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Huellas N.6, Junio 2009

HACIA EL MEETING

Cautivados por la verdad

Silvio Guerra

¿De dónde nace el conocimiento? Responde el filósofo RÉMI BRAGUE, de la simpatía y la curiosidad por la realidad. Mientras siguen las presentaciones del Meeting en medio mundo –París, Río de Janeiro, Washington y Roma–, le pedimos que nos introduzca en el tema de la próxima edición. La verdadera ciencia no censura «las preguntas que nos hieren»

No podemos conocer nada sin que haya una implicación por nuestra parte. ¿La búsqueda de la objetividad? Es una ilusión, cosa de técnicos. ¿La ciencia moderna? Se equivoca si renuncia a explicar los fenómenos. Se engaña el que cree que la verdad favorece el fanatismo. Porque el conocimiento es siempre un acontecimiento. Como nuestra misma existencia: un evento que no puede repetirse. Son palabras de Rémi Brague, conocido filósofo y ensayista francés, que participará en la próxima edición del Meeting por la amistad entre los pueblos (que tendrá lugar en Rimini del 23 al 29 de agosto). Profesor de Filosofía medieval en la Sorbona y de Filosofía de las religiones europeas en la Universidad Ludwig Maximilian de Munich –la cátedra que perteneciera a Romano Guardini–, Rémi Brague es uno de los mayores expertos en las raíces culturales de nuestra sociedad. Por este motivo, y mientras continúan las presentaciones del Meeting en medio mundo –desde París a Río de Janeiro, desde Washington a Roma–, le hemos pedido que nos introduzca en el tema del próximo Meeting.

En la presentación del Meeting en la UNESCO, John Waters ha hablado del proceso del conocimiento como algo complejo, algo que puede llevarnos hacia «una confusión y angustia continuas, porque hemos perdido el sentido de la realidad». ¿Qué piensa usted al respecto?
En sus famosas Gifford Lectures sobre la naturaleza del universo físico (1926-27), el físico inglés Sir Arthur Eddington hablaba de sus dos mesas. Una era aquella sobre la que escribía, hecha de madera lisa y sólida; la otra era aquella sobre la que teoriza la física atómica, hecha de átomos discontinuos. La ciencia nos proporciona una descripción del mundo, pero este mundo no es el mismo que es objeto de nuestra experiencia. No podemos comprenderlo; únicamente podemos conocer las leyes que nos permiten utilizarlo.
La ciencia moderna renuncia a explicar los fenómenos, y se conforma con escribir en lenguaje matemático las relaciones constantes que los unen. En el siglo XIX Augusto Comte fundó sobre este principio una nueva filosofía a la que dio el nombre de “positivismo”.
Como muestro en La Sagesse du monde, el conocimiento pre-moderno de la naturaleza sólo permitía una técnica bastante rudimentaria; iba un poco más allá de lo que percibimos con los sentidos; por el contrario, al resaltar la regularidad de los fenómenos y su orden bello (en griego: kosmos), proporcionaba además un modelo para la acción moral. Esta forma de percepción está definitivamente superada. La ciencia natural moderna nos sitúa ante una paradoja: es extremadamente gratificante, en el sentido de que hace posible una técnica; es absolutamente fascinante porque nos permite conocer realidades lejanísimas, ya sean inmensas o minúsculas; pero de hecho no es interesante, pues no nos dice nada sobre nosotros mismos, sobre lo que somos, y menos aún sobre lo que debemos hacer.

En una de sus últimas intervenciones en el Meeting, Leo Moulin hacía referencia a la paradoja del hombre contemporáneo, tan seguro de sí mismo, mucho más dotado científicamente que el hombre medieval, pero más pobre que él desde este punto de vista. Y al mismo tiempo observaba que hoy en día nos cubrimos de “seguros” para protegernos ante cualquier evento, como si no pudiese suceder nada imprevisto. ¿Por qué tenemos tanto miedo ante lo que pudiera sucedernos eventualmente?
Porque lo que nos puede suceder es siempre una imagen de lo que nos debe suceder, es decir, de la muerte, que es inevitable. En el fondo, la muerte es la única cosa cuya llegada sabemos con certeza que se producirá. Multiplicamos los seguros para tratar de olvidar este hecho fundamental.

