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Huellas N.10, Noviembre 2003

IGLESIA

Madre Teresa. El amor de una madre para consolar al Hombre Jesús

Marina Ricci

El padre Brian ha sido el postulador de la causa de beatificación y sor Gertrude, la número dos, siguió a la Madre Teresa durante cincuenta años hasta su muerte. «Simplicidad y profundidad. La Madre Teresa era sencilla y, a la vez, de una profundidad vertiginosa»

«Era una madre que sabía amar». Estas fueron las palabras del padre Brian, volviendo en el coche una tarde tras el enésimo encuentro sobre la Madre Teresa, uno de tantos programados a propósito de la beatificación. No fue tanto una entrevista lograda in extremis al término de una jornada agotadora, sino más bien las confidencias de un amigo que es también el postulador de la causa de canonización de Madre Teresa de Calcuta. «Mi hermana –contaba– es misionera de la caridad. Cuando los médicos le diagnosticaron un melanoma vivía en una de las casas en Polonia. Madre Teresa fue a buscarla y la llevó a Nueva York, donde me encontraba yo y a donde acudieron mis padres. La Madre acompañó a mi hermana en el hospital y no se movió de allí. Mi madre lloraba y Madre Teresa la consolaba; no regresó a la India hasta que los médicos no dijeron que mi hermana estaba bien. ¿Entiendes lo que quiero decir? Era una madre que sabía amar».

Las palabras del padre Tadeusz
El Padre Brian es un canadiense de origen ucraniano. Alto y grande como una montaña, pero con el rostro y los ojos de un niño, aún asombrados por la aventura humana que le ha sucedido. Faltan tres días para la beatificación y está agotado, como todas las hermanas que han trabajado con él; han dejado a un lado la vida de cada día para hallarse peleando con ordenadores, periodistas y peregrinos. En la Postulación todos sueñan con volver a trabajar para y con los pobres, pero esta experiencia larga y agotadora ha sido también un don precioso que les ha permitido introducirse en la vida de Madre Teresa. El Padre Brian y las hermanas lo han hecho todo con el amor y la nostalgia de unos hijos que releen viejas cartas buscando entrelíneas las huellas de los padres desaparecidos, para descubrir también el sufrimiento escondido bajo la sonrisa de una madre. «Simplicidad y profundidad. Es increíble –repite con frecuencia el padre Brian–. Madre Teresa era sencilla y a la vez de una profundidad vertiginosa. Lo que más me ha impresionado ha sido la oscuridad en que ha vivido. Ha sido verdaderamente heroica». Roma es grande y se tarda un tiempo en trasladarse de una parte a otra. Así, en aquel viaje en coche los minutos transcurrieron hablando de lo que el día anterior había contado a los periodistas Tadeusz Styczen, el amigo del Papa que le sucedió como profesor en la cátedra que ocupaba en la Universidad de Lublino. Desde hace años, Styczen comparte con Juan Pablo II las vacaciones en la montaña. «Cuando en 1978 –contaba a la prensa el padre Tadeusz, que estaba en Roma para la celebración del 25º aniversario del pontificado– llegó a Lublino la noticia de que Karol Wojtyla había sido elegido Papa, pensé enseguida en lo que el cardenal de Cracovia había dicho una vez predicando los Ejercicios Espirituales a Pablo VI y a la Curia Romana. Wojtyla había sugerido entonces que la Iglesia debía hallar el coraje necesario para recuperar la ocasión perdida por los apóstoles en el huerto de Getsemaní, consolar al Dios-hombre. «Cuando el cardenal de Cracovia fue elegido Papa –recordó Styczen– pensé de inmediato que Dios había aceptado el ofrecimiento, pero había decidido confiar su cumplimiento no a Pablo VI sino al propio Wojtyla. Esta es la clave del pontificado de Juan Pablo II. También ahora, en medio del sufrimiento físico, el Papa sabe Quién le mantiene y Quién le sostiene».

La profesora por las calles de Calcuta
Al padre Brian le gustó mucho lo que había contado el amigo del Papa: «También ha vivido así la Madre Teresa, consolando al Dios-hombre en los rostros y en los cuerpos de sus hijos más pobres; y lo hizo aceptando el dolor de la oscuridad, compartiendo con Él Getsemaní, la angustia de sentirse abandonado y rechazado». ¡Qué vértigo y qué experiencia humana debe ser conocer y vivir al lado de personas así! Me lo hace entender también sor Gertrude, a la que veo siempre que voy a la casa de Primavalle, donde se acoge a las madres solteras. Sor Gertrude, india, tiene 78 años, pero sigue siendo bella y tiene la espalda derecha como un poste. Su carácter no debía ser fácil, ni lo es todavía. Tiene las manos preciosas, a pesar de haber trabajado mucho y cuando sonríe uno se queda extasiado mirando sus dientes blancos y perfectos. Sentada en una banco del jardín, me cuenta que tenía 16 años y estaba en el último curso en el colegio de las hermanas de Loreto en Calcuta, cuando su profesora decidió dejar el convento para irse a vivir a las calles de la ciudad. Las primeras compañeras de la Madre Teresa han sido “numeradas” familiarmente por las demás misioneras de la caridad. Sor Gertrude es la número dos, después de sor Agnes que fue la primera en unirse a la Madre. «Yo había vuelto a mi casa –cuenta sor Gertrude–, porque había terminado el colegio. Agnes me escribió contándome que Madre Teresa había dejado el convento. Yo esperaba, porque sabía que la Madre me iba a llamar y yo quería estar con ella. Después, Agnes me volvió a escribir diciendo que fuera con ellas, que Madre Teresa había encontrado una casa. Recuerdo la cara de mi padre cuando le dije que quería marcharme. En los tumultos de aquellos años en la India, con los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, mi hermano había desaparecido. No supimos jamás si había muerto ni cómo. Mi padre me dijo que ya había perdido un hijo, pero que podía dar a Dios también a su hija. Y, así, partí». La primera vez que le oí contar esta historia, provocada por mis preguntas, estuve atenta a no cansarla, a no hacerla hablar demasiado. Después comprendí que sor Gertrude contaría su historia hasta el infinito, llegando hasta la extenuación de sus oyentes y el motivo es sencillo: lo que le ha sucedido es tan bello que sin dudarlo volvería atrás y empezaría de nuevo, sobre todo ahora que añora tanto la compañía de la Madre Teresa.

