama pecado original.
Me permito leer algunas afirmaciones del papa sobre este tema: «[El hombre] tiene que contar con la pobreza radical de su condición de criatura, apresada entre límites de todo tipo; debe además avanzar a tientas entre las densas sombras que interrumpen el camino en el que se afana su inteligencia deseosa de verdad; sobre todo experimenta las ataduras fuertes de una fragilidad mortal que le expone a los más humillantes compromisos [y al egoísmo].
No tengáis miedo de reclamar a los hombres de hoy a sus responsabilidades morales.
Entre los muchos males que aquejan al mundo contemporáneo el más preocupante es un terrible debilitamiento de la conciencia del mal [decíamos antes: el hombre para estar tranquilo tiene como arma renegar u olvidar, pero esto no es razonable]. Para algunos la palabra “pecado” se ha convertido en una expresión vacía detrás de la cual sólo se ven mecanismos psicológicos desviados que hay que reconducir a la normalidad mediante un oportuno tratamiento terapéutico [basta un poco de psicoanálisis y todo se resuelve]. Para otros, el pecado se reduce a la injusticia social, fruto de las degeneraciones opresoras del [llamado] “sistema” e imputable por tanto a aquellos que contribuyen a su conservación [por esto bastaría cambiar el sistema, como escribía hace cincuenta años un gran poeta inglés, profeta de nuestra época, Eliot: «Los hombres buscan refugio después de haber perdido la luz, buscan evadirse de sus tinieblas interiores y de la oscuridad exterior soñando sistemas tan perfectos que le eviten al hombre tener que ser bueno»8, eliminando la responsabilidad de la persona]. Otros creen que el pecado es una realidad inevitable, debida a las invencibles inclinaciones de la naturaleza humana y no atribuible por tanto al sujeto como responsabilidad personal. Están aquellos que, admitiendo un genuino concepto de pecado, interpretan de forma arbitraria la ley moral y, alejándose de las indicaciones del Magisterio de la Iglesia, se alían pasivamente con la mentalidad permisiva común»9.
El hombre de hoy, dice el Papa, trata por todos los medios posibles de evitar una responsabilidad que es personal, precisamente eliminando el pecado. La consideración de estas diferentes actitudes revela lo difícil que es llegar a un auténtico sentido del pecado si uno se cierra a la luz que viene de la palabra de Cristo.
«Cuando alguien se apoya únicamente en el hombre, en sus limitadas y unilaterales visiones, desemboca en formas de liberación que acaban por propiciar nuevas y a menudo más graves situaciones de esclavitud moral». Es lo que dijo el papa al final del discurso del Meeting de Rímini en 1982 cuando afirmó que el hombre en la época moderna ha hecho todo lo posible por hacer más humana, más habitable la tierra y la vida, pero el resultado ha sido que está cada vez peor como hombre; y añadía que esta degradación parece imparable.
La primera verdad a la que el Año Santo nos reclama y que Cristo Redentor nos impone es que el hombre es pecador. “Pecado”, en todas las lenguas occidentales cualquiera que sea su formulación, quiere decir «desvanecerse»; tanto es así que se equipara con “defecto”, que en latín quiere decir «desvanecerse», como cuando uno se desmaya . El pecado es desvanecerse. El pecado es decir que amas a una mujer cuando no es verdad, decir que amas a tus hijos cuando no es verdad, decir que quieres el bien de la humanidad cuando no es verdad; es este “no es verdad”; San Juan en su Evangelio identifica la palabra “pecado” con la palabra “mentira”10. Cuando Cristo dijo: «todos vosotros sois malos»11, quería decir que el hombre es incapaz de realizar lo que siente como exigencia de su naturaleza, es incapaz de realizarse a sí mismo.
El hombre al mirarse a sí mismo no puede evitar la tentación de desanimarse. Precisamente para evitarlo la mentalidad común trata de eliminar la consideración misma de lo que es el hombre y acabar con la idea de pecado. En cambio, sin la idea de pecado (¡qué paradoja!) el hombre se reduce a una marioneta; sin la idea de pecado queda como un puro mecanismo, porque no tendría libertad.
El Papa tuvo el valor de decir en su discurso a la UNESCO del 2 de junio de 1980 que sin la plenitud de Cristo la razón no se mantiene como tal.
Lo primero que el Año Santo tiene que hacer es despertar en nosotros la conciencia de que somos pecadores, la incapacidad del hombre para llegar a alcanzar lo que desea en cada vibración ideal de su corazón. Yo repito siempre un párrafo del escritor protestante Ibsen, en el que habla de un hombre que se pasa toda la vida buscando la honestidad absoluta. En la última escena, mientras está de pie en el escenario, cerca de su cabaña en mitad de la ladera del monte, de repente ve que se le echa encima una avalancha y grita a Dios, mientras el ruido de la avalancha se hace cada vez más ensordecedor: «¡respóndeme, oh Dios, en el momento en el que la muerte me envuelve! ¿Puede un hombre, con toda su voluntad, llegar a realizar un solo acto perfecto?»12. No creo que esto sea algo abstracto o sutilezas propias de ciertos espíritus. En mi opinión, es un veneno o el remordimiento que nos hiere cada día y que consume nuestras mejores energías. Mientras debería ser el reclamo doloroso a lo que somos: sed de infinito, ímpetu ideal, pero incapaces - incluso en el más pequeño gesto de cada día - de ser gratuitos, como es propio de nuestra estructura, de nuestro ser espiritual; de tener un amor gratuito, capaces de amor gratuito, verdadero, neto, al hombre, a uno mismo y a las cosas. Continuamente nos protegemos con la mentira para podernos soportar, tenemos que olvidar o renegar de algo para soportarnos.
