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Huellas N.4, Abril 2004

IGLESIA Por una parroquia viva. De tú a tú

Nueva York. El desafío cristiano en el Bronx

Marco Bardazzi

Hace falta un mapa específico para orientarse entre todas las devociones marianas que se pueden encontrar al este del Bronx. Puertorriqueños, dominicanos, mejicanos y hondureños, llegados en sucesivas oleadas desde América central, han trasplantado a Nueva York las tradiciones de sus tierras de origen. «El resultado es que todos tienen una Virgen a la que adorar; le tienen una especial devoción y nuestra iglesia está abierta para acoger sus respectivas fiestas», explica el padre Carlos Acosta, desde mediados del año pasado párroco de St. Luke, una iglesia en el corazón de este enclave multiétnico.
Ser pastor de una comunidad es un desafío y, al mismo tiempo, un acicate para un sacerdote uruguayo que llegó a Nueva York en los años 70, haciendo una parada de diez años en Argentina antes de trasladarse a EEUU, y que conoce bien la riqueza espiritual de las distintas tradiciones católicas hispánicas. Anteriormente, el padre Acosta había sido párroco en Manhattan, en un ambiente muy distinto. «Aquí, en el Bronx, la gente está más ligada a la actividad de la Iglesia. El domingo viene mucha gente a misa, entre ellos hay una unidad mayor de la que había en Manhattan». El problema es que el pueblo del Bronx está formado por personas que trabajan en puestos muy humildes, con ritmos y horarios a menudo demoledores. «Por ello voy a visitarles a sus casas, voy a verles si trabajan hasta tarde, intento rotar entre mis feligreses al menos un par de veces por semana. Leo con ellos el Evangelio y procuro que Cristo sea una presencia familiar; pero sobre todo, estoy con ellos con don Giussani en el corazón».
El padre Acosta conoció el movimiento hace tres años, a través de monseñor Lorenzo Albacete. Desde entonces participa en la Escuela de comunidad y en la amistad con un grupo de sacerdotes neoyorquinos de habla hispana. «La Escuela de comunidad me ayuda a comprender la Iglesia y me ofrece una nueva visión de ella. Supone un nuevo encuentro con Cristo y me ayuda a vivir mi responsabilidad en la parroquia». «La Escuela de comunidad –añade– me ayuda a comprender mejor mi vocación de sacerdote y cómo debe ser la relación con mis feligreses».
El domingo por la tarde, el padre Carlos lleva una Escuela de comunidad en la iglesia de St. Luke, una parroquia que se levanta en una zona enormemente poblada del Bronx, encrucijada de gigantescas autopistas elevadas que cada día soportan la invasión de cientos de miles de coches que van y vienen, llegando o abandonando Manhattan. «Por ahora somos ocho en la Escuela de comunidad –dice el padre Carlos– y los que vienen no son de mi parroquia, son amigos que llegan de otras partes de la ciudad. No veo la hora de poder invitar a alguno de mis feligreses, aunque la Escuela de comunidad sea en español, porque la gente lo prefiere».
Uno de los mayores desafíos en su vida de párroco es ayudar a sus fieles a comprender la importancia de la familia «como lugar donde el amor, la ayuda y el compartir la vida del otro permiten vivir a Jesús». Es una tarea delicada y decisiva, sobre todo frente a las nuevas generaciones de inmigrantes, que no siempre tienen una concepción de la familia tan clara como la de sus padres. «Para mí es particularmente importante –cuenta– ayudar a los mejicanos, los más religiosos, a comunicar la fe a sus hijos, a mantener vivas su cultura y sus tradiciones, las raíces de la fe que profesan».