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Huellas N.2, Febrero 2003

SOCIEDAD

La Europa de los pueblos y de la subsidiariedad

Mario Mauro

Se han dado muchos pasos en el camino de la supranacionalidad, cuyo ejemplo más contundente es la moneda única. Ahora son necesarias nuevas formas institucionales que tutelen los factores que constituyen el patrimonio del humanismo europeo. En especial, la salvaguardia del derecho de libertad religiosa


El pasado 15 de diciembre concluyó en Copenhague la reunión del Consejo Europeo con la foto oficial de los representantes de los gobiernos en la que figuran todos los miembros de la futura Europa de los 25. Éste será desde mediados de 2004 el número de los estados miembros de la Unión Europea “ampliada”. En dicha ocasión y con toda justicia, el presidente del Consejo Europeo de turno, el danés Anders Fogh Rasmussen, insistía en el carácter histórico de la reunión de Copenhague, que ha puesto fin a un periodo de separación. Ahora se abre la perspectiva conjunta de una Europa integrada y los nuevos diez países que se han asociado compartirán nuestro futuro común y reforzarán la Unión ya existente. Europa ha dado un giro decisivo en su historia: ha realizado progresos inimaginables en el camino de la supranacionalidad, como la moneda única; estos progresos exigen ahora la búsqueda de nuevas formas institucionales.

Factores fundamentales
Desde esta perspectiva, la búsqueda y la configuración de un nuevo ordenamiento, a cuya consecución se dirigen también los trabajos de la “Convención”, son pasos que debemos saludar como positivos en sí mismos. Están orientados a ese deseable reforzamiento del cuadro institucional de la Unión Europea que, mediante una entramado de vínculos y colaboraciones asumido libremente, puede contribuir eficazmente al desarrollo de la paz, la justicia y la solidaridad en todo el Continente. Sin embargo, este nuevo ordenamiento europeo debe reconocer y tutelar los factores que constituyen el patrimonio más precioso del humanismo europeo, el cual ha permitido y sigue permitiendo que Europa ocupe una posición singular en la historia de la civilización. Estos factores representan la aportación intelectual y espiritual más característica para la plasmación de la identidad europea a lo largo de los siglos. Se refieren a: la dignidad de la persona; el carácter sagrado de la vida humana; el papel central de la familia fundada en el matrimonio; la importancia de la educación; la libertad de pensamiento, palabra y profesión de las propias convicciones y de la propia religión; la tutela legal de los individuos y de los grupos; la colaboración de todos para el bien común; el trabajo considerado como bien personal y social; el poder político entendido como servicio. En especial, será preciso reconocer y salvaguardar en cualquier situación la dignidad de la persona y el derecho a la libertad religiosa entendido en su triple dimensión: individual, colectiva e institucional. Además, se deberá dar espacio al principio de subsidiariedad en sus dimensiones horizontales y verticales, así como a una visión de las relaciones sociales y comunitarias fundada en una auténtica cultura y ética de la solidaridad.

La Carta europea de los derechos nos ha dejado un gusto amargo en la boca y no permite presagiar gran cosa respecto al proyecto de Constitución europea. Un hecho que, respetando las individualidades nacionales, esperamos marque la emergencia de valores y reglas comunes: una definición de la relación entre Unión y estado fundamentada, justamente, en el principio de subsidiariedad y un status de los individuos anclado en una plena ciudadanía europea.

Más democracia, menos burocracia
Es un camino difícil de recorrer porque la idea de una Constitución así está ligada a la afirmación de una conciencia política y de una cultura europeas. Ello comporta que todo paso institucional ulterior de la Unión hacia el objetivo final de la Constitución debe ser de carácter democrático, debe implicar a los ciudadanos europeos, directamente y a través de sus representantes, los parlamentos.

Queremos una Europa en la que haya más democracia y menos burocracia: los ciudadanos no deben identificar la Unión con una estructura tecnocrática y, a veces, ineficiente.

