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Huellas N.5, Mayo 2004

CARTAS

Madrid, Sacramento, Bogotá...

a cargo de María Rosa de Cárdenas

Partícipe de la victoria de Cristo
Soy una chica de 25 años que en febrero de 2003 me licencié con excelentes calificaciones en Físicas y en mayo de ese mismo año me casé. A los dos meses de haberme casado me diagnosticaron un tumor y desde ese momento mi vida cambió completamente. Descubrí que tenía amigos que no conocía, que ni siquiera sabía que eran amigos, y perdí otros. El milagro, sin embargo, porque de un milagro se trata, sucedió cuando empecé a pedir a la Virgen que me mostrara a Jesús, pero no en la cruz, porque en ese momento me parecía muy evidente, sino a Jesús resucitado. Le pedí y le pido a Ella antes que a ningún otro, a Ella que sobre todo es mujer y por tanto puede comprender hasta el fondo lo que estoy viviendo, a Ella que sufrió tanto y que puede entender una vez más lo que vivo, a Ella que está tan cerca de Jesús y por tanto puede interceder por mí. A lo largo de los últimos tiempos me preocupaban dos temas. En primer lugar, el hecho de que en mi corazón tenía un enorme deseo de tener hijos y, aparte del visto bueno de los médicos, existen muchas probabilidades de que nunca pueda tenerlos. Durante mucho tiempo esto me llenaba de tristeza; sin embargo, ahora parece encenderse una luz sobre esta situación. Precisamente la semana pasada estaba desconsolada por este motivo, con esa tristeza que te oprime el corazón y te impide vivir, ante la que sólo te es posible rezar y justo en ese momento me llamó una amiga de Pescara que había conocido en el hospital, con un diagnóstico mucho más grave que el mío. Me pedía ayuda, estaba desesperada y lloraba al teléfono. Entonces empecé a pensar que quizá el Señor me estuviera pidiendo que fuera una especie de madre o de padre para ella; que mi maternidad podría ser esa en aquel momento. Me sentí muy pequeña y completamente en manos de Dios. La segunda idea que me acompañaba era que mi marido había conocido a unos compañeros del movimiento y le gustaría reunirse con ellos y formar un pequeño grupo. Le propuse que se reunieran en nuestra casa. Si me avisaba con tiempo podía prepararles algo para comer. Se lo pensó un poco y lo comentó con sus amigos que se quedaron muy sorprendidos de que ofreciera su casa. Cuando volvió a casa me dio las gracias por ser su mujer y por ayudarle: precisamente yo que me siento tan indigna frente a él y que el hecho de estar enferma (aunque no me guste) me hace sentirme tan poco adecuada para él. Le agradezco al cielo que me permita ser instrumento para ayudarlo. Anoche cuando recitábamos el Ángelus antes de dormir pedía ser de verdad la sierva del Señor y que María escuchase mis oraciones. Mi marido siempre me dice que pida por mi vida, pero sorprendentemente siempre se me olvida y, en cambio, pido que mi vida sea totalmente de Dios. Hace un tiempo que se la ofrezco al Señor y creo que la ha aceptado, porque ahora comparto con Jesús el peso de la cruz; aunque con una ventaja, ¡sé que ha resucitado! ¡Lo veo todos los días! También pido ver a Jesús resucitado, y lo veo; por tanto, no puedo enfadarme por lo que me toca. Lo único que pido es que mi marido esté acompañado como yo lo estoy y que sea feliz. Es extraño cómo puede cambiar la vida y todavía es más extraña la evidencia de que detrás de todo hay un designio. ¡También mi trabajo está incluido dentro de este designio! De hecho, siguiendo un instinto, he empezado a trabajar en el hospital y he aquí que el trabajo se desarrolla junto a los enfermos de cáncer y yo, con lo que sé, puedo echar una mano. Después, empiezo la especialidad a pesar de que con la “quimio” no he podido estudiar (consigo entrar cuando muchos no lo han logrado). Me dan una beca, aunque no me había preparado todo lo que hubiera querido, pero por arte de magia (aunque sería mejor decir milagrosamente) es suficiente, o más que suficiente. Yo, frente al milagro de mi vida, cada vez me siento más pequeña y pido ser cada vez más humilde: ahora rezo por las personas que siguen la terapia conmigo, ¡qué milagro! Esto es todo. Un abrazo.
Carta firmada

