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Huellas N.6, Junio 2003

PRIMER PLANO

El efecto Chernobyl

Stefano Alberto

Existe una gran confusión acerca de las palabras que describen la experiencia elemental del hombre. Estamos todos un tanto ciegos acerca de la verdad de la experiencia y faltos de energía afectiva. A raíz de un pasaje de la lección de don Pino en los Ejercicios de la Fraternidad, lo hemos comentado con un profesor de Filosofía moral y un psicoanalista

Abrahán Hechel observa: «En nombre de buenas intenciones, hemos favorecido el crecimiento del mal». Así la relación del hombre con su destino no es la libertad, no es la posibilidad de reconocer el atractivo vencedor, sino algo predeterminado inexorablemente y fatalmente negativo, que aniquila el yo.
Grossman, en Vida y destino, comenta: «El mayor cambio que se produjo en la mayoría de las personas fue que poco a poco perdieron el sentimiento de su individualidad y advirtieron con fuerza cada vez mayor el sentimiento de la fatalidad. (...) El gusto por la felicidad se había perdido, ya no estaba, y en su lugar al hombre le atormenta una multitud de ganas y proyectos».
La posibilidad de resolver la enigmática situación del hombre mediante ideas, ideas justas, desemboca inexorablemente en separar la realidad en buena y mala, lo cual afecta a la experiencia original del hombre que tiene un deseo imborrable de felicidad. (...)
¿ Cómo sintetizar este pecado? El hombre está hecho para la felicidad, pero busca la muerte. La libertad del hombre trata de negar, intenta oponerse al hecho evidente de que está hecho para la felicidad. Es el orgullo. El orgullo trajo al mundo el mal, que es la afirmación de uno mismo antes que la realidad. Este orgullo es como un enloquecimiento.
¿ Qué es lo que se debilita? La conciencia, el gusto por la verdad, porque este orgullo se convierte en mentira («No es así»), capricho o fragilidad afectiva, según la expresión de Giussani «efecto Chernobyl». Todos estamos un tanto faltos de energía afectiva.
Naturalmente, el poder se aprovecha de ello, favorece e incrementa este “enloquecimiento”, esta falta de energía debida al pecado original, esta ceguera. El poder intenta (¿recodáis el precioso capítulo «Entre Barrabás y el esclavo frigio» de El yo, el poder y las obras?) «sofocar, reducir los deseos e incluso atrofiar su fuente» apagando el deseo y creando gran confusión. Si mi conciencia está debilitada y me falta energía afectiva, ¿qué me queda? La reacción, la reactividad y, por tanto, más violencia.
Quien niega que tenemos esta herida dentro, que la posibilidad de la guerra empieza en nosotros, que el desorden es la consecuencia de la herida del pecado, necesita dividir la realidad entre buenos y malos: elimina la responsabilidad, quita la posibilidad de que la libertad se rescate. (...)
« La tendencia espontánea de la ideología es la de distribuir a los seres humanos en dos categorías: por un lado, los que actúan, y que por tanto son responsables de sus actos y por ello acusables; por otro, los que reaccionan y la causa de sus actos es siempre externa a ellos mismos, por lo cual son inocentes» (Alain Finkielcraut): el mal siempre está en otros, el enemigo está siempre fuera de uno mismo. Se elimina la libertad como responsabilidad, y posibilidad de rescatarse mediante un nuevo inicio. Más radicalmente, se elimina la posibilidad de amar.