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Huellas N.8, Septiembre 2004

CULTURA Año Jacobeo

El Camino de Santiago y la civilización occidental

José Caballero Portillo

Desde hace más de mil años millones de personas han peregrinado a Santiago de Compostela. ¿Por qué? Esta pregunta es hoy en día aún más pertinente que en siglos pasados, ya que vivimos rodeados de mil comodidades que hacen la vida mucho más fácil. Sin embargo, el confort no nos da ni un gramo más de felicidad. La exigencia de la que surge la peregrinación. La historia, los riesgos y los signos que acompañan el Camino

En muchas ocasiones vivir cómodamente embota nuestro corazón y nos hace insensibles a las necesidades más vitales de nuestra persona. El ser humano hoy experimenta el vacío que nos dejan las cosas y necesita de algo más que llene de sentido cada instante, pero que no puede conseguir con su solo esfuerzo.
Los santos son los que mejor han hecho experiencia de ello. Para San Pablo el santo no es el ser pluscuamperfecto sino el que más ha experimentado el vacío de las cosas y por ello más se adhiere a Dios, el único que llena su corazón. Santo es el hombre o la mujer que vive en camino hacia Aquel que es más grande que su límite.

En el extranjero
En este sentido, el santo es el hombre que peregrina, el que va más allá de sí mismo, el que camina hacia Dios. La palabra peregrino deriva de la latina peregri o «en el extranjero». Peregrino es quien va más allá, se adentra en tierras extrañas en busca del cambio de su persona. Se peregrina, se camina para llegar más allá de uno mismo, no sólo física sino también metafísicamente. Por eso, desde muy antiguo enterrar a lo largo de los caminos ha sido la manera de expresar la creencia en la otra vida.
Es una realidad humana antiquísima, común a muchas religiones. Pero en el caso cristiano la peregrinación es distinta. En vez de colocar los muertos a lo largo del camino, en el caso de Santiago de Compostela es el sepulcro del santo el que genera el camino.

Por toda Europa
Las peregrinaciones cristianas experimentaron un notable impulso con el II Concilio de Nicea (787), al acordarse que las nuevas iglesias que se construyeran deberían contener las reliquias de algún santo. Desde entonces el pueblo cristiano peregrinó por toda Europa, preferentemente al santuario más próximo, dadas las dificultades de movimiento de la época, pero también los sepulcros de santos importantes atrajeron a gentes procedentes de puntos muy alejados. Así se dieron las peregrinaciones al Santo Sepulcro de Jerusalén, a los sepulcros de San Pedro y San Pablo en Roma, a San Marcos de Venecia, a los Reyes Magos de Colonia, a la Magdalena de Vézelay, o al sepulcro de Santo Tomás Becket en Canterbury.
La peregrinación a Santiago de Compostela tiene su origen en el hallazgo, a principios del siglo VIII de los restos del apóstol Santiago. Es un hallazgo que se dio en un momento histórico muy dramático: Hispania había caído casi totalmente en manos del islam, la población en buena parte había pasado a la nueva religión y en lo que quedaba de la Iglesia en Hispania se hallaba fuertemente dividida por herejías nacidas de la convivencia con la nueva religión. Encontrar la tumba del apóstol permitió albergar esperanzas de recuperar el territorio perdido, lo que posibilitó la unión de los diferentes núcleos de resistencia en una lucha común que garantizase su identidad. Y no implicó sólo a la Península Ibérica, sino que encontramos en la Reconquista miles de europeos que luchaban por mantener la identidad cristiana de Europa. Por ello el camino hasta Santiago se podía iniciar desde el Estrecho del Bósforo y la Península de Escandinavia.

Los riesgos de todo viaje
Hoy los medios de transporte han facilitado enormemente los movimientos de personas. Pero antes del siglo XIX las comunicaciones terrestres eran tremendamente difíciles. Viajar lejos era una aventura incierta en la que nadie podía garantizar que podría regresar. Hoy tampoco, vistos los accidentes de tráfico, pero entonces la situación era mucho más dramática. Para empezar digamos que todo peregrino, antes de iniciar su viaje, un viaje que suponía meses o años fuera de casa, hacía testamento. Era la forma de dejar las cosas en orden a los posibles herederos. Esto implica que viajar era sumamente peligroso y que muy importantes razones tenía que tener el peregrino para afrontar tal riesgo.
Hubo ciudades en la Edad Media que permitieron cambiar la pena de muerte tras un homicidio por la peregrinación a Santiago de Compostela. El homicida, con las cadenas fabricadas a partir de la espada con la que mató, caminaba vigilado. Era posible que falleciera en el camino, en cualquier caso dejaba de ser un problema para la sociedad mientras peregrinaba, pero si lo hacía y regresaba la certeza comprobada era que aquel hombre no era el mismo que el que partió, tanto que ya no resultaba un peligro social.

