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Huellas N.8, Septiembre 2003

SOCIEDAD

En medio de la guerra, la esperanza concreta del anuncio cristiano

Giancarlo Giojelli

Aldeas arrasadas, cientos de miles de huérfanos, cuatro millones de refugiados en el extranjero. En el sur de Sudán se está llevando a cabo lo que los obispos no han dudado en definir como un auténtico genocidio. Sin embargo, nadie habla de ello. Desde el interior de esta tragedia se elevan las historias llenas de esperanza de monseñor Mazzolari, fray Rosario, Emanuel, Elena...

Las cifras no lo dicen todo, no pueden decirlo todo. Una guerra que dura ya más de medio siglo, la más larga del siglo XX, y que todavía no ha terminado. Dos millones de muertos en los últimos diez años. Cuatro millones y medio de mujeres y niños obligados a abandonar sus casas vagan por el país, en un territorio tres veces más extenso que Italia. Cuatro millones de refugiados en el extranjero. Cientos de miles de huérfanos (¿quién los cuenta ya?), muchos de los cuales morirán antes de finales de año. Tres médicos estables y una veintena de voluntarios para diez millones de personas exterminadas por enfermedades: no hay vacunaciones desde hace veinticinco años. Aldeas habitadas únicamente por leprosos, ciegos y poliomielíticos. Uno de cada cuatro niños muere durante el primer año de vida. Caravanas de comerciantes árabes que trafican con esclavos irrumpen en los pueblos cristianos llevándose a los niños: ésta es la suerte que han corrido al menos diezmil pequeños dinka y nuer (las tribus más extendidas en el sur de Sudán). Treinta mil niños que han afrontado un éxodo de más de un año por la sabana y el desierto huyendo de las masacres. De éstos, veinte mil han muerto de hambre o ahogados intentando esquivar las ciénagas del Nilo o devorados por las fieras. Diez mil niños enrolados a los once o doce años: fusil al hombro y fuera, a combatir. No han visto a sus padres, hermanos y pueblos durante más de diez años. Rumbek, uno de los principales centros del sur es una ciudad fantasma donde todos los edificios de piedra han sido bombardeados dejando a ras de suelo la emisora de televisión y el complejo escolar más grande del África central, reducido a un amasijo de escombros. Las vacas pastan entre las ruinas de las casas. Las paredes se han sustituido por chozas de estiércol y barro. El escaso comercio que llega a la zona se paga con una moneda que ya no es de curso legal desde hace más de veinte años, la esterlina sudanesa. Los billetes se deshacen en la mano y por las noches los vuelven a pegar pacientemente. Y la pesadilla de los bombardeos que siembran la muerte en las aldeas. La pesadilla de las minas que siegan la vida de los niños mientras juegan en el campo.

La eliminación de un pueblo
Pero no se trata sólo de una catástrofe humanitaria. Los obispos hablan de genocidio, de eliminación de un pueblo, aunque se ha corrido un velo de silencio e indiferencia sobre el grito de esta gente. Es el infierno del sur de Sudán (africano, cristiano y animista) que no ha querido aceptar el sharia, la ley coránica impuesta como ley de estado por el gobierno del norte, árabe y musulmán. Es el único país del mundo donde, en 1989, hubo un golpe de estado militar para impedir que se atenuaran los rigores del fundamentalismo islámico. Se ilegalizaron incluso los partidos musulmanes moderados. Los cristianos tienen prohibido predicar a los musulmanes. La Iglesia está considerada como una organización no gubernamental. En la Carta de los derechos del hombre, la palabra “persona” está traducida por “musulmán”, los demás no tienen dignidad. Un sacerdote católico que llevaba el vino para la misa fue azotado con el látigo. Incluso se comenta que el mismo Osama bin Laden tiene propiedades y refugio seguro en el norte, aunque esto es difícil de probar. Lo que sí es seguro es que Khartum quiere controlar a toda costa los territorios del sur, ricos en petróleo: por esto tiene que “limpiarlo” de poblaciones cristianas, donde limpiar quiere decir exterminar, obligar a las familias a separarse, a huir; capturar a los más jóvenes, asesinar a los hombres y arrojar sus cadáveres a los pozos para contaminar el agua durante años.