Tras los muros de la cárcel
Querido don Giussani: Soy un sacerdote católico de la diócesis de Peoria que está cumpliendo una condena de setenta meses por consumo de droga. Al principio estaba en la prisión federal de Rochester, Minnesota. Durante ese período, sus libros, recomendados por el padre Jerry de Rochester, fueron para mí fuente de inspiración. El padre Jerry me ayudó a permanecer abierto al encuentro con la presencia de Cristo a través de la realidad de otros presos y le estoy muy agradecido por la ayuda que me prestó en mi viaje espiritual. El padre Jerry me presentó a Justin, mi anterior compañero de habitación en la prisión de Rochester, condenado a treinta años de prisión. No tenía mucha fortaleza cuando ingresé en prisión y cometí una serie de graves errores. Justin fue un verdadero amigo para mí y me ayudó a afrontar la realidad y a descubrir la relación más importante de mi vida: la relación con Cristo en mi condición de preso. Dios ha puesto en mi camino tanto a Justin como al padre Jerry por un motivo. En diciembre fui transferido a otra prisión para terminar mi período de reclusión. No olvidaré nunca la experiencia vivida en Rochester y mi amistad con Justin, porque me han convertido en mejor persona y mejor sacerdote. Gracias, don Giussani por ayudar a sacerdotes como el padre Jerry a llevar el mensaje de su carisma y del amor de Cristo a los necesitados (incluidos los sacerdotes).
Carta firmada

Llamado a testimoniar la verdad
Nací en Somalia, donde completé mis estudios hasta licenciarme en Veterinaria y he vivido allí hasta los treinta años. Vine a Italia por motivos de estudios. Una semana después de mi venida estalló una guerra civil que devastó mi país y esto me obligó a permanecer en Italia para salvar mi vida y no terminar masacrado como mis seres queridos. Continué mis estudios y me licencié en la facultad de Medicina Veterinaria para poder trabajar como veterinario en Italia, donde me he casado y tengo dos hijos. Un día llegó a mi clínica Pierluigi, un joven veterinario, preguntando si podía trabajar conmigo. Tras un período de colaboración me di cuenta de que era diferente de las personas que había conocido hasta entonces. Después de muchas preguntas y discusiones, percibía su positividad en la vida y empecé a preguntarle qué era lo que le permitía ser así. Sin responderme verbalmente, una tarde se presentó con un libro y me dijo: «Léete esto». Era un libro escrito por Luigi Giussani titulado Los orígenes de la pretensión cristiana. Le pregunté: «¿Cómo me regalas este libro a mí, sabiendo que soy musulmán practicante?». Me dijo que no tuviera prejuicios, que si me había preguntado por qué era una persona positiva, en ese libro estaba la respuesta. Después de una primera lectura, nació en mí un fuerte deseo de profundizar en las razones. Le pregunté si me podía dar más información y me presentó a algunos de sus amigos, gente alegre como él. Empecé a frecuentar la Escuela de comunidad y participé en un encuentro en Rímini. Desde entonces algo ha cambiado en mí, la esperanza ha vuelto a nacer, soy distinto de como era antes y tengo otro modo de ver las cosas. Si ayer tenía prejuicios sobre todo y sobre todos, ahora miro lo positivo; tengo verdaderos amigos como no los había tenido nunca. Desde mi punto de vista y de lo que me ha ocurrido solo puedo pensar que don Giussani es un profeta, porque puede cambiar nuestros corazones mostrándonos amorosamente el camino que tenemos que recorrer. Me siento muy feliz por todo esto y lo estaría todavía más si consiguiera llevar su mensaje al mundo en el que crecí: un mundo sin esperanza, un mundo donde todos los intentos de construir la paz y la estabilidad han sido inútiles. Mi país tiene necesidad de usted, don Giussani, de su enseñanza, de esta Escuela de comunidad que la fortuna me ha hecho conocer. Sólo mediante esta realidad puede cambiar la persona y se puede reconstruir la esperanza en mi país y en el mundo entero.
Abdulkadir Abdi Farra

