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Huellas N.5, Mayo 2004

CULTURA Arte

El realismo de Caravaggio en la película de Gibson

Marco Bona Castellotti

En la maraña de la polémica, un historiador del arte atiende a los aspectos estéticos de la película del director australiano, en cuyos ojos están las obras maestras del célebre pintor de Bérgamo

El debate sobre la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson se ha encendido más en el ámbito ideológico que en el estético. No hay que extrañarse de esto, pues hoy en día todo se celebra así, como un tributo a lógicas de histeria colectiva. Los escasos juicios de orden estético se han enlazado con los de orden ético, hasta el punto de llegar a extremos de indignación parecidos, aunque en sentido opuesto, a los de ciertos moralistas de la contrarreforma (véase los intransigentes teóricos del arte que impusieron que se revistieran los desnudos de la Capilla Sixtina). Esto significa que los laicos y los católicos de hoy cacarean por lo menos lo mismo que los clérigos más retrógrados de ayer con respecto al mismo argumento: las imágenes sagradas, puesto que de imágenes sagradas se trata, por fin, gracias a la película de Mel Gibson.
La película nace de una raíz realista muy profunda, que se engarza en una amplia corriente de pensamiento y de arte figurativo religioso. Como película realista está en línea con distintas obras de la cinematografía de la posguerra, y en su realismo se empeña en respetar, ante todo, la veracidad histórica de los hechos, del modo más descarnado posible, como por lo demás prescribían los tratados sobre las imágenes sacras tras el Concilio de Trento. Deja sin embargo algo de espacio a vuelos de la fantasía, irrenunciables en cualquier “ficción” cinematográfica.

Contrastes de luces y sombras
Para algunas escenas realistas –como son los flash back– Gibson ha declarado haberse inspirado en la pintura de Caravaggio, pero yo diría que se trata de un nuevo caso de pancaravaggismo, es decir, de un hábil e inspirado uso de los contrastes tonales de luces y sombras, no de una verdadera cita filológica de obras caravaggescas, a diferencia de lo que había querido hacer Pasolini en La Ricota, basándose en el manierismo florentino.
En cualquier caso, es extremadamente interesante que un australiano moderno y de buena facha como Gibson se haya dirigido a un antiguo “bergamasco” como Caravaggio para crear una obra de tan alto valor religioso. Es la prueba ulterior –si es que hiciera falta– de que Caravaggio, acusado por algunos de encontrarse a veces en el filo de la herejía, es utilizado todavía hoy con lucidez para una imaginería sacra. Más precisamente diría que la sensibilidad de Gibson se remonta a un momento anterior, y en parte formativo, del realismo caravaggesco, es decir, al arte figurativo de los decenios centrales del siglo XVI, cuando la cultura estaba investida por la influencia pasional de los místicos, especialmente en España.

Revolución figurativa
Es sabido que Gibson consultó las obras de una mística alemana que describe de forma muy detallada algunas de las escenas más cruentas. La interpretación en clave tan cruenta de los misterios dolorosos se encuentra, en el arte, en dos áreas geográficamente distantes entre sí: la Europa de cultura germánica y España, y en épocas en absoluto cercanas, en los siglos XV y XVII respectivamente. Me resulta difícil pensar que Gibson conociera la producción escultórica en madera y barro cocido de esas épocas, y tampoco me lo imagino yendo de acá para allá por los “Sacri Monti” de los Alpes, en donde, en el hiperrealismo de las representaciones de tamaño natural, no se ahorra la sangre en los misterios dolorosos.
Gibson es realista por constitución, como demuestra en todas sus películas. La suya es una cultura que está en antítesis con cualquier forma de idealización. A diferencia de él, el indignado director Franco Zeffirelli, autor de una película estetizante sobre Cristo, es de formación florentino-platónica, y por tanto en él el rojo de la sangre se tiñe de rosa.
La grandeza de la película de Gibson, más allá de cualquier sensacionalismo, consiste en el hecho de que su autor ha obrado la más potente revolución figurativa contemporánea, restaurando el sujeto sacro y confiándolo a una imaginería que permanecerá para siempre, ya sea en los ojos y en la mente de millones de espectadores, ya sea en los repertorios de la iconografía sacra. En este sentido La Pasión de Cristo es toda una obra de arte, les guste o no a los corazones más tremantes y a las almas más hipersensibles.