En sentido contrario, ¿por qué puede el acontecimiento garantizarnos un conocimiento verdadero?
Porque nuestra misma existencia tiene una dimensión histórica; es un gran acontecimiento que comienza con un acontecimiento inicial, el nacimiento, continúa a través de toda una serie de eventos que podemos prever u orientar en mayor o menor medida, y culmina con un acontecimiento final, la muerte. Un acontecimiento es algo que, por definición, no puede repetirse. Por eso la ciencia no trata los acontecimientos en cuanto tales, sino que abstrae, a partir de ellos, lo que puede repetirse. Ahora bien, nuestra vida está hecha de acontecimientos, ninguno de los cuales se repite, sino que cada uno de ellos va a ocupar su puesto en la memoria para siempre.
La verdad del acontecimiento no es la de la ciencia. O mejor aún, la ciencia no necesita la idea de verdad; para ella es suficiente con que “la cosa funcione”. Por eso algunos filósofos rechazan la idea de verdad, y la acusan de favorecer el fanatismo.
La verdad del hecho es siempre nuestra verdad. No nuestra opinión (“a cada uno su verdad”), sino, por el contrario, lo que nos dice la verdad sobre nosotros mismos, una verdad que no siempre es agradable, la veritas redarguens de san Agustín (Conf. X, 23, 34).

En Francia, tanto en la escuela como en el debate cultural, el conocimiento tiene siempre un “regusto” objetivo, neutro y científico. ¿Comparte este planteamiento? ¿Es posible descubrir, conocer, sin una curiosidad, sin una simpatía por el otro y por la realidad?
Obviamente es legítimo buscar la objetividad ahí donde sea posible, es decir, en el campo de las ciencias naturales (un campo en el fondo limitado). Pero no se puede buscar en otro sitio. Los psiquiatras hablan de un tipo de enfermo mental, que se encierra dentro de toda una serie de rituales, tratando de este modo de defenderse de la angustia. La ciencia puede convertirse en una especie de encubridor. El culto exclusivo del saber científico puede favorecer que uno llegue a evitar plantearse las preguntas que hieren, las que se refieren al significado, al amor, a la muerte. La presencia de un técnico ofrece seguridad. Pensad en esas mesas redondas a las que se invita a médicos o biólogos. No se les pide que hablen de los aspectos técnicos de la contracepción, del aborto, de la eutanasia –es decir, de aquello en lo que son competentes–. Por el contrario, se espera de ellos argumentos en contra o a favor de la legitimidad moral de tales prácticas. Todo el mundo encuentra esto normal, mientras que debería parecernos trágicamente ridículo: a nadie se le ocurriría convocar a los verdugos para discutir sobre la legitimidad moral de la pena de muerte...
La curiosidad y la simpatía se encuentran casi en contradicción. La primera vale para las cosas, la segunda para las personas. Si pudiésemos simpatizar por las cosas como lo hacemos por las personas, renunciaríamos a nuestra curiosidad en relación a ellas, y terminaríamos dejándoles a las cosas sus secretos.

Yves Coppens ha dicho en la UNESCO que “un conocimiento es un acontecimiento” en el sentido de que el acontecimiento es una discontinuidad dentro de una continuidad. ¿Qué piensa sobre esto?
Coppens parte de un concepto de conocimiento que va más allá de la idea propiamente científica, e incluye el encuentro personal. Como paleontólogo, se halla en el límite entre la Física, que estudia las leyes permanentes, y la Historia, que registra los hechos, la aparición de la novedad.
Para que exista un acontecimiento, es necesario que se dé una novedad, y por tanto una discontinuidad. En caso contrario, se permanecería en la pura repetición. Pero hace falta también que la novedad se separe de un fondo de continuidad, para que pueda aparecer como novedad. La discontinuidad es aquello que le permite al acontecimiento existir; la continuidad es lo que le permite ser conocido.

¿Por qué a menudo la cultura contemporánea consiste en un cúmulo de saberes y conocimientos sin que se identifique un criterio, un punto de origen? ¿Podría ser una consecuencia del pensamiento ilustrado?
En las nuevas generaciones, esta filosofía corresponde a un genérico probar, es decir, a una acumulación de vivencias sin tratar de comprender, de dar un juicio. ¿Se trata de un problema educativo o cultural?

Nos cuesta comprender el concepto de experiencia. Por un lado, lo confundimos a menudo con el de prueba, intento o experimento en el sentido científico del término. Pero al mismo tiempo conservamos un residuo de fe en la providencia. Es una fe desviada que confía en una providencia mal entendida a su vez, como una especie de paracaídas cuya presencia nos permite hacer alguna que otra tontería. La experimentación científica nos enseña cosas porque ella elige, debido a su método, olvidar todo lo que hace que un fenómeno se distinga de los que le han precedido. Eso es justamente lo que no podemos hacer nosotros, porque, a diferencia de los objetos en los laboratorios, tenemos una memoria que acumula el pasado. No se puede tener experiencia más que de aquello de lo que no se tenía experiencia antes.
Por otra parte, con demasiada frecuencia se imagina que es suficiente con multiplicar los viajes, los encuentros, las ocasiones para tener una experiencia verdadera. Si así fuese, ¡nada tendría más experiencia que una maleta! Kant no se alejó jamás de Königsberg, y eso no le impidió ser un filósofo genial, ¡e incluso impartir cursos de Geografía! Proust vivía en el ambiente restringido de la alta burguesía parisina, y eso no le impidió llegar a profundidades inesperadas del alma humana. La experiencia viene de la reflexión sobre los hechos, no de su acumulación.