Testigo de la Resurrección
El atentado del 11-M es algo que nos desborda por todos lados y, de alguna manera, todos nos hemos sobrecogido. El lunes siguiente recibí un e-mail de una amiga. Esta chica estuvo la semana pasada en IFEMA, en una feria dental porque su laboratorio tenía allí un stand. Se preguntaba si, después de ver todo lo que había visto allí y por la televisión, era posible en esos días la felicidad. Es una de las preguntas más justas que he oído en mi vida y, ante la tragedia, no podía censurarla. Necesitaba una respuesta. Debo reconocer que, en un primer momento, me quedé parada porque no sabía cómo contestarle y que no sonara a ideología ni a discurso hecho, porque es una pregunta
para responderla en primera persona. Ese mismo día un amigo me preguntó: «¿Hay algo en ti que no hayan podido destruir las bombas?». Y le contesté de inmediato: «Sí, la certeza de la resurrección». Pero no como algo lejano, sino como una compañía que ya estoy viviendo, que hace posible tener certeza de que la vida y el dolor tienen un sentido y de que la muerte no es la última palabra. La felicidad no consiste en un estado anímico sino en esa serena tranquilidad que produce la certeza de la compañía de Cristo, el único capaz de volver a llenar el corazón de paz. No puedo dejar de agradeceros vuestra compañía, que es el testimonio más cercano que tengo ahora del rostro de Cristo. Si puedo decir estas cosas y acompañar a mi amiga es en gran parte por el camino que estamos haciendo juntos, porque sois una verdadera compañía.
Silvia, Madrid

