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Huellas N.7, Julio/Agosto 2004

CL

Darlo todo

Paola Ronconi

Gelsomina y Silvana, hermanas de la Caridad de la Asunción, relatan sus primeras vacaciones de Gioventú Studentesca con don Giussani en el Puerto de Costalunga, en los Dolomitas. 1961

Milán, Vía Martinengo, detrás de la plaza Corvetto. Convento de las hermanas de la Caridad de la Asunción. Aquí vivió don Giussani desde 1965 hasta hace unos años.
En uno de los locales del convento nos reciben sor Gelsomina y sor Silvana. A comienzos de los años 60 eran compañeras de pupitre en el liceo Berchet y alumnas de don Giussani. La fascinación que ejercía aquel hombre en sus clases les había llevado a sumarse al grupo de chavales que le seguía y que en verano de 1961 aceptó la propuesta de pasar una semana de vacaciones juntos en la montaña.

«Fuimos al Puerto de Costalunga, en el Trentino –cuenta Gelsomina–. Una parte del grupo, entre la que me encontraba yo, nos alojábamos más abajo, en Vallonga, porque no cabíamos todos en el mismo hotel. El compromiso al que se nos invitaba durante las vacaciones era altísimo. La característica del encuentro con don Gius era que, tanto en casa como en las vacaciones, se nos pedía que lo diéramos todo».

Pero, ¿cómo podían chicos de 15 o 16 años darlo todo? «No había un sólo minuto vacío de significado –continúa Gelsomina–. Empezábamos la mañana con el rezo de la hora Prima (hoy se llaman Laudes, ndr.), y después la misa. Un día sí y otro no hacíamos excursiones. Los primeros días hacíamos caminatas más fáciles, y después las más cansadas. Durante las excursiones íbamos en fila india, manteniendo todos el mismo paso, en un silencio colmado de relación entre nosotros y con lo que nos rodeaba: “La belleza de las montañas es un signo –nos decía don Giussani–, toda la realidad es un signo. Por esto caminamos en silencio”».
En los pasos más difíciles los más expertos ayudaban a los demás; los que iban en peores condiciones iban delante. «Recuerdo que una vez un grupo se había quedado atrás, pues iban todos exhaustos. A Pigi Bernareggi se le ocurrió marcar el paso con el silbato, y consiguió hacerles llegar a la cima los primeros, sin tirar de ellos ni llevarles físicamente, simplemente marcando el ritmo de su respiración».

Y cuando alcanzaban la cima, cantaban. «Las palabras estaban llenas de sentido –explica Gelsomina–, no eran simples comentarios: cualquier palabra correspondía a una realidad, a una experiencia. Destino, compañía, libertad. Podíamos comprender las palabras más o menos, pero no eran un eco vago de estados de ánimo o de razonamientos. Entonces, cuando cantábamos, las palabras de las canciones tenían un peso. Me vienen a la cabeza muchísimos cantos. Cantábamos muchos salmos de Gélineau (jesuita francés que creó en 1953 una salmodia en francés basada en la Biblia de Jerusalén, ndr.)». Comenta Silvana: «Cuando cantábamos: “Que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti”, lo vivíamos como una cuestión de vida o muerte. El salmo explicaba nuestra experiencia». «La ceseta di Transaqua –interrumpe Gelsomina– expresaba el amor al ideal, aquello por lo que merecía la pena el sacrificio. El Himno de los centinelas de Asís nos hacía sentir el destino, el pueblo, la finalidad por la que estábamos juntos, nos llamaba a la vigilancia sobre la ciudad. Y comprendíamos que se nos enviaba al mundo, que teníamos la misma responsabilidad que aquel pueblo que había escrito el himno. Todo juzgaba nuestra vida».

Don Giussani repetía que “no hay que desperdiciar el tiempo”; se aprovechaban hasta los ratos del autobús: «Por ejemplo, comentábamos lo que veíamos en la relación con nuestros compañeros de instituto: “Ese chaval es ‘abierto’, invítale a venir con nosotros”, nos sugería. O también hablábamos de los profesores y de su hostilidad hacia la Iglesia. Y nosotros, en los asientos, sentados uno encima de otro, no perdíamos ni una palabra de don Giussani. Crecía la familiaridad y hacía crecer el sentido de la grandeza en la que habíamos sido insertados, de la grandeza del Misterio. Al mismo tiempo, crecer en el sentido del Misterio hacía crecer la familiaridad con don Gius. Él abordaba lo concreto de todas las cosas, se arriesgaba, proponía, no se quedaba fuera nada. Recuerdo la dulzura inmensa de aquellos momentos». «...(Don Giussani) vivía una atención a todo, su compañía llegaba hasta el detalle –explica Silvana–. Una vez fuimos a esquiar y a uno de nosotros se le rompieron los esquís que había alquilado. No tenía dinero para pagarlos. Se los pagó don Giussani de su dinero, ¡y no del dinero del fondo común!».

Excursiones, juegos y, después de la cena, un rato de bromas y risas, los famosos frizzi. Pero no sólo: «El año antes, en Alba de Canazei, don Giussani nos leyó una noche La anunciación a María –cuenta Silvana–. Todos estábamos pendientes de sus labios: a través de esas páginas nos explicaba nuestra vida».
Después de la velada, a una hora precisa, el silencio. Y era algo sagrado: «Don Giussani nos perdonaba cualquier cosa, pero no toleraba que echáramos a perder una experiencia de belleza y de seguimiento», explica Gelsomina.

Así eran las vacaciones juntos, pero no terminaba todo al finalizar esos días: «Los libros –dice Gelsomina–: había un elenco de libros aconsejados para las vacaciones, y entre éstos, cada año, uno en particular, del que teníamos que hacer una ficha para mandar a la sede con el fin de compartir un trabajo personal. Recuerdo Sabiduría griega y paradoja cristiana, de Moeller, La lectura cristiana de la Biblia, de Celestino Charlier. «Si no respondéis a esta propuesta –decían los más mayores–, puede que no sea oportuno en septiembre invitaros a Varigotti (cinco días de convivencia antes de empezar el colegio, llamados “Semana de los Estudiantes”; ndr.). Comprendíamos que era importante nuestra implicación y hacíamos la ficha». Pero las tareas para el verano no se habían acabado. Cuenta Silvana: «Nos invitaba a escribir a los amigos y compañeros, como un gesto de atención misionera para mantener las relaciones y para no perder la experiencia vivida durante el curso. Para mí suponía un esfuerzo, pero lo hacía; es más, ¡me había hecho el propósito de escribir una carta al día!». «El rezo cotidiano de la Liturgia de las Horas y el buscarse en los lugares de vacaciones. ¡No se nos ocurría ir a un sitio de vacaciones y no buscar a alguien de la comunidad que sabíamos que veraneaba allí!».
En esto consistía aquel “darlo todo”. «La famosa frase de santa Catalina (“No os contentéis con las cosas pequeñas. A Él, a Dios, le gustan grandes”) nos acompañaba. Giussani nos hizo vivir desde entonces con esta grandeza de horizonte».

¡Quién sabe si, después de casi cincuenta años, seremos capaces de vivir los meses veraniegos tan intensamente! Pero una cosa está clara: también hoy es posible encontrar esa misma fascinación.