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Huellas N.5, Mayo 2003

PRIMER PLANO

El hombre verdadero mendiga la paz de Aquel que puede darla

Paul Joseph Cordes

Un extracto de la intervención del Presidente del Consejo Pontificio Cor Unum en la jornada organizada por la CdO “Educar en la libertad para construir la paz”


Cuando me preguntan sobre el “movimiento de la paz” del que últimamente habla el Papa, me venís a la mente sobre todo vosotros, y con vosotros otros movimientos que construyen la Iglesia y educan para la paz, sin la presunción de descargar sobre los demás la culpa de la guerra.
La posición del Papa es sobre todo la de arrodillarse ante Jesucristo y ante su Madre como un mendigo. El hombre auténtico es mendigo de la paz y ¡sabe dónde se encuentra y quién es! Por ello, su actitud ante la guerra es la de arrodillarse ante Cristo y su Madre sin desesperación, conmovido por los hombres con cuyos pecados carga, pero con la certeza de que la última palabra sobre la humanidad y sobre la historia es la misericordia.

Confianza y esperanza
En el Ángelus del 16 de marzo, el Papa pronunció palabras durísimas sobre la guerra, aunque primero utilizó dos palabras que ningún medio de comunicación recogió en sus crónicas: confianza y esperanza. Más tarde vi citada las frase que las contenía en un texto de Comunión y Liberación: «No debemos perder la confianza... Sólo Cristo puede renovar los corazones y devolver la esperanza a los pueblos».
El Santo Padre puede hablar de paz porque tiene conciencia viva de que la cruz de Cristo ya ha redimido al mundo. Esto es el anuncio de la Iglesia y su propuesta al hombre de nuestro tiempo, a los responsables políticos de las naciones y a toda criatura que pisa este suelo bañado de sangre y lágrimas. Aunque manchado por la mentira el clamor por la paz expresa al mismo tiempo el deseo del hombre sincero que pide la paz. El Papa sabe que este clamor no está destinado a perderse en el silencio de los astros, sino que es escuchado, y repite a voz en grito: «¡La paz es posible!».
El Santo Padre no predica sólo una teoría sobre la paz y la guerra, aunque también lo haga. Por encima de todo es un hombre que ha encontrado la paz y cuya vida lo testimonia. Lo testimonia incluso antes de empezar a hablar, como María cuando “se apresura” hacia la casa de Isabel llevando a Jesús en su seno. Sin que María dijera nada, la criatura que Isabel llevaba en su vientre saltó al reconocer la salvación.

La última palabra es la misericordia
Si el nombre de la paz es Cristo y el Papa es su vicario, entonces la paz está grabada en las entrañas del ministerio de Pedro, y él es consciente de esto en todo momento; y cuando habla de paz, habla de un hombre que es esta Paz, de un hombre que es Dios. Para proponer la paz a los hombres no hace más que describir, incluso sin nombrarlo explícitamente, a Jesús, «Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia».
La última palabra es la misericordia. Identificado con Cristo, con un ofrecimiento total de sí a la Virgen María, el Papa inunda de esta certeza a quien quiere escucharlo. En Fátima, el 13 de mayo de 2000, reveló que el tan temido tercer secreto era la misericordia. El martirio de los cristianos y su propio martirio, por gracia de Dios y la ayuda de la Virgen, desembocan en la misericordia, la misma que experimentó y proclamó Maximiliano Kolbe al aceptar el sacrificio de su vida: la caridad es la paz que vence al horror.
La paz no es fruto de los esfuerzos humanos. ¿Qué resultados obtendríamos si nosotros los hombres con nuestros sentimientos de venganza, todavía no redimidos, pretendiéramos hacer las paces? Incluso en nuestras intenciones más nobles se esconden motivaciones deshonestas y tendencias violentas. Por eso el cántico de Pablo sobre la paz subraya a quién le debemos la paz. «Él es nuestra paz... dando muerte, en él, al odio».
Jesucristo rompió el circulo vicioso de la opresión y de la violencia. Y lo hizo, sin duda, a un precio muy caro: carne y sangre, cruz y muerte.
Hace apenas tres días, el Papa dirigió un mensaje a los capellanes castrenses: «En nuestra perspectiva de fe, la paz, más que fruto de acuerdos políticos e intereses entre individuos y pueblos, es un don de Dios que se invoca insistentemente con la oración y la penitencia. ¡No hay paz sin la conversión del corazón!».