Un imprevisto es la única esperanza
Cada vez soy más consciente, por gracia, de que llevamos verdaderamente la esperanza de los hombres. Esta verdad me está “azotando” últimamente como nunca antes lo había hecho. Es como si mi humanidad hubiera despertado de un largo letargo (totalmente involuntario e inconsciente) y se sintiera cada vez más apegada a la realidad, de forma que cada vez fuera más difícil separar el corazón de la experiencia cotidiana y la experiencia del encuentro con Cristo que me sostiene. Hace unos meses, empecé a leer, con algunos de mis alumnos de una clase de 18 chavales de 3º de la ESO, un cuaderno publicado hace algunos años en la universidad: «Un imprevisto es la única esperanza». Las cartas y testimonios, en especial la carta de Emilio de la Torriente, suscitaron el interés de los chicos y les pregunté si les gustaría conocer a Emilio. Dijeron que sí. Tras hablar con la directora, decidimos invitarle para dar su testimonio a todos los de 3º, en total unos 60. Emilio aceptó, con la sencillez y el agradecimiento que le caracteriza, así que nos liamos la manta a la cabeza y organizamos el encuentro para el lunes antes de las vacaciones de Semana Santa. Fue un momento precioso. Emilio ponía su vida ante la mirada atenta, silenciosa y expectante de estos sesenta chicos tan distintos y con motivaciones tan diferentes. Mientras lo veía hablar y miraba sus rostros, pensaba que no me importaba nada su reacción, es decir, que yo no esperaba una especie de “conversión en masa” o un cambio radical en sus vidas. Me interesaban ellos, su destino, su felicidad y al mismo tiempo era consciente de que en ese momento, tenían delante de sus ojos la esperanza de su vida. Ese era el verdadero milagro: Cristo, en aquella clase, se proponía de nuevo, como la primera vez, como siempre, a aquellas pequeñas libertades que, como la primera vez, como siempre, podían abrazarlo o rechazarlo. Al día siguiente hablé con ellos y les pregunté qué les había parecido. Estaban todos encantados y algunos verdaderamente conmovidos. Especialmente los de la otra clase, con los que no había leído el cuaderno y a los que todo esto les pilló un poco de sorpresa (por cierto, que les faltó tiempo para recriminarme que no les hubiera leído antes esas cartas). Empezaron a hacerme mil preguntas sobre Emilio, sobre nuestra amistad, sobre el movimiento, con esa curiosidad deseosa de la que siempre nos habla Giussani, hasta preguntarme si también yo había conocido a Jesús y había experimentado su mirada. La respuesta era obvia. Lo más sorprendente fue la respuesta de un chico que no había abierto el libro en todo el curso (no lo hace en ninguna asignatura) y que, en esa última semana, le vi hasta tomar apuntes. El día de las vacaciones me preguntó que de dónde había sacado el cuaderno; le dije que si lo quería y haciéndose el remolón me dijo que no, que era sólo curiosidad. Al final de la clase, sin embargo, se las ingenió para decirme que se lo diera a una compañera que lo había pedido y que ella le podía hacer fotocopias. Ya en la puerta me llamó para darme las gracias y desearme unas buenas vacaciones y en su mirada había un afecto nuevo. Después vinieron los ejercicios de bachilleres. Y en la lección del sábado por la mañana, miraba a los chicos y pensaba en mis alumnos y en mis compañeros. En especial, no podía quitarme de la cabeza a dos de mis compañeras, una de las cuales perdió a su marido en diciembre y poco después, la otra perdió repentinamente a su madre. Pablo volvía a repetirnos el encuentro de Jesús con la viuda de Naín y aquel «Mujer, ¡no llores!» tomaba una consistencia nueva en la memoria de mis compañeras. Así que, después de la lección, les envié un mensaje a cada una diciéndoles que existía una esperanza para su dolor y que yo la tenía delante de mis ojos. Una de ellas me contestó dándome las gracias y diciendo que si había un modo de calmar su dolor, quería conocerlo. Le dije que si se fiaba de mí lo vería con sus propios ojos y me dijo: «Me fío de ti, a la vuelta hablamos». No sé qué querrá hacer el Señor con mi vida. No sé que hará con el corazón de mis alumnos y mis compañeras. Pero sé que Él me ha puesto a su lado, con toda mi fragilidad, para sostener su esperanza. Yo respondo a la invitación y el resto, como siempre, es obra Suya.
Isabel, Madrid

Signo de su presencia en Jesusalén
Eran las 7 de la mañana del Viernes Santo y Montse y yo corríamos entre las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén buscando el comienzo de la Vía Dolorosa. Llegamos al lugar de la Flagelación y nos encontramos con la pequeña comunidad del movimiento dispuesta a hacer el Via Crucis por primera vez como gesto común. Las lecturas del evangelio, las reflexiones de don Giussani, los cantos y el rezo se sucedían en italiano y árabe. Con una seriedad enorme, unas veinte personas recorríamos las estaciones hasta llegar a la Basílica del Santo Sepulcro uniéndonos a todos los Via Crucis que ese día celebrarían nuestros amigos en el mundo entero. Nuestros pasos seguían el mismo camino que hizo Jesús el primer Viernes Santo de la Historia porque la victoria de la Pascua ya es nuestra. Por ella estábamos allí: no por hacer un gesto más piadoso o por recordar hechos pasados sino porque su presencia victoriosa ha llegado hasta nosotros, nos toca, nos redime y nos salva hoy. Al terminar, una vez más, todo volvía a comenzar de nuevo y nos percatábamos de las dimensiones infinitas de un pequeño gesto.
Cristina, Madrid

