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Huellas N.7, Julio/Agosto 2003

SOCIEDAD

EM. El hombre y su destino: una invitación a la lectura

Javier Prades

El punto de partida de Giussani es la pregunta por el propio yo ¿Quién soy yo? Yo que estoy aquí hablando, ¿qué soy? Esta misma pregunta quizá resulta más interesante a veces cuando es la pregunta por un tú que suscita la curiosidad por su misterio. ¿Quién eres tú? ¿De qué estas hecho tú que me atraes? ¿Quién eres tú que tienes un modo de vivir que es más correspondiente, más atractivo? Partimos de este misterio que soy yo, que eres tú, que somos cada uno de nosotros percibido en primera persona.

De este modo, se puede describir la experiencia de la libertad. De una manera muy sencilla se dice que es la experiencia que tenemos cuando se produce la satisfacción de un deseo. Por eso, el camino de la libertad para un hombre cristiano - se podría evocar el famoso «desiderium naturale videndi Deum» de santo Tomás - arranca del deseo. Es el deseo que Dios ha inscrito en nuestro corazón y que se despierta en el encuentro con la realidad, que te atrae.
El corazón tiene una exigencia totalizadora, infinita. El deseo que nos constituye no es cualquier deseo reconducible a objetos limitados, es el deseo del infinito que alimenta nuestra vida. Por eso, sólo si es posible encontrarse con una presencia infinita, con la Verdad, del mismo modo que encontramos las cosas que nos satisfacen, cabrá experimentar en esta vida la felicidad que es la libertad cumplida. En este libro se habla mucho de un encuentro histórico, en el tiempo y en el espacio, con Jesús, con Quien hace ser todas las cosas, con quien es la Verdad y la Vida.

Llama la atención que la posibilidad de ser feliz depende de que ese encuentro no se desvanezca en el pasado a medida que transcurra el tiempo. Es necesario que sea reconocible como compañía cotidiana para la vida, en la cercanía de todos los días. El cristianismo no es sólo la proclamación de ideas, aunque sean las correctas, sino que, tal y como la tradición católica lo entiende, es esta sucesión viviente de hechos, desde Juan, Andrés y Pedro, en una cadena viva desde el primer día hasta cada uno de nosotros. Así se posibilita la sorpresa ante esta respuesta que sacia el corazón porque siendo visible, concreta, historia, es inconfundiblemente única por la correspondencia que suscita.
Ahora bien, si esta es la dinámica de la libertad, según la cual es necesario adentrarse en lo real hasta su origen misterioso para que el corazón descanse, la compañía cristiana hace posible realmente algo inaudito: que la relación con las cosas que uno vive cada día sea la circunstancia en la que el Misterio de Dios presente hace posible la libertad. Creo que esta es la forma de describir la verdadera religiosidad humana, que Cristo no anula sino que perfecciona. ¡Cuánto nos conviene alcanzar lo eterno en el instante! Esa es la descripción del hombre como orante, como el hombre que pide.

La intensidad del instante muchas veces se vive de un modo torpe, es frustrante, o, digámoslo con su nombre, es pecaminosa. Muchas veces tenemos una sensación de impotencia y de fracaso que nace justamente del tergiversar el instante, tergiversar al otro, manipular las cosas de un modo que no obedecen a su destino. Por eso, la gran contribución del hecho de que Jesucristo se ha encarnado es que la Presencia del Misterio en el mundo tiene un valor redentor, es decir, sana los corazones para que sean libres y traten todas las cosas de acuerdo con el designio original. Las páginas de este libro que hablan del perdón y la misericordia están entre las más bellas.