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Huellas N.3, Marzo 2004

CL Por qué la Iglesia

Mineápolis. Haced lo que Él os diga

Sean Patrick O’Malley

Proponemos algunos pasajes del testimonio del arzobispo de Boston en la presentación de Why the Church? en el curso de la conferencia “La contribución de la Iglesia en la búsqueda de la libertad” el pasado 19 de enero

Sin la verdad no puede existir la libertad. Y sin libertad no puede existir el amor. Esta es la razón de que la Iglesia se preocupe tanto de la libertad. Nosotros tenemos la misión de conducir a las personas a la verdad, para que puedan ser libres, para que podamos construir juntos una civilización del amor. Verdad y libertad son amenazadas hoy por una cultura profundamente hostil. Durante siglos el gran ideal de la fe católica ha sido el martirio. En nuestros altares tenemos todavía la piedra del mártir para recordarnos cómo nuestros antepasados espirituales se reunían en las catacumbas para celebrar la Eucaristía y celebraban los divinos misterios sobre la tumba de los mártires. Esos mártires que daban testimonio de la verdad, y eran tan libres en su vida que sabían donar su vida misma en un acto supremo de amor. (...) En esta época irracional seremos convincentes para los demás solo a través del martirio de la santidad, del martirio de la abnegación.

La religión del relativismo
Hoy en día el relativismo es la religión de los medios de comunicación, y también de la estructura educativa, como pone muy bien de manifiesto Allan Bloom en The Closing of the American Mind (El final de la mente americana). Hoy estamos produciendo escritores, periodistas, profesores y dirigentes que abrazan esta nueva religión del relativismo. Quizá nuestra idolatría de la libertad nos ha llevado a creer que cada uno de nosotros puede escoger su verdad, porque se rechaza la verdad como absoluto considerándola demasiado limitadora y demasiado exigente con respecto a la autonomía del yo.
La aproximación tradicional católica a la vida intelectual para la gente es fides quaerens intellectum –fe que busca la razón–. Hoy la crisis es más compleja. Tenemos una crisis de fe. La gente está dispuesta a creer casi en todo. Es una crisis de credulidad. La religión es reducida a vagos sentimientos tipo new age, a una pequeña voz interior, a un pequeño ritual.
La crisis, más que la pérdida de la fe, es a menudo una desintegración de la razón entre las clases dirigentes, los jueces, los escritores, los profesores y los expertos. La razón es la materia sobre la que opera la forma de la fe. La fe perfecciona la razón análogamente al modo en que un escultor perfecciona la obra. Pero si la piedra se despedaza, la forma se desvanece en el aire. Si se pierde la razón, solo sobrevive una fe ficticia, ilusoria, como una nube de polvo o un sentimiento vago, incierto.

Babel y Pentecostés
En mi opinión, las dos ciudades de Agustín encuentran su equivalente bíblico en la oposición entre Babel y Pentecostés. En Babel el pueblo había rechazado el plan de Dios, y se había reunido para satisfacer sus propias ambiciones y sus vanidades egoístas. El Espíritu descendió sobre ellos y confundió sus lenguas. De forma repentina las personas no lograban entenderse entre ellas. No conseguían comunicarse. Abandonaron su proyecto y se dispersaron por toda la tierra.
Pentecostés es la imagen especular de Babel. Jerusalén está llena de extranjeros, peregrinos procedentes de todos los rincones del mundo mediterráneo. Después de que los discípulos han recibido el don del Espíritu Santo, los extranjeros de todos los países les entienden, oyéndoles hablar cada uno en su propia lengua, y ellos anuncian a todos las maravillas del Señor.
La vanidad y el egoísmo del hombre son los componentes de la Torre de Babel. La falta de comunicación y la confusión de las lenguas son las características de nuestro prometeísmo, de nuestro individualismo moderno que pisa el bien común y subordina todo a la ganancia y al interés personal.
La experiencia de Pentecostés no elimina nuestras diferencias, pero nos une al profesar una sola fe, en una sola lengua, la lengua del Espíritu, la lengua del amor. Los que pertenecen a la Ciudad de Dios son los constructores de la civilización del amor. Hace algunos años, Juan Pablo II reunió a todos los movimientos apostólicos en una magnífica celebración de Pentecostés, para destacar que los movimientos existen para ayudarnos a salir de una mentalidad cerrada e invitar a todos a unirse a los discípulos.