Una variada picaresca
Pero los peligros que acechaban al viajero y al peregrino eran muchos más. A lo largo del Camino de Santiago surgió una variada picaresca que vivía a costa de los peregrinos y que hacía el viaje tremendamente peligroso, a pesar de las prohibiciones legales y excomuniones eclesiásticas a quienes se aprovecharan de la buena fe del santiaguista. Así, existían falsos sacerdotes que, saliendo al encuentro del caminante a Santiago se ofrecían a confesar, poniendo como penitencia encargar una serie de misas a un sacerdote que jamás hubiera comido carne. Ante la dificultad de la “penitencia” el falso sacerdote se ofrecía a custodiar los bienes del peregrino, dándose a la fuga seguidamente.
Otros delincuentes se disfrazaban de peregrinos y ofrecían acompañar a quien se dirigiera a Santiago. En cuanto se alejaban de lugar poblado aparecían sus compinches que agredían, desvalijaban o mataban al peregrino. Lo mismo podía suceder con falsos guías o con los barqueros que cobraban precios abusivos por cruzar el río, o bien lo llenaban con demasiada gente hasta que naufragaba y arrebataban los bienes de los caminantes, que podían perecer ahogados.
Cambiar moneda era toda una aventura, sobre todo cuando se atravesaban varios reinos, los cuales tenían a su vez, monedas distintas. Con mucha frecuencia los cambios eran abusivos. Las posadas no eran nada recomendables, con frecuencia servían de tapadera a la prostitución y los posaderos solían estafar a los viajeros con toneles de doble fondo, por ejemplo. Atravesar un puerto con mal tiempo, o un vado era toda una aventura incierta, aunque más podía serlo que se hiciera de noche antes de llegar a lugar poblado. La presencia de lobos era frecuente y el Codex Calixtinus advierte de la picaresca con respecto al agua potable, que llevó al envenenamiento de no pocos peregrinos y caballos. Por todo ello, que una persona se aventurara a peregrinar a Santiago sólo se explica por el deseo de cambio, de conversión, del hombre medieval.

Una forma de relacionarse con la realidad
No tiene nada que ver peregrinar deprisa en coche o avión con peregrinar andando. A mayor velocidad menor relación con el medio que se atraviesa, el cual se convierte en un obstáculo a superar lo antes posible. En cambio, caminando, el ser humano se ve inmerso en la naturaleza. A 4 ó 5 kilómetros por hora la realidad se percibe con una intensidad mucho mayor. Se pasa de ver árboles en abstracto a percibir las diferencias entre tilos, álamos o abedules; de ver aves a percibir los marices de los azores, gavilanes o buitres; de mirar piedras a darse cuenta de los matices que nos permiten identificar el granito, la caliza o la pizarra.
El camino es agotador. Cada día se recorre unos 20 o 25 kilómetros si quiere uno llegar en un mes desde Roncesvalles a Santiago de Compostela. En el Camino resuena el silencio y la soledad, que nos acompaña constantemente y que es la antesala del encuentro consigo mismo, con la bella realidad natural que nos acompaña y con Dios. En esta situación uno acaba por relativizar muchas realidades que nos acompañan en la ciudad: familia, relaciones, trabajo y dándoles la verdadera importancia que tienen. El Camino se convierte en un ejercicio espiritual en el que las agujetas, el sol de justicia o el chaparrón que nos sorprende en medio del campo y que no nos permite refugiarnos en ningún sitio nos llevan a suplicar la presencia de Dios en cada instante. El Camino nos lleva a plantearnos qué es lo imprescindible en la vida.

Las señales del Camino
Para que el Camino se haga más llevadero y como gesto de caridad y compañía al peregrino, el pueblo cristiano ha ido llenando a lo largo de los siglos el recorrido hasta Santiago con una serie de señales.
Los faros. Sí, los faros no sólo se han utilizado junto al mar. También sirvieron en otros siglos para guiar a los peregrinos a quienes les llegaba la noche antes de llegar a su destino. Así se cree que la linterna de la iglesia de Torres de Río, en Navarra pudo servir para guiar a los caminantes.
Las campanas también tuvieron la misma función. Su sonido orientaba a los peregrinos en la noche o cuando había niebla. Así se hacía en pleno siglo XVIII en la zona del puerto de Pajares, cuando los días de niebla o nieve salían hombres haciendo sonar campanas de mano y llamando a voces a los peregrinos perdidos.
Las torres o campanarios fueron el más común método de señalización cristiana del Camino. Con su altura, sobresalían y orientaban en un terreno tan accidentado como el de la Península Ibérica. Así, las torres de la catedral de Burgos eran visibles desde muchos kilómetros.
Las ermitas y los cruceros son una invitación a parar y hacer memoria de la razón por la que se peregrina. También sirven para descansar un instante y, en el caso de las ermitas, reponer fuerzas y guarecerse en caso de aguacero o sol abrasador.
Aljibes y fuentes, si bien servían fundamentalmente a los habitantes del lugar, también eran utilizados por los peregrinos para aprovisionarse sin riesgos de agua potable, permitiendo el encuentro entre lugareños y peregrinos.
Las inscripciones. Algunos dinteles de las casas tienen aún hoy inscripciones que invitan al caminante a orientar la vida según el Destino.