IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.11, Diciembre 2002

PRIMER PLANO

Una presencia que impone esperanza

Alessandro Banfi

Por primera vez en la historia de la República italiana un Papa visita el Parlamento. La Roma cristiana, el drama de los más débiles, Europa, la necesidad de paz y de reconciliación: palabras claras que no han dejado lugar a equívocos

Advertencia: por una vez, por lo menos al comienzo de este artículo, hablaré desde un punto de vista personal. Espero que al final me perdonéis. Enrico Mentana me pidió que cubriera para Tg5 la histórica visita del Papa al Parlamento. Para mí se trata, después de siete años, de volver a la Cámara, lugar en el que trabajé durante otros tantos años como periodista para un semanario llamado Il Sabato. Hoy mi trabajo consiste en realizar un gran informativo para la televisión, que es algo muy distinto. Todo esto para decir que llegué al Parlamento con pensamientos hondos y a la vez contrastantes. El motivo es que yo dejé de seguir de forma profesional la política italiana al final de la llamada “revolución de Manos Limpias”. Entonces todos se preguntaban: pero, ¿por qué ese está en la cárcel y ese otro no? La injusticia casual de los puros triunfaba, derrocando a una generación de dirigentes políticos. Me vuelvo a asomar al “Transatlántico” (forma de designar el atrio del parlamento italiano, ndt.) precisamente cuando la nueva clase dirigente revela más que nunca su inadecuación. La política no ha conseguido salir todavía de ese túnel. Esta es la atmósfera que reina en Montecitorio y en todo el país. Pero, por favor, no sólo en el nuestro.

Los años de Pelagio
El clima de finales de siglo, en el que las ideologías decimonónicas han llegado asfícticamente al final del trayecto, invade el mundo. Las palabras clave de la última estación liberal-masónica son paradójica y trágicamente la negación de sus mismos principios. Es significativo el éxito, en distintos campos, de la idea de “tolerancia cero”. O la doctrina Bush acerca de la guerra preventiva, que parece una abjuración de la historia americana y de su democracia. Pensemos que EEUU participó en la guerra contra Hitler, contra los nazis que ya habían llegado a París, sólo después de ser atacados en Pearl Harbour. El mismo Bush se basó en la “aventura sin retorno” de la primera guerra contra Irak (que también criticamos) sólo por la invasión de Kuwait. Hasta la guerra de Vietnam fue justificada, por lo menos formalmente, por un incidente fronterizo. También es significativa la obra Minority report , “informe de minorías”, el relato de ciencia ficción de Philip K. Dick en donde se describe un sistema judicial en el que el ciudadano es detenido preventivamente, antes incluso de cometer el delito, sólo en previsión de aquel. Hollywood no saca a la luz películas por casualidad. ¿Podrían imaginarse unas consecuencias culturales y políticas más extremas de lo que un editorial de Il Sabato llamó hace diez años “Los años de Pelagio”?

A estos pensamientos negativos se imponía otra sensación, quizá debida a mi contacto cotidiano con la “crónica” italiana: Italia crece prescindiendo, como diría Totò, de los esquemas culturales y de las aparentes divisiones políticas. En medio de las nuevas formas del odio ideológico saca, en circunstancias diversas, de forma a veces inesperada, su vitalidad originaria concreta. Muchas veces he pensado, incluso ocupándome de la crónica negra, que tener presente el “Mujer no llores” de los Ejercicios cambia la forma de mirar a todos los italianos, de amar, de querer y de valorar a nuestra gente.

Italiano y cristiano
Estos sentimientos se agitaban dentro de mí cuando llegó el Papa. Podéis comprender por qué desde sus primeras y bellísimas palabras sobre Roma, cristiana desde el tiempo de los apóstoles y santa en sus grandes figuras, un lugar en donde «los misterios de la fe» se han convertido en «imágenes de belleza incomparable», este discurso del Papa apareció ante mí como la respuesta a muchas preguntas confusas. Juan Pablo II fue romano e italiano como nunca, llevando la Misericordia a las aulas del Palacio. Roma, Italia - parecía decir el Papa - no reniegues de tu matriz cristiana, de tu historia, de tu grandeza. Tienes una tarea en el mundo y en Europa ligada a estas raíces tuyas. No te dividas en la lucha política, ten presente el bien común.

Wojtyla, sin olvidar la cordialidad hacia diputados y senadores y el respeto por la “autonomía” del Estado laico, no quiso renunciar a intervenir sobre cuestiones concretas, la primera de las cuales es la petición de una ayuda social y económica para las familias, incluso en el campo legislativo. No polemizó, sino que indicó una posible solución a la «grave amenaza» constituida por el «descenso de la natalidad».

Erga omnes
Vemos ahora al Papa en el capítulo más esperado: el que hace referencia a los más débiles. El Papa recordó el drama del paro, la pobreza de los italianos y de los extra comunitarios que hemos acogido. Pidió una «señal de clemencia» hacia todos los detenidos. Erga omnes (“igual para todos”). ¡Qué aliento distinto y a la vez concreto acerca de tantas polémicas, qué libertad con respecto a las presiones de esta o de aquella parte!

Después tocó los grandes temas internacionales, como Europa, que está naciendo, y a la que Juan Pablo II repitió: «Europa, al comienzo de un nuevo milenio, abre una vez más tus puertas a Cristo». O como el mundo, que a comienzos de este milenio tiene, más que nunca, necesidad de paz. Dijo: «El cristianismo tiene una actitud y una responsabilidad muy peculiares: al anunciar al Dios del amor, se presenta como la religión del respeto recíproco, del perdón y de la reconciliación». Italia y el resto de las naciones que tienen raíces cristianas deben luchar por la paz y no dejarse «condicionar por una lógica de enfrentamientos que no tendría solución». Palabras clarísimas que no dejan espacio a equívocos y que no pueden ser ignoradas: amor en vez de odio, paz en vez de guerra, reconciliación en vez de enfrentamiento.

Por último, como un saludo, ese recuerdo de Dante en su «Roma donde Cristo es romano», un verso tan presente en nuestras conversaciones con los amigos de Trenta Giorni que me hizo rebullir en la silla de la sala de prensa dispuesta en el Salón del Mapamundi. Concluyó así: «Dios bendiga a Italia». Fue verdaderamente Pedro el que habló a los representantes del pueblo y, a través de ellos, al mismo pueblo. Indicando un camino, sencillo como sólo es sencilla la fe cristiana; grande como sólo es grande el perdón.