IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.4, Abril 2003

PRIMER PLANO

La guerra en Iraq. Una contribución original y positiva

Lorenzo Albacete

El punto de partida para un juicio cristiano sobre la guerra de Iraq. La paz como fruto de la Presencia de Cristo en la historia: éste es el único camino para alcanzar los ideales de paz y de justicia que han sostenido desde siempre el sueño americano

No a la guerra.Sí a América» es un juicio que se basa en un punto de partida distinto del de aquellos que apoyan la guerra como una medida necesaria para prevenir un mal peor, y del de aquellos que se oponen por razones políticas o ideológicas. Ambas partes declaran estar a favor de la paz. Los que sostienen la guerra dicen que la paz es imposible sin una acción militar contra las fuerzas de Sadam Hussein, mientras que los “pacifistas” dicen que es posible sin la guerra.

Otro mundo
¿ Cómo saber qué es posible y qué no? Lo sabemos por aquello de lo que hemos tenido experiencia. O lo hemos experimentado en su totalidad, o si no extraemos nuestras conclusiones de la “lógica” de las experiencias pasadas, que indican la dirección que nosotros elegimos. Tanto la oposición como el apoyo a la guerra funcionan dentro de la misma lógica de lo que es posible. En un análisis último ambas posiciones siguen la lógica de la fuerza. Su concepción de lo que es posible depende de la fuerza que ellos consideran que puede resultar vencedora, ya sea la fuerza militar, la de la opinión pública internacional o la de las manifestaciones multitudinarias. Un juicio basado en la fe cristiana, sin embargo, tiene un punto de partida distinto. Es un juicio basado en lo que Cristo hizo y hace todavía posible. La “paz” es ciertamente el fruto de su Presencia, como dijo Él mismo, y como repetimos siempre en la Misa, una paz que “el mundo no puede dar”. El problema es que nosotros estamos tentados de ver esta “paz” como algo totalmente “del otro mundo”, o como un “don espiritual”, o bien como un don totalmente escatológico privado de cualquier referencia a la paz entre las naciones y las personas en esta vida. Pero el punto de partida para un juicio cristiano sobre lo que es posible en este mundo es la experiencia de algo que ha sucedido en la historia, un evento que sucedió y que sigue sucediendo.
Se trata de la aparición de la gracia de Dios en la carne humana, dentro del tiempo y del espacio humanos. El evento de la gracia crea un pueblo cuya identidad y esperanza son enteramente frutos de este evento. Es la presencia inesperada de “otro mundo” dentro de este mundo, de nuevas posibilidades para la vida del hombre en este mundo. La alternativa a lo que este evento hace posible no es siempre el fruto del pecado. ¡El pecado no puede triunfar sobre la gracia! La alternativa a las posibilidades creadas por la gracia es un mundo de ideales inalcanzables.

