IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.2, Febrero 2004

SOCIEDAD A propósito de la crisis

Entrevista a Massimo Borghesi. No se puede quebrar el bien común

a cargo de Paola Bergamini

Los eventos de los últimos meses han destruido el mito de la globalización. En Occidente la dimensión política se ha refugiado en una visión maniquea del bien y del mal. Se crea un vacío en el que se produce un intercambio de papeles entre política, magistratura y economía. Pero el fin de toda acción debe ser la persona. Este es el punto desde el que hay que partir

Enron, los bonos argentinos, la industria agroalimentaria Cirio y ahora Parmalat. La economía mundial parece dominada por fuerzas sin escrúpulos, ya sean bancos, organizaciones monetarias, financieras o industrias.

¿Es el fin del mito de la globalización?
Diría que todo esto supone un golpe más, después de la guerra en los Balcanes, del 11 de septiembre, de Afganistán y de Iraq, a la idea de una mundialización surgida del contexto del post 89: el “final de la historia” del que hablaba Fukuyama. La globalización, presentada como panacea de los males y de las diferencias socio económicas del globo –el problema del hambre vencido en el año 2000–, cede el puesto a valoraciones más realistas. La globalización, como afirma Juan Pablo II en Ecclesia in Europa, «en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres de la tierra» (§ 8). En el contexto europeo, y en el italiano en particular, la globalización ha sido la justificación adoptada para la venta de las industrias nacionales, para redimensionar el Estado social, para una praxis económica y financiera que ha situado en el centro al poder bancario y a los centros financieros del exterior, fuera de Europa, definidos por Luigi Spaventa como los verdaderos “Estados canalla”, por la rapiña y la destrucción de los ahorros. Este cuadro, que se impone incluso al observador más distraído, ha convertido en obsoleta la ecuación: globalización = bien común, que hasta ayer se daba por descontado. En concreto, la globalización ha funcionado como modelo para economías fuertes, sostenidas por realidades políticas (EEUU, Europa, Japón), que de puertas adentro han practicado una clara posición proteccionista. La lección que se puede extraer es que las realidades más débiles tienen más necesidad que nunca de ser tuteladas.

La idea de “bien común” a la que hacías referencia y que los actuales escándalos financieros sitúan de forma dramática en primer plano parece haber desaparecido hace tiempo del lenguaje corriente. ¿Qué lugar ocupa en la política contemporánea el “bien común”?
La mundialización significa de alguna forma, al menos para los Estados más pequeños, pérdida de soberanía y de control sobre los procesos económicos. La política no consigue ya controlar los “instintos animales”, la suma de los egoísmos individuales de la que se compone la sociedad civil. Después del año 89, la pérdida de la universalidad de la política se sitúa al frente de la mundialización económica. El modelo democrático, aparentemente sin enemigos, se repliega en la exaltación del libre mercado. El fundamentalismo islámico, con su mezcla teológico-política, y la locura del 11 de septiembre, han obligado a Occidente a reconquistar su dimensión política. Como en los años de la guerra fría, de la división entre Este y Oeste, la presencia del “enemigo” es el camino de vuelta a la política. En esta perspectiva, el “bien común” está determinado por la defensa común del adversario. Y esta defensa, en la actualidad, significa tutela y protección con respecto al terrorismo. De forma más global, sin embargo, la noción de “bien común” incluye también la guerra contra los tiranos para exportar la democracia a todo el mundo. Su dilatación requiere una guerra global. El uso del término se sitúa de esta forma dentro de una visión maniquea que divide al mundo en áreas geográficas pobladas por buenos o por malos.

Me parece entender que no estás de acuerdo con esta perspectiva. ¿Tiene que ver la idea de “bien común” con la noción de “compromiso”? El compromiso, ¿no indica un debilitamiento ideal y práctico?
La política vive de universalidad y de compromiso. Y hoy está en crisis porque no es ni lo uno ni lo otro. Es, sobre todo, idealismo cínico, dirigido a marcar instrumentalmente las diferencias, y a esto le sigue un pragmatismo sin alma. El compromiso es negativo cuando indica la pura mercancía, el intercambio mafioso, el despilfarro de los recursos. Por el contrario, es positivo cuando está dirigido a la superación del odio social y político. El “compromiso histórico” de la coalición DC-PCI (Democracia cristiana y Partido comunista italiano) representó, en el contexto encendido de los años 70, una fórmula de gobierno y de coexistencia social. El compromiso es tolerante hacia el mal menor, teniendo como fin la reducción de la conflictividad social e ideal que divide a una nación. En este ámbito se sitúa el tema de las “leyes imperfectas”, para el que remito al libro, de varios autores, Il potere e la grazia. Attualità di sant’Agostino (El poder y la gracia. Actualidad de san Agustín, ndt.), editado por Trenta Giorni – Nuova Òmicron.