La profesión de la fe
Tengo el gran placer de poder anunciaros a todos las buenas noticias de mi conversión católica, ¡por fin! El fin de semana pasado, Damian y yo hemos ido a la ciudad de Sacramento (nombre llamativo), la capital de California cerca de donde vive la madre del clan Bacich, para visitar a un cura amigo del Movimiento, el Padre Cavanaugh, que aceptó mi conversión –me dio la primera confesión de mi vida e igual la primera comunión– ¡y con muchos de mis amigos del CL de California del Norte a mi lado! Mientras el cura me guiaba en las palabras de la profesión de fe me sentía tan acogida al tener a todos mis amigos en torno y percibí la gran bendición de poder celebrar este rito tan importante para la vida, rodeada literalmente de gente que me quiere. ¡Qué maravilla! Después de la misa fuimos todos a la casa de un amigo para celebrarlo con un postre. Qué alegría de verdad vivir ese día y quería muchísimo compartir la experiencia con todos vosotros que habéis sido gran parte de mi conversión. Gracias por vuestra amistad.
Kristin, Sacramento (California)

¿Quién nos va a responder?
El pasado miércoles 28 de abril en Bogotá un autobús escolar con cerca de 50 niños fue aplastado por una cementera que rodó por una pendiente y cayó sobre el autobús. 21 niños entre los 4 y 16 años que pertenecían a un mismo colegio murieron y cerca de 30 más resultaron heridos. Después del accidente y por su magnitud, todos los medios de comunicación emitían comunicados de prensa. Las autoridades civiles y estatales exigían responsables, algunos familiares de los niños pedían justicia, todos expresaban su dolor, rabia e impotencia, pero lo que más me impresionó fue un padre de familia que había perdido allí a sus dos únicos hijos de 4 y 9 años, y que ante la cámara de televisión se preguntaba: «¿y quién nos va a responder?» Tal vez señalen un culpable, seguramente la empresa propietaria de la máquina indemnice a las familias, probablemente revisarán los controles y establecerán nuevas normas para el tránsito de maquinaria en la ciudad e intentar evitar que por irresponsabilidad pueda haber otro accidente; pueden dar mil explicaciones, pero a este hombre, ¿quién le responde? ¿Quedará satisfecho con que le digan de quién fue la culpa? La experiencia cristiana me hace tener la certeza de que existe una respuesta a la pregunta que este hombre se ha hecho, una respuesta que es proporcional a la dimensión de la pregunta. Me viene a la memoria el pasaje del evangelio donde Jesús dice a la mujer que ha perdido a su único hijo: «Mujer, no llores», y luego se lo devuelve. Sólo la compasión divina es respuesta a la infinitud del dolor de nuestra humanidad, «sólo lo divino puede salvar al hombre; es decir, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino sólo pueden ser reconocidas, proclamadas y defendidas por aquel que es su sentido último», escribe don Giussani en Los orígenes de la pretensión cristiana. Sólo esta compañía humana que el Ser ha puesto junto a mí me ayuda a concebir la vida, y por tanto la muerte, con una positividad que antes no tenía, porque es Cristo quien da sentido al drama de nuestra existencia.
Giovanni, Bogotá