EXPOSICIONES
Lo nunca visto. Galileo: la fascinación y el trabajo de una mirada nueva sobre el mundo.
En el complejo escenario de comienzos del siglo XVII se situan las primeras observaciones de Galileo con el telescopio. Un acontecimiento crucial para la ciencia y una vertiginosa experiencia humana para su protagonista: la del que ha visto cosas admirables que nadie ha visto antes. La exposición invita a ensimismarse con el hecho mismo de ese gran descubrimiento, con lo que Galileo efectivamente veía en aquellas noches memorables, con la intención de comprender mejor sus inevitables consecuencias.
Las cartas y los documentos originales que se exponen van trazando las fases sucesivas del recorrido humano y cultural de Galileo, marcado por la polémica y las controversias pero también por reacciones positivas, como las de los jesuitas del Colegio Romano. Y también el problema de las pruebas que demostraban el modelo copernicano; pruebas que Galileo no tiene y cuya búsqueda ocuparía los siglos sucesivos, como se puede observar por los modelos y esquemas que reproducen los resultados más relevantes.

Florenski y la puerta real hacia el conocimiento.
Pável Florenski (1882-1937), que murió mártir en la Unión Soviética, no había recibido una educación religiosa; es más, por un respeto humano mal entendido, su padre le había mantenido radicalmente alejado de todas las religiones, acabando por privarlo del «apoyo más importante». El propio ambiente cultural ruso, a caballo entre los siglos XIX y XX, con todo el nihilismo que conllevaba, no favorecía la apuesta religiosa.
Su camino intelectual y espiritual, –que se ilustra de manera palpitante en la exposición a través de sus apuntes, de los esquemas e ilustraciones que preparaba para transmitir a sus alumnos o a sus hijos su enorme pasión por todo lo cognoscible–, se alimentaba de dos sentimientos muy sencillos: la admiración por la naturaleza («en lo más obvio y corriente se esconde un vertiginosos sentido del infinito y la trascendencia»), y el deseo de vencer la soledad («el lugar en el que comienza la revelación de la verdad» «es la amistad, como nacimiento misterioso del “tú”»).

La exposición De Constantino a San Pablo. El nacimiento de la basílica cristiana se opone al estilo conciliador de la cultura clerical barata.
Constantino fue el gran emperador que, además de decretar la libertad para el cristianismo y declararlo religión de Estado del imperio romano, impulsó la construcción de estos edificios de culto. Edificios que, de acuerdo con algunas hipótesis, se caracterizan por su continuidad con las basílicas romanas, mientras que para otros responden a tipologías completamente independientes.
San Pablo fue el apóstol de los gentiles al que se le dedicó la basílica llamada “Extramuros”, con la que finaliza el recorrido didáctico de la exposición, que se va deteniendo en los principales ejemplos de Occidente, desde Aquilea a Milán y de manera especial en Roma, sin traspasar el umbral del siglo IV, puesto que el nacimiento de la basílica cristiana se encuadra dentro de este límite cronológico. De las plantas basilicales del siglo IV queda ya poco del original, por eso este extraordinario patrimonio de la civilización y de los orígenes cristianos se ha reconstruido basándose en planimetrías y en la arqueología.

VOCARE. María Zambrano, una vocación al conocimiento.
Tiene Zambrano una profunda y matizada conciencia de que vivir es ser llamados: la realidad nos llama a la verdad y nuestro corazón nos llama a cumplirnos. De ahí que educar sea “vocare”, llamar.
La muestra empieza con un video que presenta una biografía de María Zambrano, intercalada con recuerdos de la misma filósofa.
La primera serie de paneles aborda el origen del conocimiento. Tras identificar el núcleo de la actual crisis educativa –«Lo que está en crisis es este nexo misterioso que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo sustento»–, se plantea el nexo con la realidad como origen del conocimiento.
El segundo apartado se centra en la relación con “el maestro”, pues la relación entre personas es necesaria para el conocimiento. Incluso el pasado (la tradición) puede ser descubierta sólo a través de una relación viva. En Séneca, escribe María: «Vivimos un momento de radical soledad, también sin padre, sin una última creencia. (…) Todo lo que pertenece al pasado necesita ser revivido, aclarado, para que no detenga nuestra vida» en un recuerdo estéril. La muestra presenta aquel que la autora llama «mi perenne maestro», su padre, Don Blas Zambrano, y a continuación sus maestros en el campo filosófico: José Ortega y Gasset, Javier Zubiri y Miguel de Unamuno.