Descripción de los cristianos
Uno de mis documentos preferidos entre los textos de la Iglesia de los orígenes es la preciosa carta a Diogneto, escrita en torno al año 150 d.C., en la que el autor describe de esta forma a los primeros cristianos a un noble gentilhombre pagano: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. (...) sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida...».
Y prosigue: «Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos...».
Vivimos en una época histórica en la que los creyentes serán nuevamente señalados como esa extraña gente que no mata a su prole, esa gente rara que pone en común la mesa, pero no el lecho. Nuestro desafío es ser campeones del Evangelio de la vida, defensores de la sacralidad del matrimonio y de la familia y promotores del bien común. Y cuando hacemos estas cosas estamos construyendo la civilización del amor.
Olvidar a Dios es muy peligroso. Nosotros somos hoy católicos porque Cristo nos mandó que nos reuniéramos en torno a la Eucaristía: «Haced esto en memoria mía. No olvidéis nunca mi amor. Cuando dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Pertenecer a una comunidad de fieles es el mejor modo de hacer memoria de Dios y de alimentarnos del Evangelio de Cristo y de sus sacramentos, para que, en la unidad con nuestros hermanos y hermanas, podamos cumplir la misión que se nos confía. (...)
Estar en relación con Dios y con una comunidad de fieles es lo que nos permite descubrir la verdadera libertad en nuestra vida.
Hay dos escenas del Evangelio que siempre cautivan. Una es cuando Jesús se encuentra con sus discípulos y está con ellos, y después comienza a alejarse de ellos. Otra es el episodio de Emaús, probablemente el más familiar para vosotros, en el que Jesús está caminando con los apóstoles y discute con ellos acerca de las Escrituras. Y, cuando llegan a Emaús, Jesús hace ademán de seguir. Y los discípulos le dicen: «Mane nobiscum Domine», quédate con nosotros, Señor. Jesús quiere ser invitado, quiere ser deseado.

Libertad y obediencia
Cuando Adán y Eva comieron del fruto prohibido, lo hicieron porque deseaban ser como Dios y tener plena libertad. El deseo de sustraerse a la dependencia original les hizo desobedientes. En realidad Cristo «no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, y así se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Cristo, que era verdaderamente libre, eligió obedecer.
En una ocasión el gran teólogo americano Archie Bunker, discutiendo con su yerno Meathead, hizo un comentario despectivo con respecto al pueblo judío, y Meathead le recriminó diciendo: «Recuerda, Archie, que Cristo era judío», Y Archie respondió: «Sí, pero solo por parte de madre». María es el sendero hasta Dios. Ella es el modelo de todo discipulado. Acogió libremente la voluntad de Dios y cambió el curso de la historia. Cuando Dios llama a la puerta del corazón del hombre es María la que abre esa puerta. Ella dice “sí” a Dios libremente.
Hans Urs Von Baltasar, que inventaba siempre grandes términos teológicos, habla de «Theologie auf Knien», teología de rodillas, y describe el fiat de María con la estupenda expresión alemana geschehenlassen des Ja, el dejar que suceda el “sí”. (...)

Permiso para entrar
¿No está quizá la libertad en esto –en dar a Dios permiso–, en el geschehenlassen des Ja, en el “sí” que permite a Dios entrar en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestra historia? (...)
La primera palabra de María en el Evangelio es aquel “sí” a Dios, su fiat: «Hágase en mí según tu palabra». Y sus últimas palabras en el Evangelio son las del Evangelio que escuchamos ayer, el de las bodas de Caná, que son las palabras que están escritas en mi anillo, mi lema episcopal: Quodcumque dixerit facite, «Haced lo que él os diga». (...)
La primera palabra de María es “sí”, y su última palabra es la invitación que nos dirige a decir “sí”. Y a poner en práctica esta palabra, a dar permiso a Dios. Es la obediencia de la fe de la que habla siempre san Pablo. (...)
Como dice a menudo nuestro Santo Padre, nosotros nos realizamos como hombres únicamente cuando nos donamos. Sólo el que es libre puede hacer este gesto de dedicación total.
Cuando Cristo invitó al rico a seguirle y a hacerse su discípulo, éste no fue capaz, porque estaba demasiado ligado a sus bienes materiales. Se había vuelto esclavo de su riqueza. Su corazón estaba con su tesoro, encerrado en algún banco suizo. Aquel hombre era rico, pero no era libre. Y se marchó triste. Y permaneció anónimo.
La Iglesia debe conducir a la gente a la verdad que es Cristo. La verdad nos hará libres. Y con esa libertad podemos amar de verdad.
(apuntes no revisados por el autor)