Ideales y traiciones
“ Paz” y “justicia” son ideales de este tipo. Hasta el “conocimiento de Dios” o la “verdadera religión” son un ideal vacío cuando la gracia no está presente. Sin la gracia se trata de “causas” que no alcanzan el objetivo deseado, incluso cuando son “justas” a los ojos del mundo. Y como no alcanzan este objetivo, son dañinas en última instancia, provocan un daño. Este es el motivo por el que el Papa dice que, aunque sea una guerra justa, la guerra es siempre una derrota para el hombre. Pero a pesar del pecado, el corazón del hombre es bueno. Los ideales humanos son buenos. La libertad, la justicia y la paz son ciertamente ideales nobles. Esto es lo que significa «sí a EEUU». Es un “sí” a los ideales que han sostenido siempre el “sueño americano”, sobre todo la pasión por la libertad individual. No obstante todas las contradicciones y las traiciones, la pasión por la libertad ha definido a EEUU desde sus orígenes. Esta pasión por la libertad es lo que une a nuestra nación. Esto no significa que todos los americanos tengan la misma concepción de lo que significa una libertad auténtica. La pasión de EEUU por la libertad se expresa con precisión en la determinación de conceder a cualquiera una posibilidad de perseguir sus propios sueños de libertad. Pero el corazón bueno del hombre está herido, y el mejor de los esfuerzos humanos yerra al perseguir su justa finalidad. Como resultado, los ideales humanos sufren de la corrupción presente en el corazón humano. Sobreviene la decadencia, la corrupción. Ningún hombre o nación puede pretender ser el emisario puro del bien. Los gestos humanos más nobles no se pueden comparar ni siquiera inicialmente con los pequeños pasos de un santo movido por la experiencia de la gracia. Por esto debemos poner ante nuestra nación el testimonio de nuestra experiencia de la gracia, del suceder de la gracia como el único camino para alcanzar los (buenos) objetivos que nos prefijamos o que deseamos. Los primeros cristianos - me ha dicho don Giussani - estaban llenos de defectos. Sabían que eran pecadores, que no eran mejores que los demás. Pero lo que les distinguía era su amor a Cristo. En su encuentro con Él a través de la Iglesia habían experimentado la paz que nace de la infinita misericordia de Dios. Sabían que esa paz era posible en este mundo porque la habían experimentado. Habían visto y experimentado la destrucción de las barreras de la enemistad erigidas por el pecado humano entre los pueblos de las distintas naciones y religiones. Su gratitud por lo que habían experimentado (la gratitud es siempre fruto de la gracia) les empujaba a dar testimonio de lo que puede suceder y realmente ha sucedido en este mundo. De esta forma se convirtieron en los verdaderos protagonistas de la historia. Cambiaron su mundo. El mundo que no conoce la gracia debe perseguir los grandes ideales humanos lo mejor que pueda. Como escribía san Agustín, ésta es su misión, la de construir la ciudad terrena de la mejor forma posible, aunque al final la lógica de la fuerza termine prevaleciendo. La tarea (negotium) del pueblo formado por la gracia, en cambio, es la de «poner la propia esperanza en invocar el nombre del Señor Dios» (eum qui speravit invocare nomen Domini Dei; cfr. De Civitate Dei, XV, 25). Esto es lo que tenemos que hacer nosotros ahora. Esta “tarea” no es una cuestión numérica, no se trata de acrecentar el número de los que aceptan nuestros juicios. En opinión de san Agustín es suficiente con que exista una persona «generada por la resurrección del que ha sido asesinado». Tampoco es tarea nuestra escoger entre las distintas posiciones dentro del debate a favor o en contra de la guerra, ni demostrar el error de las diversas concepciones. Nuestra tarea es dar testimonio de una lógica distinta que obra en el mundo. Nosotros tenemos la tarea de mostrar, como dice don Giussani, que “la razón está con nosotros”, es decir, que esta lógica distinta corresponde perfectamente con los deseos del corazón del hombre. Nosotros no “condenamos” el modo con el que el mundo sin la gracia busca la justicia y la paz. Nosotros estamos preparados para colaborar con todos estos intentos en la medida en que no nos obliguen a abandonar nuestro punto de partida, es decir, mientras no se nos pida reconocer el poder mundano como instrumento de salvación. Nosotros no somos mejores que los demás. Pero tenemos experiencia de la reconciliación, de la destrucción de las barreras del odio y de la incomprensión obrada por la Misericordia, por la gracia. Desde esta perspectiva afirmamos que la guerra es siempre una derrota para el hombre. Nosotros no esperamos la victoria definitiva de la paz, que Cristo nos dará sólo al final de los tiempos. La gracia de Cristo está presente en el mundo como un fermento en la historia. Está presente como una educación en la genuina libertad.

Auténticamente libres
La educación es el camino para la paz. A través de la educación podemos trabajar verdaderamente por la paz, ya que es la forma en la que aprendemos lo que necesitamos para vivir una vida que corresponda a lo que es posible para nosotros, que corresponda al destino para el cual hemos sido creados. La educación nos capacita para vivir la verdad de nuestra humanidad, la verdad de lo que nos hace humanos. Llegamos a ser plenamente humanos a través de nuestra libertad. La libertad es sobre todo la capacidad de ser humanos, de ser aquello para lo que hemos sido creados. Una educación auténticamente humana, por tanto, es aquella que enseña cómo ser auténticamente libres. Esta es nuestra mayor contribución a la búsqueda de paz y de justicia del mundo.
Este es, finalmente, el motivo por el que nuestro trabajo por la paz implica también la oración continua en todas sus formas, incluyendo el ayuno y las obras de misericordia. La oración nutre la esperanza de la que brota nuestro juicio sobre lo que es posible en el mundo. Lo que corresponde perfectamente a los deseos constitutivos del corazón humano es siempre un milagro, porque fuera del evento de la gracia lo que buscamos es imposible. Puede parecer también que el poder de este mundo sabe obrar milagros, tentándonos para poner nuestra esperanza en aquellos que lo detentan. Pero esos no son verdaderos milagros, porque no responden a los deseos fundamentales del corazón. Estos deseos son escuchados sólo dentro de la experiencia del evento que ha despertado en nosotros una “fe distinta, una esperanza distinta y un amor distinto” (eso que san Agustín define como la “Ciudad de Dios”) y que introduce en este mundo una lógica distinta, una forma diferente de juzgar lo que es posible.