Por encima de las cifras de la muerte
Por ahora, los combates han cesado, al igual que los bombardeos contra las aldeas. Hay una tregua que terminará dentro de poco porque las conversaciones entre el SPLA, el frente de liberación del Sur, y el gobierno de Khartum están en punto muerto. El reinicio de la guerra hace temer una nueva carestía y a los muertos por los combates, las enfermedades y las minas se sumarán los muertos por el hambre, como hace tres años.
Pero las cifras, estas cifras, no lo son todo. No explican lo que hemos visto al visitar el Sur con el obispode Rumbek, una diócesis del sur. Este obispo, Cesare Mazzolari, es un misionero comboniano y, como Daniele Comboni (que subirá pronto a la gloria de los altares), se encuentra siendo obispoentre las tribus Dinka, esos hombres y mujeres altísimos del color del bronce de los que habla el profeta Isaías.
El bishop Cesare viaja entre su grey como puede. Las carreteras están totalmente destruidas y en la época de lluvias se tarda más de siete horas en recorrer cincuenta kilómetros; los aviones que salen de Kenia aterrizan en pistas destrozadas de tierra arcillosa. Pero no se cansa, hay confirmaciones que administrar, bocas que alimentar y enfermos que curar. Sus parroquias las llevan unos pocos misioneros valientes. Un médico, fray Rosario Iannetti, opera noche y día en una tienda, visita a los enfermos y forma a los enfermeros del lugar. Día tras día retoma su difícil misión y no le asustan la despensa vacía del hospital, los terribles casos con los que se encuentra constantemente, el calor o el cansancio. En su zona, Mapourdit, más que las guerras son las devastadoras enfermedades las que acaban con la vida de sus habitantes. Pero también para los leprosos hay una esperanza y los combonianos les han enseñado a arar los campos y a contar con sus propias fuerzas.

Escuelas, hospitales y dispensarios
Cada uno de los misioneros que vive aquí tiene historias personales increíbles que contar, aunque no las cuentan voluntariamente: importa más lo que tienen que anunciar y lo que tienen que construir. Algunos han estado meses en prisión y otros han arriesgado y siguen arriesgando la vida. Hay catequistas convertidos del islam que han sido asesinados y crucificados como represalia. El primer mártir fue el padre Arcangelo Ali, un sudanés al que torturaron y mataron en 1965 por odio hacia su fe. Desde entonces ha habido otros, muchos otros.
Los misioneros han construido en los pueblos pequeños hospitales y dispensarios, pero sobre todo escuelas a las que asisten miles y miles de chicos. Ellos son la esperanza más concreta para esta tierra. Muchos enfermeros y profesores proceden de un centro de formación que el Obispoconstruyó en Kenia, lejos de los horrores del conflicto. En este lugar, los ex niños de la guerra aprenden a construir la paz. Ernest, un antiguo niño soldado nos cuenta su pasado abrazado a una ametralladora, su posterior caída y estancia en el hospital, donde conoció a un grupo de chavales que se reunían a rezar. «Me habían enseñado a matar, pero estos cristianos me han enseñado a amar», nos cuenta. Ahora quiere ser sacerdote. Emmanuel estaba en una caravana de treinta mil niños prófugos. «Volví a ver a mi madre después de 17 años. Mi padre había muerto, y antes de morir le dijo a mi madre: “Dí a Emmanuel, si volviera, que se ocupe de sus hermanos”. Eso es lo que quiero hacer, y mis hermanos más pequeños son los niños desnudos, hambrientos y enfermos que veis». Elena es una chica que volverá a su país siendo enfermera y enseñará a otras chicas. Sor Fulgida, misionera de Varese, no esconde su emoción cuando habla de ellos: «Es hermoso verles renacer, volver a confiar en sí mismos y a tener valor. También en el canto encuentran armonía y serenidad, sus movimientos se vuelven más sueltos, menos agarrotados».
« Las cifras no lo dicen todo», pienso mientras observo a monseñor Cesare y a los demás misioneros confesando a los niños bajo los árboles. Y es una imagen serena. Mañana será fiesta, día de Pentecostés. El Obispotiene para cada niño un gesto de ternura, una caricia antes de hacerles el signo de la cruz. Luego se pondrá de nuevo en camino. No hay hombre, mujer o niño que no valga, por sí solo, todo el Universo y no merezca el terrible cansancio del camino.