Un reclamo tierno para todos
El día de la Ascensión del Señor nació nuestra hija Marta, después de seis meses de dramático embarazo. En el segundo mes de gestación detectaron al feto un edema nucal. Varios especialistas presagiaron que ni llegaría a nacer y que, por lo tanto, lo más “razonable” sería abortar. Anteriormente, hemos tenido otra hija, ya de tres años, también con una enfermedad genética. Los médicos nos advirtieron que en cualquier embarazo, tendría un veinticinco por ciento de probabilidades de desarrollarla. Cuando Ana, mi mujer, fue a las revisiones médicas, tuvo que sufrir la incomprensión y la presión de algunos médicos. Estos tensaron, poco a poco, la situación para que decidiéramos abortar. Esto nos forzó a buscar otro centro hospitalario, donde hubiera un mayor respeto al hecho de querer seguir con el embarazo. Un conocido nuestro del hospital, al enterarse de la noticia me comentó «que había que tener un poco más de inteligencia para no acabar en estas situaciones dramáticas, y teniendo cierta probabilidad, hubiera sido mejor no haber intentado tener otro hijo». Ante tal afirmación, le pregunté «en manos de quién estaba el que se diese el 25% o el 75%, ¿en manos de los médicos, del azar?». Para mí y para él, que es cristiano, el que hace la realidad era Dios y, por tanto, era Él el que decidía; el drama que pudiese suponer esta decisión sería salvada por el Señor, que es quién nos sostiene en la vida. Contra todo pronóstico médico Marta nació, pero había desarrollado la misma enfermedad de su hermana. «¡Increíble casualidad!», decían los médicos. Con todo, parecía que su estado era a priori mejor que el de su hermana Sara. Parecía que todo iba solucionándose. Era una niña muy alegre, curiosa, llamaba la atención de todos y no paraba de reír. Era el juguete de los médicos y enfermeras. Como la colocaron a la entrada de la UCI se convirtió en el centro de atención de todo el personal. Por un lado era una niña frágil, pero alegre, era el reclamo tierno con el que se presentaba Dios a todo aquel personal sanitario, muchas veces inmunizado al sufrimiento, a tanto dolor y a la muerte. Durante los seis meses de vida de nuestra hija Marta, los médicos, en especial su doctora, estuvieron batallando por su vida: operaciones, pruebas, medicaciones, etc. Sólo estuvo en casa un par de días en dos ocasiones, el resto de su vida, lo pasó prácticamente en la UCI. A los cinco meses, Marta fue entrando en un callejón sin salida, iba empeorando, hasta que su doctora comprendió que no podía hacer nada más por ella. En un primer momento, nos sumimos en una profunda tristeza, parecía imposible tanto sufrimiento, era un martirio. Pero Cristo nos acompañaba a través de los amigos. Podemos decir que fueron la forma física con la que Dios nos llevó en brazos todo este tiempo, con sus oraciones, su presencia continua. Poco a poco, la desesperación cambió en aceptación, y la aceptación en agradecimiento. En los últimos momentos, pese a que Marta era un cuerpo casi inerte, era para nosotros un privilegio estar con ella, acompañándola a su destino. Siempre hemos tenido claro una cosa, que somos padres y que ser padres es acompañar a los hijos en esta vida, ya sean cinco minutos o cincuenta años. Para el personal del hospital fue una situación muy trágica. Estos no soportaban atender a aquella niña, cuando sólo un mes atrás se reía y jugaba con ellos, y ahora se apagaba lentamente. Marta era Cristo sufriente que estaba ante ellos, era un reclamo demasiado doloroso. Su doctora nos decía un día: «Qué triste que lo único que haya conocido en este mundo sea el sufrimiento». Ante tales palabras, dije: «Ha conocido mucho dolor, pero también mucho amor, por parte de vosotros, el personal sanitario, de nosotros, de nuestros familiares y amigos que, muchos sin conocerla, están rezando por ella. Ha conocido el amor de Dios. De qué le valdría al hombre vivir mil años si no conociese el dolor y el amor. Ha conocido mucho dolor pero también mucho amor». El entierro fue muy doloroso, pero estábamos agradecidos por el regalo que se nos había dado a nuestra familia y porque también nuestros familiares y conocidos así lo habían percibido. Le comentaba yo a una amiga: «Así sí que merece la pena morir, así no tenemos nada que temer».
Ana y Vicente, Tenerife