El protestantismo al llegar a este punto diría: «aunque seamos así, Cristo al final nos salvará». Quien haya visto la película de ese otro gran artista protestante, Dreyer, habrá quedado impresionado porque ésta es la idea fundamental del gran espíritu de Martín Lutero: un sentido muy vivo de lo que es el hombre y que Cristo ha desvelado con toda claridad, del hombre pecador; pero este Cristo, que te hace descubrirte pecador, cuando te mueras te salvará igualmente.

Misericordia: el principio de un mundo nuevo
El anuncio cristiano no es así: en efecto, el anuncio cristiano no es solamente Cristo, Dios que se acerca a ti porque eres culpable y pecador, sino que es Dios que muere y resucita, y pone en la carne y en los huesos de la humanidad la posibilidad de sumarse a la Resurrección. La Resurrección de Cristo constituye el inicio de un mundo nuevo, el origen de la posibilidad de empezar de nuevo para el hombre, no en el más allá, sino aquí. Cristo resucitado es más poderoso que el pecado y que la muerte; con Cristo nosotros podemos - esta es la palabra - cambiar. Somos desde hace mucho tiempo como enfermos incapaces de mantenerse en pie, pero apoyados en las espaldas de un enfermero o de un familiar podemos empezar a dar los primeros pasos. Sólo en la compañía de este Hombre que es Dios el hombre puede cambiar y por eso la virtud propia, la característica propia del corazón cristiano es la esperanza. La esperanza no como la entiende normalmente el mundo, que para afirmarse tiene necesidad de censurar algo, es decir de olvidar algo, sino la que nace de la conciencia clara de la propia miseria, del propio pecado. San Juan en su primera carta les dice a los primeros cristianos que nosotros hemos creído en el Amor13. Reconocer la Presencia de este Dios, que se ha hecho uno de nosotros, de Ti, oh Cristo, me reconforta y me hace empezar de nuevo: por mil veces que me equivoco, mil veces estoy seguro de Ti; mil veces Tú me vuelves a dar la fuerza para reconstruirme. ¿Cuántas veces tenemos que perdonar? ¡Siempre! Perdonar no quiere decir: «pongámonos una venda en los ojos». Perdonar quiere decir hacer revivir, hacer renacer. La palabra verdadera que el Papa usa para el Año Santo, la gran palabra con la que Dios se ha definido a sí mismo (no el Dios del pensamiento o el Dios de los muertos, sino el Dios de los vivos, el Dios verdadero que ha entrado en la historia) es la palabra misericordia.
Hace algún tiempo una chica me llamó desde la clínica donde estaba ingresada y me dijo: «¿Sabe, don Giussani?, he entendido lo que es la misericordia». Yo, un poco extrañado, le pregunté: «Y ¿qué es?». «Es la justicia que recrea» y después colgó. Rara vez mis maestros me han dicho una verdad así. «Justicia que recrea» porque no oculta lo que soy, sino que me da la fuerza de una Presencia que me reconstruye mil veces al día. El hombre ya no está definido por su error, sino por esta Presencia; reconoce que esta Presencia es enteramente suya. Esto es el amor: afirmar a Otro. Por eso el hombre ya no está determinado por su error, sino por el amor, es decir, por el reconocimiento de ti, ¡oh Cristo!
Una vez encontraron a San Francisco de Asís en el bosque de la Verna postrado en tierra repitiendo continuamente: «¿Quién soy yo? ¿quién eres Tú?». Esto es el anuncio del Año Santo: una esperanza renovada.

La esperanza en una Presencia
En Guatemala, Juan Pablo II dijo que Cristo es el instrumento de un mundo nuevo. Esta esperanza no se apoya en mis recursos o en los recursos de ese yo proyectado que son la sociedad, los jefes y las cosas que el hombre crea; esta nueva vida, esta esperanza está fundada en esta Presencia. En el fondo, la fe es reconocer una Presencia y esto da ánimo mil veces al día, en cualquier situación en la que te encuentres, incluso en la muerte y, por tanto, da la capacidad de abrirse a los demás con pureza, es decir, con gratuidad. Por eso Cristo, Redentor del hombre, no vale sólo para el más allá, sino para aquí hoy, para este momento, para dentro de una hora, dentro de la compañía en la que estoy, de la compañía en la que estaré y por eso esta esperanza no tiene límites, abraza al mundo entero.
Por su naturaleza esta esperanza es social; por su naturaleza no existe ningún problema ni exigencia ni situación humana por la que el hombre no se sienta interrogado, por la que no se interese positivamente. La gran fórmula de la vida cristiana afirmada por San Pablo es: In spe contra spem14. Por eso el cristiano es eminentemente un hombre que se compromete en su relación con las personas y con las cosas en cualquier situación, incluso en la política porque esta Presencia ha movido las aguas de nuestro gran, terrible y horrible estado, del gran pantano de nuestra impotencia; esta Presencia ha entrado y ha movido todo, estas olas llegan hasta las orillas extremas, abrazan el mundo hasta los confines de la tierra. Por eso no hay nada que le sea ajeno a mi instante concreto; vivo cada instante concreto como un intento de amor que se llama en el lenguaje cristiano, «ofrecimiento» por el mundo entero. Este ofrecimiento me hace llorar con dolor por mi mezquindad y me abre en la alegría de la esperanza porque no se apoya en mí, aunque pasa a través de mí, me usa a mí. Por eso aunque sea tan mezquino como para dar tan poco, doy este poco. La esencia más íntima de cada Año Santo está precisamente en un movimiento espiritual de fe y esperanza que hace congregarse a los fieles, con un impulso renovado hacia Cristo Redentor. Un fragmento de este movimiento espiritual sois vosotros, pero este movimiento no puede subsistir si no es con la responsabilidad de cada uno tal y como es.