Los últimos instantes en oración
« Hemos vivido juntas cincuenta años. El último día, yo estaba junto a su lecho, pero me mandó fuera. “Vete a la capilla –me dijo– y dile a mi Amigo que estoy mal”. La obedecí, pero después de diez minutos regresé. Entonces dijo: “No puedo respirar”. Sabía que estaba a punto de tener otro ataque. Las otras veces también había comenzado así. Llamé enseguida pidiendo ayuda y me puse a rezar. Ella repetía mis palabras; después, en cierto momento alzó los ojos a lo alto y dijo tres veces: “Jesús, Jesús, Jesús”. Así murió». Cada vez que lo cuenta, los ojos de sor Gertrude se humedecen y quien la escucha tiene siempre la impresión de que con Madre Teresa se ha marchado un pedazo de sí misma. «Tengo siempre presente el momento de su muerte –me confía– y, a la vez, cuando la vi por primera vez después de haber dejado el convento. Después de recibir la carta de Agnes, me fui a Calcuta, pero cuando llegué, Madre Teresa no estaba en casa. Entonces, me quedé en la puerta esperándola. Todavía la estoy viendo doblar la esquina, acercándose vestida con el sari con una bolsa en la mano, acompañada de una mujer. La primera vez que la había visto en el colegio de Entally, me había impresionado mucho porque me había recibido con el saludo indio y me había hablado en bengalí. En cambio, esta vez me abrazó y me habló en inglés y nunca jamás volvió a hablarme en bengalí. No sabía qué pensar. En el colegio, las chicas mirábamos a las monjas como si fueran quién sabe qué, nos parecían muy elegantes con sus hábitos. Ahora, Madre Teresa venía hacia mí vestida como las mujeres que limpiaban las calles en Calcuta. Para la sociedad india era un escándalo, ¿entiendes? También mi padre necesitó un tiempo para aceptarlo. Me había dejado ir, pero para él fue una humillación tener una hija que iba por ahí vestida de aquella manera». La escucho y no me canso de escucharla y me admira que la historia de Dios pueda ser tan humana.

La tienda más grande para el Huésped
Dos días antes de la beatificación, fui con el cámara del telediario para el que trabajo a la casa de vía Casilina a tomar algunas imágenes y volví a encontrarme con sor Gertrude. Se había trasladado desde Primavalle hasta allí, ya que estaban llegando las misioneras de todo el mundo. Me explicaron que venían dos de cada casa de la Madre Teresa y no más porque el billete cuesta demasiado. Sor Gertrude me miró y se echó a reír. Me dio la espalda y se dirigió hacia la capilla, se quitó los zapatos, lanzándolos junto a la puerta, y se fue veloz a arrodillarse en una esquina de la capilla donde mi cámara no podía captar su imagen: ¡es una provocadora! Como una niña. Entendí perfectamente que estaba harta de todo este jaleo que se ha formado con la beatificación. En vía Casilina las hermanas han pasado de ochenta a trescientas. La casa es la más grande de todas las de la Madre Teresa. Se la cedió a las misioneras una orden de religiosas que la ocupó antes que ellas. En el terreno que la rodea ha surgido un bosque de tiendas para albergar a las hermanas llegadas de todo el mundo, pero la tienda más grande se la han reservado a su Huésped de siempre. Eché una ojeada dentro y miré al Crucifijo con la leyenda: “I thirst”, tengo sed. He aprendido de las hermanas que eso es lo que Jesús dice a cada uno de nosotros: tengo sed de ti y de tu amor. Fuera se oían las risas de las dos misioneras llegadas desde Bagdad. Les han contado un montón de cuentos a sus niños, tratando de camuflar el rumor ensordecedor de los bombardeos, y siguen arriesgando su vida cada día. No sé si están todas locas o si esta historia, que comenzó en Calcuta y ha llegado hasta el altar de San Pedro, es de verdad un intento exitoso de consolar al Hijo de Dios en todos los Getsemaní del mundo.