Despertar de sopetón
Llevo unos días haciendo reposo total debido a una lesión de la columna vertebral que me hice trabajando. He tenido que pedir la baja, no he entregado a tiempo el Proyecto de Final de Carrera por el cual he estado trabajando tanto las últimas semanas, no he podido acudir a la Escuela de Comunidad durante estas semanas ni a los ensayos de música, ni a ningún oficio de Semana Santa. Pero estos días, en vez de ser tristes, han sido para mí excepcionales. No he parado de descubrir cosas. Cuando me vi obligada a hacer reposo durante un mes hace tres años por una operación, recuerdo que mi actitud era la de juzgar a mis amigos y familiares por el número de visitas y llamadas que me hacían, pensaba siempre en lo que haría cuando estuviera recuperada, pasaba el día mirando la tele esperando curarme para hacer algo “de provecho”. Ahora, al contrario, mi conciencia ha sido radicalmente diferente. Cada llamada o visita han sido un regalo. Un día le dije a mi novio, Alex: «No quiero hablar de como estoy, cuando esté bien haré tal cosa, solo espero estar bien para poder entregar el proyecto, trabajar, etc.»; y el me respondió: «Debes pensar en este momento, en tu realidad, que ahora pasa por estar en casa estirada y sin moverte». Es decir, sin negar lo que pasa, sin huir de la realidad. Me levanto cada día sin dar nada por descontado (¡empezando por la salud!), cosa que hace un tiempo era impensable. Sé que esto no ha sido por mi fuerza de voluntad, porque se nota perfectamente, ha aflorado en mi una conciencia nueva que se me ha hecho más palpable a raíz de este sufrimiento. También he tenido la oportunidad de pedir y preguntar a la gente más cercana por las asambleas del CLU, los ensayos de canto, la “calçotada”, la Escuela de comunidad, el Via Crucis. También he leído mucho, entre otras cosas El sentido religioso, Huellas y Por qué la Iglesia. Ha sido fantástico descubrir que Giussani habla de mí en cada capítulo, cuando habla de “realismo” o de las “posturas delante la pregunta última”. Siempre había pensado: «Giussani escribe de manera difícil, nunca lo acabaré de entender». Es lo contrario. Al tener más tiempo he leído con mayor atención haciendo resúmenes y comentando lo que no entendía con mis amigos. En el segundo capítulo de Por qué la Iglesia escribe: «¿Cómo se llega a poseer la experiencia que dictan unas palabras? Para llegar a ello hace falta un encuentro con algo presente». Pues para mí han hecho falta 3 o 4 años para descubrir que las palabras de don Gius coinciden perfectamente con mi experiencia. Ha sido un despertar de sopetón al agradecimiento por todo lo que he recibido en CL a través de mis amigos que me están acompañando.
Marta, Barcelona

En la misma carrera
El año pasado llegué desde Chile a EEUU para hacer un doctorado en la UCLA (Universidad de California en Los Angeles). La idea de la presentación nació conversando con un compañero con el que estaba empezando una amistad. Conversábamos sobre nuestros proyectos laborales y se veía que él estaba muy ansioso por lograr cumplir sus metas. Pensé que seria lindo que algo nos ayudara a comprender más el sentido del trabajo, que tuviéramos algo que nos permitiera empezar a hablar del sentido de lo que hacemos. En la universidad somos tres alumnos del movimiento. Para poder hacer la presentación formamos un “student group” y con la ayuda de otros amigos arreglamos una presentación existente de las cartas y pinturas de Van Gogh. Mi compañero se entusiasmó con la idea de ser uno de los lectores de las cartas y Margui se ofreció a venir de San Diego para ser la otra lectora. En las invitaciones escribimos: «Un genio es una persona que revela de forma excepcional lo que se encuentra dentro de cada uno de nosotros. Por eso te invitamos a un encuentro con Vincent Van Gogh a través de una presentación de sus pinturas y cartas a su hermano». Quedamos sorprendidos el día de la presentación: nos faltaron sillas para los más de 60 asistentes. Al final unos treinta dejaron sus direcciones electrónicas para saber más sobre nosotros y recibir información sobre otros eventos. Muchos se acercaron a preguntarnos quienes éramos. Una señora, al escuchar que éramos católicos, preguntó si podía asistir a los encuentros a pesar de no ser católica. En la introducción dijimos que lo que impacta de Van Gogh es la potencia de su deseo de belleza y felicidad. El trabajo era para él la forma de expresar ese deseo y búsqueda. Nosotros quisimos formar el grupo de estudiantes como una forma de ayudarnos unos a otros a mantener vivo este deseo. Porque eso es lo que permite ver la belleza de la realidad. Lo más apasionante ha sido reconocer que el deseo de felicidad nos pone en la misma carrera a todos. La distracción hace que uno no parta del encuentro que lo impacta, y una de las consecuencias es que las relaciones pierden su objetivo. En cambio, hay un encuentro en nuestra vida que es el camino a la respuesta a todas las exigencias y eso da sentido a todo lo que vivimos y a todas las relaciones en que nos implicamos. Después de la presentación nos juntamos a leer y comentar una de las cartas de Van Gogh. ¡Vinieron una de las personas que asistió a la presentación y mi compañero!
Alfredo, Los Ángeles