Por otra parte, Adenauer, De Gasperi y Schumann, los tres fundadores de las instituciones europeas, al trazar el camino que debía conducir a la Unión europea, hicieron una referencia explícita a un arquetipo, el de Carlomagno y su Sacro Imperio Romano, cuyas connotaciones son evidentes.

En resumen, no es una arbitrariedad el poner en relación la tradición cristiana y la construcción europea. Como ha subrayado acertadamente Guzmán Carriquiry, Subsecretario del Pontificio Consejo para los laicos, durante la primera sesión de la “Convención de Cristianos por Europa”: «Si nadie quiere un confesionalismo religioso para Europa, si ya hemos superado el opresivo confesionalismo ateo de los regímenes comunistas, si todos somos y debemos ser conscientes de la amenaza de confusión violenta que se vive y se proyecta cuando la religión se convierte en legislación estatal, como sucede en tantos países islámicos, no debemos permitir que se instale entre nosotros, subrepticia o brutalmente, un confesionalismo laicista. Este no es democrático, dado que ignora la confesión religiosa plural de la mayoría de los ciudadanos europeos y su pertenencia y participación en Iglesias y comunidades religiosas de diversos títulos en toda Europa, muy presentes y activas en la escena europea».

Trabajo común
El gobierno italiano, que presidirá el Consejo de la Unión Europea durante el segundo semestre de este año, sabe bien que en nuestro futuro se vislumbra un largo ciclo de integración política. El futuro de la Europa política nacerá del trabajo común de las instituciones europeas electivas, de los parlamentos y de los gobiernos en primer lugar, con la contribución de la Comisión ejecutiva y de la Convención de Bruselas, de los hombres y mujeres de la cultura y el derecho, de la diplomacia, de la sociedad civil y de la empresa. Y también con la colaboración de todas las fuerzas seculares y de todas las instituciones religiosas que denuncian el peligro de dar vida a un organismo sin memoria y sin alma.

En este espíritu, el pasado 8 de diciembre nos reunimos en Barcelona junto con otros colegas eurodiputados de diversos países, y constituimos un grupo de trabajo permanente a partir de la “Convención de Cristianos por Europa”, con la voluntad de reflexionar acerca de la concepción europea y actuar conforme a ella en la política y en las instituciones europeas. El objetivo es dar voz a los muchos ciudadanos europeos que desean ver reconocidas en el Tratado constitucional, en el que está trabajando la Convención presidida por Valéry Giscard d’Estaing, la tradición cristiana de Europa y la plena dignidad y libertad de obrar y de anunciar el Evangelio para las Iglesias.

Construcción laica
Europa será naturalmente una construcción laica, pero la verdadera laicidad está en el reconocimiento, junto al papel autónomo del estado, de la dimensión ética y espiritual, de la tradición cristiana en la vida de la sociedad y, por tanto, del lugar destacado de las Iglesias. Sin embargo, esta condición no puede confundirse con la ausencia de un reconocimiento de una realidad social muy importante: el hecho religioso en sus diversas confesiones. Dicho hecho religioso debe ser reconocido y valorado positivamente, como sucede - bajo formulaciones diversas - en la mayoría de los textos constitucionales de los estados miembros. La neutralidad de las instituciones europeas no nace de la abstracción de la realidad social, en este caso de la religión, sino de su reconocimiento, en el ámbito de las libertades definidas por los derechos humanos. Necesitamos valorar lo específico de la cultura de los pueblos y de las naciones como una riqueza común, contra una globalización sin alma que corre el riego de llevar a una Europa sin cultura y a un hombre sin acentos verdaderos; necesitamos una implicación convencida de los parlamentos nacionales, de las regiones y de las autonomías locales; necesitamos redescubrir las raíces de la cultura europea común, que se hunden en la tierra de los valores judeo-cristianos, greco-romanos y en el surco de las grandes tradiciones político-culturales que han llegado hasta nosotros.