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Huellas N.6, Junio 2003

CULTURA

Tras la visita del Papa a España. Modernidad y fe

José Luis Almarza

Comentario a vuela pluma del artículo «Modernidad y fe» de Francisco Umbral publicado en El Mundo del pasado 7 de mayo. Reproducimos algunos pasajes del artículo a modo de diálogo

F. U.: En su visita a Madrid, el Papa ha dejado un rastro de claves ideológicas y morales para la juventud española. En una de ellas dice que se puede ser muy moderno conservando profundamente la fe. Pues ya ve usted, señor Papa, no.
J. L. A.: El Papa no ha dejado claves ideológicas, sino signos de una presencia que trasciende toda ideología. Una presencia fuerte, serena, que desafía la estética y la ideología de todo Poder. Si somos leales con los hechos, nos topamos con una pregunta, la misma que una niña planteó a su madre ese mismo día: «Mamá, ¿cómo puede un sólo hombre hacer feliz a tanta gente?”». ¿Cómo puede un sólo hombre convocar el corazón de tantos y generar una unidad como la que hemos visto?

La modernidad - no la modernosidad hecha de vestuario y copas de más - ha consistido siempre en un paso adelante, una huella que queda en las hectáreas del futuro y que es la que hace camino al andar.
Como toda experiencia cristiana auténtica, Juan Pablo II porta una certeza en el presente que abre al futuro, precisamente porque lo que él es y comunica permite vivir lo humano con todas sus exigencias, responsabilidades y límites, ya en el presente. No hace camino quien quiere, sino quien puede; y sólo puede caminar quien conquista terrenos nuevos, en los que se descubre una libertad que nos rescata del temor, la ansiedad y el resentimiento que toda utopía produce.

Los griegos son la modernidad del mundo de los dioses y el Renacimiento es la modernidad de la Edad Media. Voltaire es la modernidad del Renacimiento y Carlos Marx supone la modernidad del Romanticismo y del paraíso burgués que dejó la Revolución.
Aceptando que los griegos sean un momento de progreso en la historia, nos interesa reconocernos entre los más grandes de ellos. Y en éstos sobresale precisamente la espera de un Misterio más grande y profundo que dé explicación y significado cumplido del cosmos y del hombre. Si no existiera ese Misterio, todo resultaría efímero y quedaría limitado a un mero juego de poder, antes transferido a los dioses y después, progresivamente, repartido entre los estrategas del mundo.
Los más grandes griegos reconocían la suprema conveniencia de la espera de un nuevo impulso. El cristianismo autentificó, confirmando, esos más nobles dinamismos; y también corrigió sus límites. Pero sobre todo aportó novedad: el valor de la persona y la responsabilidad ante la historia, ambos inimaginables hasta entonces. El cristianismo nunca ha buscado ser moderno. Sólo le ha interesado ser nuevo cada día, renovar la espera de cada uno de los hombres y educarles para estar de estreno cada día.
Podríamos detectar el mismo proceso en las referencias históricas que se citan. En estos casos también el cristianismo, en sus mejores hombres, siempre valoró, permanentemente corrigió e impulsó con audacia. Como ahora.

La modernidad es un compromiso con lo desconocido o con lo evidente, una apuesta, una aventura en la nada ártica o en el todo antártico. Nietzsche y todos los demás que sabemos clausuran el mundo viejo decretando la muerte de Dios y la soledad del hombre. Eso es la modernidad y no ha sido superado.
La Iglesia permanece en el tiempo porque tiene un gran aliado, el mismo que sin pretensiones teóricas supera las decretadas defunciones de la modernidad: el corazón del hombre. La ausencia de significado y la soledad no las puede vivir el hombre pacíficamente, pues no está hecho para ellas.

Instituciones como la Iglesia están viviendo de motivos residuales y conchas vacías del antiguo mundo. Por eso no se puede ser moderno y hombre de fe. La fe supone renuncia a todas las negaciones que el futuro trae como tropel, tanto el futuro histórico como nuestro modesto futuro de cada día, con guerras veniales que matan mucha gente y supersticiones generales que tienen un extraño parecido entre Oriente y Occidente, parecido que ahora se ha escenificado por sí mismo con la visita del Papa.
Ante el futuro, nuestra fe, que hizo y sigue haciendo historia, es protagonista de su propia libertad, la que recibe, en el presente, del mismo Cristo, única causa de su alegría. La Iglesia es experta en humanidad porque sabe que puede ofrecer al mundo la vida que ya posee en el tiempo. Y no busca otra cosa que respuestas reales para problemas reales; si alguna vez cae en juegos abstractos y moralistas termina siendo estéril (como el poder de los mass media termina saturando su propia comunicación con la proliferación incesante de palabras vacías).
Ciertamente el dios del mundo antiguo, que sostiene como “tapaagujeros” y que irrumpe “ex machina” en los avatares del tiempo, ha muerto. Cuando el hombre se repliega sobre sí mismo, ese “dios” tiende a ser restaurado o sustituido por otros dioses de recambio. ¡Pero no es a la Iglesia a quien hay que reprochar semejante farsa!
Cuando ella es fiel a la naturaleza del acontecimiento cristiano, su magisterio y su vida son un claro testimonio de creatividad y de afecto verdaderos; un irreductible baluarte de libertad frente a la superchería, la voluntad de poder y todas las maquinarias organizadas de la mentira, a las que sigue siendo sometido el hombre.

Quiere decirse que todas las religiones vienen de los mismos orígenes, o más bien del mismo origen: hay un punto en el tiempo y en el espacio en que el hombre renuncia a saber, a ser, y entrega el vasto patrimonio que es él mismo en las manos antiguas y jocosas de los dioses.
El mismo origen es nuestra naturaleza de ser racionales. La caída de las religiones está en la pretensión de definir el dios que intuyen. La caída del hombre no es su religiosidad, sino su idolatría. Y es en toda idolatría - antigua, moderna y contemporánea - donde hay renuncia a saber.
Hay un afán evangelizador de sacralizar las cosas, la naturaleza, el azar, la vida, para erigir al hombre en medio, y eso es lo que hace hoy Occidente aunque se crea muy moderno: guardar el sitio a Dios, que se ha ausentado indefinida y momentáneamente. Por todo esto, la consigna del Papa no nos vale. Es un mensaje reaccionario. No se puede ser hombre moderno y hombre de fe. Por eso hemos vivido estos días una modernidad de gorra de béisbol al mismo tiempo que una fe de parroquia agropecuaria.
La fe no pretende acreditarse produciendo un tipo “moderno” de personas. A la Iglesia sólo le interesa generar un pueblo de hombres verdaderos, con gusto por la vida y habitados por una indomable simpatía por todo lo humano y lo verdadero, lo noble y lo bello que hay entre nosotros.
Por esta indomable simpatía nace un pueblo de hombres que contesta con su sola existencia cualquier actitud, sea reaccionaria, temerosa o negativa.

NB. Francisco, nunca es demasiado tarde para aceptar los hechos.