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Huellas N.7, Julio/Agosto 2003

IGLESIA

Pablo VI. Infatigable defensor de la tradición católica

Andrea Tornielli

Los tradicionalistas lo criticaron por su impronta ecuménica, por el diálogo con el mundo moderno; los progresistas por su presunta cerrazón, por su “hamletismo”. «Hoy podemos decir con conciencia humilde y determinación que no traicionamos nunca “la santa verdad”»

Murió casi de forma imprevista, en soledad, en el calor estival de Castel Gandolfo, hace ahora veinticinco años. Fue un Pontífice que supo dialogar con el mundo moderno, que supo sufrir por la Iglesia y defender hasta el final la esencia de la tradición católica durante los dramáticos años del postconcilio. Desgraciadamente, la figura de Pablo VI aparece hoy un poco comprimida entre las de su predecesor, el beato Juan XXIII, y la de su sucesor, Juan Pablo II, que había llegado tras la meteórica presencia de Juan Pablo I. Cuando no es olvidada, es objeto de ataques póstumos provenientes tanto de la derecha como de la izquierda. Los llamados “tradicionalistas” siguen criticando al Papa Montini por haber avalado la reforma litúrgica, por su impronta ecuménica, por el franco y sincero diálogo con el mundo moderno, pretendiendo ignorar los abundantes y puntuales documentos con los que Pablo VI defendió el depositum fidei.

El “frenazo” montiniano contra los abusos
Algunos ambientes llamados “progresistas”, en cambio, critican la presunta cerrazón del Pablo VI, su supuesto “hamletismo”, olvidando que, hasta hoy, el Pontífice bresciano ha sido el único de los sucesores de Pedro que escribiera un documento dedicado íntegramente al gozo cristiano, la exhortación apostólica Gaudete in Domino, publicada en mayo de 1975. En este segundo caso, se le atribuye a Montini la responsabilidad de la falta de cumplimiento de las reformas conciliares, acusándole de haber “frenado” de alguna manera la dirección iniciada con el Vaticano II. También se le acusa de no haber permitido que las nuevas energías del Concilio se expresaran plenamente. De este modo, se termina oponiendo al “abierto” Juan XXIII - que con gran valentía y esperanza dio comienzo al Concilio - el “cerrado” Pablo VI, que tuvo que dirigir tres de las cuatro sesiones conciliaes, llevar a puerto la nave que su predecesor había hecho zarpar hacia el mar abierto, pero al que se acusa de no haber correspondido a las expectativas suscitadas. En esta ocasión es bastante evidente que los críticos se refieren aquí al cómo podría haber sido el Vaticano II y no a cómo fue realmente. Se refieren, lamentando el “frenazo” montiniano, a ese «espíritu del Concilio» utilizado para justificar todo tipo de abusos - incluso, aunque no sólo, en el campo litúrgico - fingiendo desconocer lo que está escrito en los textos conciliares.

La sombra de Satanás en el templo de Dios
En cambio, para comprender a Pablo VI es necesario librarse en primer lugar de los anteojos ideológicos o del prejuicio forzado. Desde el comienzo de su pontificado, marcado por la firme decisión de proseguir el Concilio en la línea marcada por su predecesor y por los propios padres conciliares, Montini fue fiel, de hecho, a la tarea de custodiar la Tradición. Así lo demuestran sus puntuales intervenciones durante el Vaticano II, la encíclica Mysterium fidei, con la que corroboró la fe eucarística de siempre, o la cristalina limpidez del Credo del pueblo de Dios, con el que quiso expresar lo que la Iglesia cree en una época marcada por la duda y la incertidumbre. Prueba de ello es la corroboración de la regla del celibato eclesiástico y la dramática y sufrida toma de posición de la encíclica Humanae vitae, el documento que en 1968 confirmaba el “no” de la Iglesia a los métodos anticonceptivos artificiales, incluyéndolo en una sección que exaltaba la dignidad de la mujer. Lo demuestran sus terribles palabras pronunciadas el 29 de junio de 1972 afirmando «tener la sensación de que por alguna grieta se había filtrado la sombra de Satanás en el templo de Dios. Aparece la duda, la incertidumbre, el problematicismo, la inquietud, la insatisfacción y la comparación. No hay confianza en la Iglesia... Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado por ventanas que deberían estar abiertas a la luz... También dentro de la Iglesia reina este estado de incertidumbre; se pensaba que después del Concilio vendrían días de sol para la historia de la Iglesia. En cambio, ha venido un día nublado, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre,... Creemos que algo antinatural (el diablo) ha venido al mundo para turbar y sofocar los frutos del Concilio».

Diálogo y misión contra la descristianización
El Papa que contempla con tanto realismo la crisis de la Iglesia es el mismo Papa de la apertura ecuménica que marcará su pontificado. El mismo gran reformador de la Curia romana y de la corte pontificia, el mismo de los grandes ímpetus de la valiente encíclica Populorum progressio. El ansia de diálogo se aunaba en él con el ansia misionera al constatar la descristianización que ya estaba en curso en muchísimos países: millones de personas se habían alejado de la fe. El Concilio, las reformas, el diálogo: todos debían ser instrumentos para presentar a los hombres que habían perdido la fe el rostro más verdadero y esencial de la Iglesia. El Papa Montini confesará el 29 de junio de 1977, un mes antes de morir: «Hermanos e hijos, he aquí el incansable intento, atento, apremiante que nos ha movido durante estos quince años de pontificado: ¡Fidem servavi! (he preservado la fe). Hoy podemos afirmar con humilde y firme convicción que no hemos traicionado “la santa verdad”».
El mismo Pablo VI en una nota personal de 1975 reveló lo estrechos que le resultaron determinados clichés en que le habían encasillado : «¿Mi estado de ánimo? ¿Hamlet? ¿Don Quijote? ¿Izquierda? ¿Derecha?... No me siento definido. Dos son los sentimientos que me invaden: superabundo gaudio. Me siento totalmente consolado, lleno de gozo en toda tribulación».