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Huellas N.2, Febrero 2003

CULTURA

¡Ojo al problema de la libertad!

Alessandro Banfi

Einstein y la Teoría de la relatividad; san Agustín y la intuición de que el tiempo absoluto no existe; el libro del premio Nobel Imre Kertész sobre el tiempo que pasó en Auschwitz; la misma experiencia de Primo Levi; la página 75 de la Escuela de comunidad. Algunos apuntes para comprender que el hombre vive y crece “lentamente”, instante tras instante

Más que un artículo, lo que tienen en sus manos es una triangulación, como las que se realizan desde las torres o las colinas para medir la tierra. Es cierto que se trata de una triangulación de pensamientos, pero también de una experiencia de observación. Se elige un punto que esté en alto; después otro desde el que se vea el primero; luego otro más desde el que se puedan ver los dos anteriores, y se extrae una conclusión más o menos aceptable. Nuestra primera plataforma de observación es el mayor descubrimiento científico de los últimos cien años: la Teoría de la relatividad formulada por Albert Einstein. Sintetizando al máximo: Einstein ha demostrado que el tiempo absoluto, teorizado por Newton, simplemente no existe. El tiempo no existe si no es en conexión con el espacio y es fatalmente individual, relativo a un observador singular. Un gran físico y divulgador, Stephen Hawking, en un reciente libro afirma que Einstein armó así la de San Quintín, porque llegaba después de siglos en los que el concepto lineal y absoluto del tiempo había dominado el pensamiento moderno y las diversas filosofías. Antes que él, sólo san Agustín había intuido que tiempo y espacio habían comenzado de la nada, creados por Dios y que el tiempo absoluto no existía. Hawking no cita al san Agustín de las Confesiones, tal vez porque no le conoce, ni sus reflexiones acerca del tiempo individual, quizás porque las considera demasiado psicológicas, como se ha dicho alguna vez. Pero sabemos que la Relatividad de Einstein nos lleva misteriosamente a la senda de san Agustín, en especial a su insistencia en la persona singular y su experiencia. Resumiendo, que por lo que se refiere a la definición del tiempo en la vida humana y terrestre hay que constatar este dato: la Física contemporánea, la ciencia más avanzada, da razón a cuanto dijo un padre de la Iglesia mientras se hundía el Imperio Romano. No existe el reloj abstracto y absoluto de Newton, independiente del observador (hasta Emmanuel Kant en su filosofía convirtió con entusiasmo el tiempo en una “forma pura a priori”), sino que existen tantos relojes como personas y podríamos añadir para dar una pincelada de color al rigor científico, tantos como sean sus contextos, sus espacios, sus historias.

Segunda plataforma
Ascendamos desde esta primera plataforma, tan apasionante y asombrosa, para acceder a un punto de observación más difícil, el del lager nazi. De la ciencia a la historia. O si se prefiere, del genio del siglo a la vergüenza del siglo. Una vergüenza sin parangón al menos hasta hoy, por cantidad y por calidad, respecto a cualquier otra monstruosa maldad humana. ¿Qué fue el tiempo para quien vivió en Auschwitz?

Subamos, pues, a esta ardua plataforma. Imre Kertész, escritor húngaro recién galardonado con el Nobel de Literatura, ha escrito Sin destino (las últimas ediciones en castellano son de Círculo de Lectores y El Acantilado, 2002; la traducción que aportamos aquí es nuestra, ndr.), un libro sobre la experiencia en el campo de concentración de Auschwitz al que entró jovencísimo, con 14 años, para salir un año más tarde. Cuenta en el libro que, habiendo sobrevivido a un infierno de doce meses, regresó a su casa. Su padre había muerto en un lager y la madre estaba lejos. Se marcha con unos parientes ancianos que le invitan, como es natural en el fondo, a olvidar para recomenzar a vivir. Pero él se irrita: «Les decía que una vida nueva sólo podría comenzarla si volviera a nacer, o bien si alguna desgracia, una enfermedad o algo por el estilo se adueñara de mi conciencia, y esperaba que ellos no me desearan algo así. Y añadí: “Y en general, yo no me he dado cuenta de los horrores”; entonces ellos sí se quedaron estupefactos. ¿Qué significaba que “no me había dado cuenta”? En ese momento les pregunté qué habían estado haciendo ellos en aquellos “tiempos difíciles”. El primero me contestó con aire pensativo: “Bueno... hemos vivido”, a lo que el otro añadió: “Hemos tratado de sobrevivir”. Así pues, les hice ver que también ellos habían dado un paso tras otro. Quisieron saber qué pasos eran esos y les expliqué cómo habían sido las cosas en Auschwitz».

Encerrona inevitable
Continúa más adelante: «A fin de cuentas, hasta veinte minutos tomados en sí mismos son un tiempo largo. Cada minuto empezaba, duraba y terminaba antes de que empezara el siguiente. Les dije: “Pero ahora tratemos de considerar esto: cada uno de aquellos minutos habría podido traer algo nuevo. En realidad no trajo nada, naturalmente, pero hay que admitir que habría podido; en el fondo durante cada uno de aquellos minutos habría podido suceder algo distinto de lo que casualmente sucedió. (...) Yo y nadie más he dado mis pasos y añado que con rectitud”. (...) ¿Querían tal vez que toda mi rectitud y todos mis pasos pretéritos perdieran su significado?». Pocas líneas más adelante, el final magistral de la novela: «No existe absurdo que yo no pueda vivir de acuerdo con la naturaleza y siguiendo mi camino; lo sé desde ahora, la felicidad me espera como una encerrona inevitable. Porque incluso allí, al borde de los caminos, en el intervalo entre los tormentos había algo que se asemejaba a la felicidad. Todos me preguntan siempre por los males, los “horrores”, pero para mí tal vez esta otra sea la experiencia más memorable. Sí, es de esto, de la felicidad de los campos de concentración, de lo que debería hablarles la próxima vez que me lo pregunten, siempre que me lo pregunten. Y si yo, por mi parte, no lo he olvidado».