Presentas el arte del compromiso como una modalidad específica para alcanzar el bien común. Hoy, sin embargo, el panorama político está marcado por una conflictividad infinita, conflictividad que desde hace un decenio caracteriza a los mismos órganos del Estado.
Después del año 89 la izquierda y la derecha pensaron que alcanzaban un sólido control del poder a través del sistema bipolar, un sistema típicamente “maniqueo” que preveía la liquidación del centro. La conflictividad surge de aquí, del modo en que la magistratura ha sustituido a la política en la obra de esta “liquidación”. El problema hoy no está en la reducción de las diferencias entre los poderes (balance of powers), con la que el Estado moderno ha puesto un límite a las propias tendencias absolutistas. Al igual que en el campo económico, en el que se debe evitar la reductio ad unum de los interventores de las empresas (Bankitalia, Consob, Antitrust). El problema es que cada uno cumpla con su parte y no rebase el papel que ha asumido. Es verdad, por otra parte, que los papeles se intercambian allí donde aparecen los vacíos. Así, a la despolitización de la política sigue la politización de la magistratura, a la deslegitimación del sindicato sigue la irrupción de los Cobas (Confederación de comités de base, ndt.)... En política no existe el vacío. Cuando se produce, es el caos. Por eso una política consciente de su primado no debe deslegitimar al adversario, sino armonizar su reconocimiento en la óptica de un bien global. El compromiso asume forma ideal en la óptica de un bien global. Esto reclama hoy una atención particular a los estratos menos protegidos: los millones de personas que se acercan al umbral de la pobreza y los inmigrantes acogidos, con ciertas condiciones, como huéspedes dignos de respeto.

¿Responde el bien común a un modelo social?
En cierto sentido, sí, y es lo que ha tratado de subrayar la doctrina social de la Iglesia. Se trata de un modelo abierto que prevé, según las circunstancias históricas, un abanico de opciones posibles. En la realidad, esto funciona si la persona, entendida según una medida más o menos grande, es el fin de la acción política, económica y social. Cuando Giorgio La Pira pidió la intervención del Estado para impedir el cierre de la Nuova Pignone de Florencia, fue duramente criticado por el “liberal” Luigi Sturzo. La Pira, en realidad, no se preocupaba de la pureza de los modelos, sino del despido de los trabajadores y de cientos de familias puestas en la calle. El bien común nace de lo particular, del cuidado de “algunos”, para dirigirse después, como tensión ideal, hacia la totalidad.

¿Puede decirse que Occidente es el lugar de la persona? ¿No se encuentra aquí el presupuesto para una noción auténtica de “bien común”?
Occidente es el lugar de la persona en la medida en que la tradición cristiana, por la cual la persona es la “realidad” por excelencia, está todavía viva. Por el contrario, la nuda persona es, como Hegel había comprendido bien, el individuo abstracto, la nada del mendigo sin rostro que entorpece nuestro paso. En otro lugar existen pueblos, etnias, tribus, no los individuos. La Europa que se está constituyendo reconoce este don que se le ha concedido –la autoconciencia de un bien precioso–, pero, como ha mostrado J. H. H. Weiler en su ensayo Una Europa cristiana (Encuentro 2003), no reconoce a su donador. Sin embargo, lo esencial está en el reconocimiento de aquellos que Ecclesia in Europa denomina los «tres elementos complementarios»: el derecho de las Iglesias y de las comunidades religiosas de organizarse libremente; el respeto de las identidades específicas de las confesiones religiosas; el respeto del estatus jurídico del que gozan ya tales Iglesias y confesiones en virtud de las legislaciones de los Estados miembros de la Unión. Reconociendo estas tres condiciones, Europa reconoce el terreno en el que se origina la noción de persona, el lugar de su experiencia. El problema es cómo conciliar tales nociones con la de “bien común” que actualmente debe tener en cuenta al extraño, al extranjero que aporta usos, costumbres y mentalidades distintas. En su espléndido libro Europe, la voie romaine, Remi Brague hacía referencia a la capacidad de acogida y de integración sin precedentes que posee la tradición romano cristiana. El atajo francés, por el que el Estado laico abole cualquier signo religioso público, ha conseguido el reconocimiento de las escuelas católicas, por parte de las autoridades islámicas, como lugar de apertura y de verdadera tolerancia. De nuevo una posición fuertemente ideológica se convierte en fuente de división, de separación y de enfrentamiento. Desaparece inesperadamente, en este caso, ese necesario compromiso entre derechos universales y costumbres particulares –una cosa es el velo, otra el burka– en el que encuentra lugar la tolerancia. Una tolerancia que, sin fanatismos y guerras de religión, Occidente podría pedir gradualmente incluso a los países de tradición islámica con los que mantiene una relación económica y diplomática más intensa.