¡Ayúdame a asentir!
Gracias a la fe de mi familia, a la fe de Alfonso Simón, que me condujo al movimiento, y, especialmente, a mi encuentro con Cristo a través del rostro de don Giussani (el día 1 de noviembre de 1985, en unos ejercicios espirituales en los Dominicos de Alcobendas) adquirí las certezas de la fe y he vivido hasta hoy en la esperanza cierta de que mi destino está cumplido en Cristo. Hace año y medio a mi padre, que tenía la misma edad que don Giussani, le detectaron un cancer. Desde hace tres meses la enfermedad llegó al máximo de gravedad, y por su precaria salud, día a día hemos estado esperando su muerte. Todos los fines de semana dejaba a mi mujer y a mis hijos y me marchaba al pueblo manchego del que mi hermano es párroco, con la intención de acompañar a mi padre, y con la esperanza de aprovechar al máximo estos momentos de gran gracia que el Señor nos había de enviar. La fe de mi padre, de mi madre y de mi hermano, me sostenía. En casa tenía a mi mujer y el cariño de mis tres hijos. La escuela de comunidad todas las semanas, el coro y el resto de propuestas del movimiento me acompañaban y me seguían mostrando la preferencia de Dios hacia mí. Sin embargo, experimentar el dolor y la limitación hacía tambalear mi fe. Se jugaba mi destino en estos días y yo parecía perder el rumbo. Por fin llegó el momento definitivo, las últimas 24 horas de agonía de mi padre. Hasta las siete de la tarde tuve la esperanza de que iba a pedir alimento y agua, y que lo tragaría. Pero sólo podíamos escuchar su respiración forzada y observar algunos gestos expresando que nos reconocía y entendía lo que le decíamos. Mi hermano lo confesó, sin que mi padre pudiera hacer otra cosa que asentir con la cabeza a la pregunta de si se arrepentía de todos sus pecados. Nos fuimos a misa. Mientras mi hermano oficiaba yo tenía el cuerpo revuelto. Una gran rebeldía surgía desde mi interior y me confundía. ¡Pero si yo tengo fe! ¿Cómo puede ser que no acepte esta situación? Desde siempre, cuando rezo, que lo hago poco, una de mis frases preferidas es: «Señor aquí estoy para hacer tu voluntad». Pero en ese momento me costaba pronunciarla con verdad. Y cambié de frase: «Señor ayudame hoy a aceptar tu voluntad». No sé cuantas veces la repetí. Antes de salir de misa el Señor me lo había concedido. A la mañana siguiente, mi padre expiró. Su sufrimiento y el nuestro toman sentido con la muerte y resurrección de Cristo. La experiencia de estos meses me ha hecho presente que Cristo ha vencido a la muerte.
Luja, Madrid