¡Qué clase de dinámica tiene la humanidad! ¡Emerge incluso en el lugar estructurado para su minuciosa eliminación, su negación continua, su exterminio programado! En esta dinámica vital, el tiempo vivido en el instante, paso a paso, para que el minuto siguiente pueda “traer algo de nuevo”, es uno de los secretos para estar abiertos a la felicidad como “encerrona inevitable”. Vivir el tiempo lentamente tiene que ver con la espera de algo que sucede, que puede suceder.

Como otros gustaron
El auténtico testigo del lager fue Primo Levi, para mí tal vez el más grande escritor italiano del siglo. En su Si esto es un hombre (en castellano, editado por El Aleph Editores, 2002; también la traducción es nuestra, ndr.) hay un capítulo entero dedicado al carácter positivo de la vida en la inconmensurable oscuridad del lager nazi: es el capítulo en el que Primo conoce a Pikolo, el joven alsaciano encargado del rancho. Se llama “El canto de Ulises”. Es la narración de un fragmento de mañana que pasaron juntos esquivando a los jefes y hablando de muchas cosas. Al final Primo Levi declama a Dante, el canto sobre Ulises. «Acortamos el paso», escribe Levi, «Pikolo era experto, había elegido avispadamente el camino de forma que diéramos una larga vuelta, caminando al menos durante una hora, sin despertar sospechas (...). Retengo a Pikolo, es absolutamente necesario y urgente que me escuche, que comprenda este “como otros gustaron” (un verso de Dante, ndr), antes de que sea demasiado tarde, mañana él o yo podemos estar muertos, o no vernos nunca más; debo hablarle, explicarle la Edad Media: el tan humano y necesario y tal vez inesperado anacronismo, y algo más, algo gigantesco que yo mismo veo ahora sólo en la intuición de un instante, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro estar hoy aquí...».

En aquella mañana algo había sucedido también allí, en Auschwitz. El año pasado La Stampa entrevistó a Pikolo, cuyo nombre secular es Jean Manuel, que sigue vivo y lleno de salud a sus 81 años, con una bellísima sonrisa, y dijo acerca del suicidio de Levi: «No puedo creer que se haya matado, pero no quiero hablar de ello». Para el Pikolo aquel Primo Levi que recitaba el Ulises de Dante era otra persona: el símbolo de la vida, no su negación radical.

Tercera plataforma
La tercera plataforma la constituye la página 75 de la Escuela de comunidad (Los orígenes de la pretensión cristiana): «Por lo demás, lo mismo ocurre en la naturaleza, donde la vida sólo se realiza a través de procesos infinitesimales. La mejor educación es aquella que programa la evolución de modo que quien afronta el paso de una etapa a otra no se dé cuenta de ello. Cuantos menos choques, más normal es el desarrollo». Don Luigi Giussani nos habla del método a través del cual Jesús se comunica al hombre. «Empleó una pedagogía inteligente para definirse», inteligente, esto es, adecuada a la naturaleza, a la humanidad. «Lo hizo poco a poco». Jesucristo no se impone como un desafío violento, o a través de un “choque”. (Aunque hoy en día el desafío y el choque gustan tanto, al menos lingüísticamente, como imagen para definir el cristianismo en el mundo). El hombre vive y crece “poco a poco”. Cuando sucede algo en la vida, sucede en el instante, en el minuto, en el tiempo, esto es “poco a poco”. Como «una encerrona inevitable», diría Kertész. «Y hasta una definición», continúa Giussani «ha de formular una conquista ya conseguida; de lo contrario sería la imposición de un esquema».

Qué sabiduría y qué profundidad de análisis hay en este “poco a poco”, que describe una característica propia de la humanidad, psicológica pero también realista, física, como hemos visto, y propia de la propuesta cristiana verdadera.

Así, al término de esta triangulación nos queda una tierra mejor calculada, un fragmento de experiencia mejor comprendido. Pero más que una medida queda un deseo. El deseo de dar un paso tras otro, un minuto tras otro, esperando que algo suceda o vuelva a suceder, sabiendo que el tiempo de la vida humana se juega en una relación entre dos factores: el yo y el instante. El resto es una abstracción errónea, útil tal vez pero a veces incluso malvada. El yo y el momento, como diría el poeta americano Robert Lowell (existe una antología en castellano publicada en 1982 por Visor), que nos ofrece el modo de concluir, prestándonos algunos versos de una de sus poesías titulada El día:

«Asombroso
el día de nuevo está aquí
como una lámpara en campo abierto,
tierra firme y fugaz
empapada variación,
fresco como cuando el hombre por primera vez irrumpió
como el azafrán sobre la tierra.

(...)

Zumban como la ventanilla de un tren:
destellos de luz del Gran Día,
el dies illa,
cuando vivíamos en el momento
juntos para siempre
enamorados de nuestra naturaleza (...)»